A la Compañía se le dio la gracia no sólo de creer en el Señor, sino también de sufrir
por Él, Francisco a 200 años de la Reconstitución de la Compañía de Jesús
(RV).- (Actualizado con video - audio) La tarde del sábado 27 de septiembre en la
Iglesia del Gesù, en Roma, el Santo Padre Francisco presidió la Celebración de las
Vísperas y Te Deum con ocasión del bicentenario de la Reconstitución de la Compañía
de Jesús.
El Obispo de Roma invitó a los jesuitas a recordar “nuestra historia”:
a la Compañía ‘se le dio la gracia no sólo de creer en el Señor, sino también sufrir
por Él’. “La nave de la Compañía fue zarandeada por las olas y ello no debe sorprender.
También la barca de Pedro lo puede ser hoy. La noche y el poder de las tinieblas están
siempre cerca”, advirtió el Papa.
Reflexionando en lo fatigoso que puede ser
remar, el Santo Padre señaló que los jesuitas deben ser "expertos y valerosos remeros":
¡remen entonces! ¡Remen, sean fuertes, incluso con el viento en contra! ¡Rememos al
servicio de la Iglesia! “Rememos juntos”, fue la enérgica invitación de Francisco.
“Pero mientras remamos - también el Papa rema en la barca de Pedro - debemos orar
tanto: ‘¡Señor, sálvanos!’, ‘¡Señor salva a tu pueblo!’. “El Señor, observó, aun
si somos hombres de poca fe nos salvará”.
Más adelante en su homilía el Pontífice
precisó a los jesuitas que sólo el discernimiento salva del verdadero desarraigo,
de la verdadera "supresión" del corazón, que es el egoísmo, la mundanidad, la pérdida
del horizonte, de la esperanza, que es sólo Jesús.
La Reconstitución de la
Compañía de Jesús fue obra de Pío VII en 1814 con la bula “Sollicitudo omnium ecclesiarum”,
luego de la supresión por parte del Papa Clemente XIV en 1773. La conmemoración ha
sido celebrada el 7 de agosto. Con este motivo, iniciado oficialmente el 3 de enero
de 2014, fiesta del Santo Nombre de Jesús, y que concluye precisamente este sábado
el 27 de septiembre, aniversario de la aprobación de la Compañía en 1540, el Superior
General, padre Adolfo Nicolás SJ, envió una carta a todos los jesuitas en la que pide
que “durante 2014 se haga el estudio histórico en profundidad y en la oración personal
y comunitaria, en la reflexión y el discernimiento”, para que la atención no se centre
sólo en el pasado, sino que este sea entendido “con el fin de proceder en el futuro”.
Raúl
Cabrera, Radio Vaticano
Texto completo de las palabras del Papa
a los jesuitas
(RADIO
VATICANA) La Compañía distinguida con el nombre de Jesús ha vivido tiempos difíciles,
de persecución. Durante el generalato del p. Lorenzo Ricci "los enemigos de la Iglesia
llegaron a obtener la supresión de la Compañía" (Juan Pablo II, Mensaje al p. Kolvenbach,
31 de julio de 1990) por parte de mi predecesor Clemente XIV. Hoy, recordando su reconstitución,
estamos llamados a recuperar nuestra memoria, recordando los beneficios recibidos
y los dones particulares (cf Ejercicios Espirituales, 234). Hoy quiero hacerlo aquí
con ustedes.
En tiempos de tribulaciones y turbación se levanta siempre
una polvareda de dudas y de sufrimientos, y no es fácil seguir adelante, proseguir
el camino. Sobre todo en los tiempos difíciles y de crisis llegan tantas tentaciones:
detenerse a discutir las ideas, a dejarse llevar por la desolación, concentrarse en
el hecho de ser perseguidos y no ver nada más.
Leyendo las cartas del p.
Ricci me impactó una cosa: su capacidad para no dejarse sujetar por estas tentaciones
y de proponer a los jesuitas, en el tiempo de la tribulación, una visión de las cosas
que los arraigaba aún más a la espiritualidad de la Compañía.
El p. General
Ricci, que escribía a los jesuitas de entonces, viendo las nubes que se espesaban
en el horizonte, los fortalecía en su pertenencia al cuerpo de la Compañía y a su
misión. He aquí: en un tiempo de confusión y turbación hizo discernimiento. No perdió
el tiempo para discutir ideas y quejarse, sino que se hizo cargo de la vocación de
la Compañía.
