Cardenal Rouco Varela inagura la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española
(RV).- (Con Audio) Ha comenzado en Madrid
la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española (CEE) que se celebra hasta
el próximo 22 de noviembre. El Arzobispo de Madrid y Presidente de la CEE, Cardenal
Antonio María Rouco Varela, comenzó el encuentro con un discurso inaugural. Pueden
leer el texto completo de sus palabras y el audio con un resumen de Pilar Pérez del
Yero.
Texto completo del Cardenal Rouco Varela:
Señores cardenales,
arzobispos y obispos, señor Nuncio, sacerdotes, consagrados y laicos colaboradores
de esta Casa, amigos todos a cada uno de los Hermanos en el episcopado que acuden
una vez más a la cita que nos seguís a través de los medios de comunicación, señoras
y señores: Me complace mucho dar la más cordial bienvenida de nuestra Asamblea
Plenaria, en su centésimo segunda reunión. Gracias por vuestra presencia. Dos nuevos
Hermanos se unen en esta ocasión a nosotros: Mons. D. Juan Antonio Menéndez Fernández,
obispo auxiliar de Oviedo; y Mons. D. Ángel Fernández Collado, obispo auxiliar de
Toledo. Los acogemos con todo afecto en esta Asamblea, en la que todos los obispos
con cargo pastoral en las diócesis de España nos ayudamos de muchas maneras a llevar
adelante el encargo recibido del Señor. Damos la enhorabuena a Mons. D. Enrique Benavent
Vidal, a quien le ha sido encomendado la primavera pasada el cuidado pastoral de la
diócesis de Tortosa. Nos complace contar con la presencia del señor nuncio, representante
del papa Francisco en España, especialmente ahora que estamos preparando ya la próxima
visita ad limina.
I. Examen de conciencia, al concluir el Año de la fe 1.
El domingo que viene, el papa Francisco cerrará solemnemente el Año de la fe convocado
por Benedicto XVI. En esta Asamblea se nos ofrece una buena ocasión para hacer un
cierto balance de nuestra labor como maestros y testigos cualificados de la fe en
nuestras diócesis, o «Iglesias particulares», y también en el conjunto de la Iglesia
que camina en España, o «Iglesia local», procurando, no obstante, como siempre hemos
hecho, no caer en localismos estrechos, sino abiertos, con auténtico espíritu católico,
a una mirada universal. Podemos hacer nuestro balance a la luz de la carta apostólica
Porta fidei, de Benedicto XVI, por la que convocó el Año de la fe el 13 de octubre
de 2011, y también de la primera encíclica del papa Francisco, Lumen fidei, del pasado
29 de junio. El balance, si no quiere ser engañoso, sino auténtico y verdadero,
habría de adoptar la forma de un examen de conciencia acerca de si hemos respondido
y cómo lo hemos hecho a la exigencia capital planteada por Benedicto XVI en la mencionada
carta apostólica: si lo hemos hecho y cómo en nuestras Iglesias particulares; y si
lo hemos hecho y cómo en nuestra Iglesia local, unidos en afecto colegial en la Conferencia
Episcopal Española, en comunión jerárquica con el sucesor de Pedro. Se trata de la
exigencia de «redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más
clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo». Este hermoso
redescubrimiento debe ser hecho en un contexto socio-religioso y pastoral —en un “sitio
en la vida”— que Benedicto XVI describe así: «Sucede hoy con frecuencia que los
cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas
de su compromiso cristiano, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un
presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no solo no aparece
como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era
posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia
al contenido de la fe y los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya
así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta
a muchas personas». Este diagnóstico, que encontramos en el comienzo de Porta fidei,
les vale sobre todo a los pastores de los países de antigua cristiandad; y nos vale
hoy con mucha actualidad a los pastores de la Iglesia en España. Responder en la teoría
y en la práctica a las exigencias de este diagnóstico es el reto principal que se
nos presenta al concluir el Año de la fe; era ya también el reto de las últimas décadas,
antes y después del Concilio Vaticano II. Los pastores no podemos esquivarlo ni distraernos
con cuestiones diversas, por más relevantes que sean y por más aireadas que resulten
en ciertos medios de comunicación. Tampoco pueden esquivarlo los consagrados, ni los
fieles laicos. El objetivo planteado para el Año de la fe no ha de ser dado por ya
alcanzado cuando llegamos al final de este tiempo de reflexión y de celebración especial
de la fe católica. El Año de la fe solo cumplirá sus objetivos si nos ha ayudado a
todos a despertar nuestra conciencia acerca de la magnitud del reto planteado por
la crisis de la fe en tantas personas; una crisis que nos afecta también a nosotros
—pastores, consagrados y laicos— cuando vivimos inmersos en la «mundanidad espiritual»,
según denuncia con frecuencia el papa Francisco, proponiendo la necesidad de una «conversión
pastoral».
