San Juan XXIII y San Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús,
de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado, el Papa en su homilía de canonización
(RV).- (actualizado con video y audio) En su homilía de la
solemne Misa de canonización de los Papas San Juan XXII y San Juan Pablo II el Papa
Francisco recordó que en el centro de este domingo, con el que se termina la octava
de Pascua, y que Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, están las llagas
gloriosas de Cristo resucitado.
El Obispo de Roma también afirmó que estos
nuevos Santos no se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él,
de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano, porque en cada persona que
sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu
Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su
misericordia.
Además, el Papa Francisco destacó que ambos fueron sacerdotes,
obispos y Papas del Siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos,
Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor
de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta
en estas cinco llagas; más fuerte la cercanía materna de María.
Juan XXIII
y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia
según su fisionomía originaria, la fisionomía que le dieron los santos a lo largo
de los siglos, dijo también el Santo Padre Francisco. Y pidió que no olvidemos que
son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia.
En
la convocatoria del Concilio – prosiguió – Juan XXIII demostró una delicada docilidad
al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado.
Éste fue su gran servicio a la Iglesia; fue el Papa de la docilidad al Espíritu.
Y
en este servicio al Pueblo de Dios, Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo,
una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia.
“Me gusta subrayarlo ahora – añadió Francisco – que estamos viviendo un camino sinodal
sobre la familia y con las familias, un camino que él, desde el Cielo, ciertamente
acompaña y sostiene”.
(María Fernanda Bernasconi – RV).
Texto
de la homilía del Papa Francisco
En el centro de este domingo, con el que
se termina la octava de pascua, y que San Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina
Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado.
Él ya las enseñó
la primera vez que se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la
semana, el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde, como hemos escuchado,
no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que,
mientras no viera y tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús
se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos, y Tomás también estaba;
se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero,
aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante
de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).
Las llagas de Jesús
son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en
el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas
llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables
para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor,
misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus
heridas nos han curado» (1 P 2, 24; Cf. Is 53, 5).
San Juan XXIII
y San Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus
manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo,
no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano
(Cf. Is 58,7), porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos
hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante
la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.
Fueron sacerdotes,
y obispos y Papas del Siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En
ellos, Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre
y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta
en estas cinco llagas; más fuerte la cercanía materna de María.
En estos dos
hombres contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había
«una esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante» (1 P 1,3.8). La
esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni
nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de
la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo,
hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz. Ésta es la esperanza y el gozo
que los dos papas santos recibieron como un don del Señor resucitado, y que a su vez
dieron abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno.
Esta
esperanza y esta alegría se respiraba en la primera comunidad de los creyentes, en
Jerusalén, como se nos narra en los Hechos de los Apóstoles (Cf. 2, 42-47) que hemos
escuchado en la segunda Lectura. Es una comunidad en la que se vive la esencia del
Evangelio, esto es, el amor, la misericordia, con simplicidad y fraternidad.
Y
ésta es la imagen de la Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII
y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia
según su fisionomía originaria, la fisionomía que le dieron los santos a lo largo
de los siglos. No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante
y hacen crecer la Iglesia. En la convocatoria del Concilio, San Juan XXIII demostró
una delicada docilidad al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un
pastor, un guía-guiado, guiado del Espíritu. Éste fue su gran servicio a la Iglesia;
por eso a mí me gusta pensar en él como el Papa de la docilidad al Espíritu Santo.
En
este servicio al Pueblo de Dios, San Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo,
una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia.
Me gusta subrayarlo ahora que estamos viviendo un camino sinodal sobre la familia
y con las familias, un camino que él, desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene.
Que
estos dos nuevos santos pastores del Pueblo de Dios intercedan por la Iglesia, para
que, durante estos dos años de camino sinodal, sea dócil al Espíritu Santo en el servicio
pastoral a la familia. Que ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de
Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera,
siempre perdona, porque siempre ama.