Y esta actitud ha llevado a los jesuitas a experimentar la
muerte y resurrección del Señor. Antes de la pérdida de todo, incluso de su identidad
pública, no opusieron resistencia a la voluntad de Dios, no opusieron resistencia
al conflicto, tratando de salvarse a sí mismos. La Compañía -y esto es hermoso- vivió
el conflicto hasta el final, sin reducirlo: vivió la humillación con Cristo humillado,
obedeció. Nunca se salva uno del conflicto con la astucia y con estratagemas para
resistir. En la confusión y ante la humillación, la Compañía prefirió vivir el discernimiento
de la voluntad de Dios, sin buscar una salida al conflicto de modo aparentemente tranquilo.
No
es jamás la aparente tranquilidad la que satisface nuestros corazones, sino la verdadera
paz que es un don de Dios. Nunca se debe buscar la "negociación de compromiso" fácil,
ni se deben practicar fáciles "irenismos". Sólo el discernimiento nos salva del verdadero
desarraigo, de la verdadera "supresión" del corazón, que es el egoísmo, la mundanidad,
la pérdida de nuestro horizonte, de nuestra esperanza, que es Jesús, que es sólo Jesús.
Y así el p. Ricci y la Compañía en fase de supresión privilegió la historia, en lugar
de una posible "historieta" gris, sabiendo que es el amor el que juzga la historia
y que la esperanza - aun en la oscuridad - es más grande que nuestras expectativas.
El
discernimiento debe hacerse con intención recta, con ojo simple. Por esta razón, el
p. Ricci llega, precisamente en esta ocasión de confusión y desconcierto, a hablar
de los pecados de los jesuitas. No se defiende sintiéndose una víctima de la historia,
sino que se reconoce pecador. Mirarse a sí mismos reconociéndose pecadores evita ponerse
en condiciones de considerarse víctimas ante un verdugo. Reconocerse como pecadores;
reconocerse realmente pecadores significa ponerse en la actitud justa para recibir
consuelo.
Podemos volver a recorrer brevemente este camino de discernimiento
y de servicio que el padre General señaló a la Compañía. Cuando en 1759 los decretos
de Pombal destruyeron las provincias portuguesas de la Compañía, el P. Ricci vivió
el conflicto sin lamentarse y sin dejarse llevar a la desolación, sino invitando a
la oración para pedir el espíritu bueno, el verdadero espíritu sobrenatural de la
vocación, la perfecta docilidad a la gracia de Dios. Cuando en 1761 la tormenta avanzaba
en Francia, el padre General pidió poner toda la confianza en Dios. Quería que se
aprovecharan las pruebas sufridas para una mayor purificación interior: éstas nos
conducen a Dios y pueden servir para su mayor gloria; a continuación, recomienda la
oración, la santidad de la vida, la humildad y el espíritu de obediencia. En 1760,
después de la expulsión de los jesuitas españoles, sigue llamando a la oración. Y,
por último, el 21 de febrero de 1773, apenas seis meses antes de la firma del Breve
Dominus ac Redemptor, ante la absoluta falta de ayuda humana, ve la mano de la misericordia
de Dios, que invita a los que somete a la prueba a no confiar en otro que no sea sólo
Él. La confianza debe crecer precisamente cuando las circunstancias nos derrumban.
Lo importante para el padre Ricci es que la Compañía sea fiel hasta el último al espíritu
de su vocación, que es la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas.
La
Compañía, incluso ante su propio final, se mantuvo fiel a la finalidad para la que
fue fundada. Por ello, Ricci concluye con una exhortación a mantener vivo el espíritu
de caridad, de unión, de obediencia, de paciencia, de sencillez evangélica, de verdadera
amistad con Dios. Todo lo demás es mundanidad. Que la llama de la mayor gloria de
Dios nos atraviese también hoy, quemando toda complacencia y envolviéndonos en una
llama que llevamos dentro, que nos concentra y nos expande, nos engrandece y nos hace
pequeños.
Así la Compañía vivió la prueba suprema del sacrificio que injustamente
se le pedía, haciendo propio el ruego de Tobit, que con el alma llena de aflicción,
suspira, llora y luego reza: "Tú eres justo, Señor, y todas tus obras son justas.
Todos tus caminos son fidelidad y verdad, y eres tú el que juzgas al mundo. Y ahora,
Señor, acuérdate de mí y mírame; no me castigues por mis pecados y mis errores, ni
por los que mis padres cometieron delante de ti. Ellos desoyeron tus mandamientos
y tú nos entregaste al saqueo, al cautiverio y a la muerte, exponiéndonos a las burlas,
a las habladurías y al escarnio de las naciones donde nos has dispersado". Y concluye
con el ruego más importante: "No apartes de mí tu rostro, Señor". (Tb 3,1-4.6d).