2. La carta apostólica Porta fidei señalaba luminosamente los
hitos principales que habrían de ser recorridos para lograr el “redescubrimiento”
del camino de la fe. a) En primer lugar, la escucha fiel de la Palabra. Es
muy significativa a este respecto la afirmación de que «existe una unidad profunda
entre el acto con que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento...
El corazón indica que el primer acto con que se llega a la fe es don de Dios y acción
de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta lo más íntimo». El contenido
de la fe, o, si se quiere, el objeto de la fe, dado que es Dios mismo, no puede ser
entendido o alcanzado—según se piensa a veces— como si fuera el fruto del esfuerzo
intelectivo o moral del ser humano; no hay fe real y viva si no escuchamos, si no
dejamos que sea Dios en su Palabra quien lleve la iniciativa, quien se acerque a nosotros,
nos interpele y nos invite a acogerlo tal como Él es. Ya lo decía el gran teólogo
Romano Guardini: «La fe es su contenido. La fe se define por lo que cree. La fe
es el movimiento vivo hacia Aquel en quien se cree... ¿Adónde se dirige, pues, la
fe cristiana? Hacia el Dios vivo, que se revela en Cristo». b) Sobre esa base tan
dinámica como sólida de la acogida de la revelación que Dios hace de sí mismo en su
Palabra encarnada, la fe se nutre y se desarrolla en la liturgia de la Iglesia, en
la vida cristiana de caridad y en la oración. En efecto, como la fe no es primariamente
una opción o un logro humano, sino un don divino, el creyente auténtico sabe que ha
de recibirla allí donde Dios mismo la da, allí donde Él le sale al encuentro en la
historia de los hombres y en la propia biografía. Cristo está vivo en su Iglesia,
en la eucaristía, a la que el bautismo y la penitencia abren la puerta de la gracia;
en los demás sacramentos, que edifican específicamente la Iglesia y, en general, en
la sagrada liturgia. Allí encuentra el creyente la fe: «el sujeto de la fe es la Iglesia»6.
O, dicho de nuevo con las certeras palabras de Guardini: «La Iglesia es la madre
que ha dado a luz mi fe. Ella es el aire en el que mi fe respira y el suelo sobre
el que se yergue. Ella es propiamente la que cree: la Iglesia cree en mí. «La fe
sin caridad no da fruto, y la caridad sin la fe sería un sentimiento constantemente
a merced de la duda»8. No son realidades que se puedan separar realmente, porque,
si son verdaderas, van indisolublemente unidas en el sujeto cristiano y en la vida
eclesial. La fe sin caridad no es fe viva. La caridad sin fe no es caridad real. Se
puede decir, por eso, que la fe se vivifica con la caridad, al tiempo que la caridad
se enciende con la fe. De ahí que en el camino de la fe no pueden faltar el desarrollo
de las implicaciones del amor a Dios y a los hombres, tal como son transmitidas y
vividas por la santa Iglesia, en particular, en la vida de los santos, en los que
resplandece el hombre nuevo, modelado por la Ley de la caridad explicitada en los
mandamientos divinos. La oración, junto con los sacramentos, es condición básica
de la vida de fe, porque el cristiano es aquel que vive en unión espiritual con Dios
de acuerdo con el modelo del Hijo, en cuyo Espíritu, puede llamar a Dios “Padre”,
según la enseñanza del Salvador. También la oración es don de Dios y revelación suya. Naturalmente,
como recuerda la carta Porta fidei, hay que tener presente el sentido de camino hacia
la fe (o preambula fidei) que tiene o puede tener la búsqueda del sentido último y
de la verdad definitiva de la existencia y del mundo de muchas personas de nuestro
entorno cultural que no reconocen el don de la fe[9]. Todos estos elementos del
camino de la fe se hallan integrados en el Catecismo de la Iglesia Católica en un
verdadero itinerario de iniciación y de vida cristiana que el papa ha vuelto a proponernos
en este Año de la fe, cuando celebramos también el vigésimo aniversario de la aparición
