2017-04-18 13:21:00

Ecos del Viernes Santo: Oración del Papa tras el Vía Crucis


(RV).- El pasado 14 de abril, Viernes Santo, a partir de las 21.15 el Santo Padre Francisco presidió la piadosa práctica del Vía Crucis en el Coliseo de Roma. Como todos los años se evocaron, a lo largo de las catorce estaciones, las últimas horas de la vida terrenal de Jesús. En esta ocasión, las meditaciones pusieron de manifiesto la presencia femenina y el drama de las guerras, de los migrantes, de las familias laceradas y de los niños que padecen todo tipo de abusos, tal como lo explicó su autora, la biblista francesa Anne-Marie Pelletier.

El Papa Bergoglio concluyó con una oración en que invitó a pedir a Cristo que  nos enseñe a no avergonzarnos jamás de su Cruz, a no instrumentalizarla, sino a honrarla y adorarla, porque con ella Él nos ha mostrado la monstruosidad de nuestros pecados, la grandeza de su amor, la injusticia de nuestros juicios y el poder de su Misericordia.

(María Fernanda Bernasconi – RV).

Oración del Santo Padre Francisco al final del Vía Crucis en el Coliseo, del Viernes Santo, 14 de abril de 2017

Oh Cristo dejado solo y traicionado hasta por los tuyos, y vendido a bajo precio.

Oh Cristo juzgado por los pecadores y entregado por los jefes.

Oh Cristo lacerado en la carne, coronado de espinas y vestido de púrpura.

Oh Cristo abofeteado y atrozmente clavado.

Oh Cristo traspasado por la lanza que ha desgarrado tu corazón.

Oh Cristo muerto y sepultado, tú que eres el Dios de la vida y de la existencia.

Oh Cristo nuestro único Salvador, volvemos a ti también este año con los ojos bajos por la vergüenza y con el corazón lleno de esperanza:

De vergüenza por todas las imágenes de devastaciones, de destrucciones y de naufragio que se han vuelto habituales en nuestra vida.

Vergüenza por la sangre inocente que cotidianamente es derramada por mujeres, niños, inmigrantes y personas perseguidas por el color de su piel o por su pertenencia étnica y social y por su fe en Ti.

Vergüenza por las numerosas veces que, como Judas y Pedro, te hemos vendido, traicionado y dejado morir solo por nuestros pecados, escapando, como cobardes, de nuestras responsabilidades.

Vergüenza por nuestro silencio ante las injusticias; por nuestras manos perezosas para dar, y ávidas para arrancar y conquistar; por nuestra voz estridente para defender nuestros intereses, y tímida para hablar de los de los demás; por nuestros pies veloces por el camino del mal y paralizados por los del bien.

Vergüenza por todas las veces que nosotros, Obispos, Sacerdotes, Consagrados y Consagradas hemos escandalizado y herido tu Cuerpo, la Iglesia; y nos hemos olvidado de nuestro primer amor, de nuestro primer entusiasmo y de nuestra total disponibilidad, dejando que nuestro corazón y consagración se oxidaran.

Tanta vergüenza Señor, pero nuestro corazón también tiene nostalgia de la esperanza confiada en que tú no nos trates según nuestros méritos, sino únicamente según la abundancia de tu Misericordia; en que nuestras traiciones no hagan que decaiga la inmensidad de tu amor; en que tu corazón, materno y paterno, no se olvida de nosotros, a pesar de la dureza de nuestras entrañas.

La esperanza segura de que nuestros nombres están grabados en tu corazón y que estamos en la pupila de tus ojos.

La esperanza de que tu Cruz transforma nuestros corazones endurecidos en corazones de carne, capaces de soñar, de perdonar y de amar. Transforma esta noche tenebrosa de tu cruz en el alba resplandeciente de tu Resurrección.

La esperanza de que tu fidelidad no se basa en la nuestra.

La esperanza de que la fila de hombres y mujeres fieles a tu Cruz sigue y seguirá viviendo fiel como la levadura que da sabor y como la luz que abre nuevos horizontes en el cuerpo de nuestra humanidad herida.

La esperanza de que tu Iglesia tratará de ser la voz que grita en el desierto de la humanidad para preparar el camino de tu regreso triunfal, cuando vendrás a juzgar a los vivos y a los muertos.

¡La esperanza de que el bien vencerá a pesar de su aparente derrota!

Oh Señor Jesús, Hijo de Dios, víctima inocente de nuestro rescate, ante tu estandarte real, tu misterio de muerte y de gloria, ante tu patíbulo, nos arrodillamos, avergonzados y esperanzados, y te pedimos que nos laves en el baño de la sangre y del agua que salieron de tu corazón lacerado; y que perdones nuestros pecados y nuestras culpas.

Te pedimos que te acuerdes de nuestros hermanos truncados por la violencia, la indiferencia y la guerra.

Te pedimos que rompas las cadenas que nos tienen prisioneros en nuestro egoísmo, en nuestra ceguera voluntaria y en la vanidad de nuestros cálculos mundanos.

Oh Cristo, te pedimos que nos enseñes a no avergonzarnos jamás de tu Cruz, a no instrumentalizarla, sino a honrarla y adorarla, porque con ella Tú nos has manifestado la monstruosidad de nuestros pecados, la grandeza de tu amor, la injusticia de nuestros juicios y el poder de tu Misericordia. Amén.








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