Y
el Señor respondió enviando a Rafael para quitar las manchas blancas de los ojos de
Tobit, para que volviera a ver la luz de Dios. Dios es misericordioso, Dios corona
de misericordia. Dios nos ama y nos salva. A veces el camino que lleva a la vida es
estrecho y angosto, pero la tribulación, si se vive a la luz de la misericordia, nos
purifica como el fuego, nos da tanto consolación e inflama nuestro corazón aficionándolo
a la oración. Nuestros hermanos jesuitas en la supresión fueron fervientes en el espíritu
y en el servicio del Señor, gozosos en la esperanza, constantes en la tribulación,
perseverantes en la oración (cf. Rom 12:13). Y ello dio honor a la Compañía, no ciertamente
los encomios de sus méritos. Así será siempre.
Recordemos nuestra historia:
a la Compañía "se le dio la gracia no sólo de creer en el Señor, sino también sufrir
por Él" (Filipenses 1,29). Nos hace bien recordar esto.
La nave de la Compañía
fue zarandeada por las olas y ello no debe sorprender. También la barca de Pedro lo
puede ser hoy. La noche y el poder de las tinieblas están siempre cerca. Es fatigoso
remar. Los jesuitas deben ser "expertos y valerosos remeros" (Pío VII, Sollecitudo
omnium Ecclesiarum): ¡remen entonces! ¡Remen, sean fuertes, incluso con el viento
en contra! ¡Rememos al servicio de la Iglesia! ¡Rememos juntos! Pero mientras remamos
- todos remamos, también el Papa rema en la barca de Pedro - debemos orar tanto:
"¡Señor, sálvanos!", "¡Señor salva a tu pueblo ". El Señor, aun si somos hombres de
poca fe nos salvará. ¡Esperemos siempre en el Señor! ¡Esperemos siempre en el Señor!
La
Compañía reconstituida por mi predecesor Pío VII estaba integrada por hombres valientes
y humildes en su testimonio de esperanza, de amor y de creatividad apostólica, la
del Espíritu. Pío VII escribió que quería reconstituir la compañía para "socorrer
oportunamente las necesidades espirituales del mundo cristiano sin distinción de
pueblos y de naciones" (ibid). Por ello dio la autorización a los jesuitas, que todavía
existían aquí y allí, gracias a un soberano luterano y a una soberana ortodoxa, a
"permanecer unidos en un solo cuerpo." ¡Que la Compañía permanezca unida en un solo
cuerpo!
Y la Compañía fue enseguida misionera y se puso a disposición de
la Sede Apostólica, comprometiéndose generosamente "bajo el estandarte de la cruz
por el Señor y su Vicario en la tierra" (Fórmula Instituti, 1). La Compañía reanudó
su actividad apostólica con la predicación y la enseñanza, los ministerios espirituales,
la investigación científica y la acción social, las misiones y la atención a los
pobres, a los que sufren y los marginados.
Hoy la Compañía afronta con
inteligencia y laboriosidad también el trágico problema de los refugiados y de los
prófugos; y se esfuerza con discernimiento en integrar el servicio de la fe y la promoción
de la justicia, en conformidad con el Evangelio. Confirmo hoy lo que Pablo VI nos
dijo en nuestra trigésimo segunda Congregación General y que yo mismo escuché con
mis propios oídos: "Por doquier en la Iglesia, incluso en los campos más difíciles
y extremos, en las encrucijadas de las ideologías, en las trincheras sociales, ha
habido y hay confrontación entre las exigencias ardientes del hombre y el mensaje
perenne del Evangelio, allí han estado y están los jesuitas ".
En 1814,
en el momento de la reconstitución, los jesuitas eran un pequeño rebaño, una "mínima
Compañía", que sin embargo se sentía investido, después de la prueba de la cruz, con
la gran misión de llevar la luz del Evangelio hasta los confines de la tierra. Así
debemos sentirnos nosotros hoy, por lo tanto: en salida, en misión. La identidad jesuita
es la de un hombre que adora sólo a Dios y ama y sirve a sus hermanos, mostrando con
el ejemplo, no sólo en qué cree, sino también en qué espera y quién es Aquel en quien
ha puesto su confianza (cf. 2 Tim 1, 12). El jesuita quiere ser un compañero de Jesús,
uno que tiene los mismos sentimientos de Jesús.
La Bula de Pío VII
que reconstituyó la Compañía fue firmada el 7 de agosto de 1814 en la Basílica de
Santa María la Mayor, donde nuestro santo padre Ignacio celebró su primera Eucaristía,
en la Nochebuena de 1538. María, Nuestra Señora, Madre de la Compañía, estará conmovida
por nuestros esfuerzos por estar al servicio de su Hijo. Ella nos custodie y nos proteja
siempre.
Traducción: Cecilia Avolio; jesuita Guillermo Ortiz RADIO VATICANA