(RV).- (Con audio)
Distantes del mundo,
aislados del ajetreo de la ciudad, en desiertos y montañas rezan los monjes y las
monjas, dedicados solo a eso. Y en espaciosos templos, la luz alumbra grandes libros
pretéritos con la Palabra de Dios que resuena en las columnas altas y se graba en
los corazones.
También Jesús, palabra definitiva de Dios hecha carne, subió
a la montaña a dialogar con el Padre. Y Pedro, Santiago y Juan vieron la luz de esta
Palabra de Dios hecha carne y sintieron y gustaron un gozo inefable a la luz y calidez
de esta Palabra viva de vida. Tanto que pretendían quedarse allí para siempre.
Pero
¡¿cómo hacemos vos y yo aquí, enredados, entrampados en el trajín loco y anónimo de
la gran ciudad enmarañada, para escuchar; para sentir y gustar la luz vivificante
de esta Palabra de Dios que nos hace gozar la vida verdadera?¡
Francisco Papa
dice que “también escuchamos a Jesús en su palabra escrita, en el Evangelio... es
una cosa buena tener un pequeño Evangelio – exhorta –. Y llevarlo con nosotros en
el bolsillo, en la cartera, para leer un pequeño pasaje. En cualquier momento de la
jornada… tomo del bolsillo el Evangelio y leo un pequeño pasaje. Y ahí es Jesús el
que nos habla, en el Evangelio… Siempre tengamos el Evangelio con nosotros. Porque
es la palabra de Jesús. Para poder escucharlo.”
Lo que vivieron Pedro, Santiago
y Juan; lo que sienten y gustan los monjes y monjas saboreando la Palabra de Dios
hecha carne, lo podemos gozar también nosotros leyendo todos los días algún versículo
del evangelio. Y quizá hasta en un embotellamiento de automóviles, en plena ciudad,
entra en nosotros la cálida y vivificante luz de Dios. Porque Dios nos habla en cualquier
parte, si estamos preparados y dispuestos.