de ese instrumento, tan fundamental para la transmisión y la vivencia de la fe. El
Catecismo, además de una síntesis armoniosa y completa de los contenidos de la fe,
es también un medio por el que la Iglesia nos introduce en su Tradición viva, que
nos facilita el encuentro salvador con Jesucristo en el hoy de nuestras vidas. Ese
es, en síntesis, el itinerario espiritual, apostólico y pastoral de la nueva evangelización
de los países de vieja tradición cristiana, como el nuestro, que vale también, con
los cambios oportunos, para los de tradición cristiana más joven. Es el itinerario
que había sido actualizado por el Concilio Vaticano II y por el papa Pablo VI (especialmente
en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi) y luego propuesto y protagonizado
por el beato Juan Pablo II con un singular dinamismo misionero, fruto de una personalidad
humana y espiritualmente extraordinaria; como también lo fue con excepcional sabiduría
por Benedicto XVI.
3. El papa Francisco ha confirmado este itinerario de
la vivencia y de la transmisión de la fe en nuestro tiempo con una frescura humana
y espiritual singulares. Lo ha hecho en sus enseñanzas de la Jornada Mundial de
la Juventud de Río de Janeiro, hablando a los jóvenes, a los pastores y a los responsables
del mundo de la política y de la cultura. Y lo ha hecho de modo solemne en su primera
encíclica, Lumen fidei. La encíclica sobre la fe, en el Año de la fe, puede ayudarnos
mucho a afrontar el futuro inmediato de nuestro servicio pastoral a la evangelización;
es un instrumento magisterial privilegiado en el que se recoge el tesoro de las enseñanzas
del Magisterio del último medio siglo de la vida de la Iglesia, a través, sobre todo,
del testimonio de los mártires y de los santos. La encíclica consta de cuatro capítulos.
El primero es una presentación de la fe como el camino abierto por Dios al Pueblo
de la primera y de la segunda alianza. El segundo describe lo que es la fe, en sus
relaciones con la verdad y con el amor. El tercero se centra en las condiciones que
hoy, como siempre, hacen posible la fe, básicamente en su eclesialidad. Y, por fin,
el cuarto capítulo explica como la fe no es solo un bien para el que cree, sino también
para la vida en común de todos, creyentes y no creyentes. El papa Francisco habla
con frecuencia de la memoria del Pueblo de Dios y de cada creyente, como elemento
fundamental del camino de la fe. También lo hace en Lumen fidei, cuando denuncia el
contexto moderno en el que la fe se ve desplazada por la «verdad tecnológica» o por
la «verdad del sentimiento». Quien se encierra en las solas posibilidades de la ciencia
aplicable en la técnica (cientismos) o en las percepciones subjetivas excluyentes
de un horizonte de verdad objetiva (relativismos), en realidad está sufriendo un «gran
olvido», padece falta de «memoria profunda» acerca de lo que nos precede: del origen
trascendente de todo y del sentido del camino común hacia la meta. Es el olvido de
Dios, de la escucha de su Palabra y del deseo de ver su Rostro. Pero la fe nos
trae la memoria de la verdad del amor: «la luz de la fe es la de un Rostro (el de
Cristo), en el que se ve al Padre». Ahora bien, cuando se habla de la memoria que
ejercita la fe, que nos libra de la desmemoria y de la autorreferencialidad, se está
hablando —dice el papa— de «aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia»[13].
Porque, «para transmitir un contenido meramente doctrinal, una idea, quizás sería
suficiente un libro (...). Pero lo que se comunica en la Iglesia, lo que se transmite
en su Tradición viva, es la luz nueva que nace del encuentro con el Dios vivo, una
luz que toca a la persona en su centro, en el corazón, (...) abriéndola a relaciones
vivas en la comunión con Dios y con los otros».
Esto sucede así cuando se acepta
con humildad el credo, los sacramentos, el Decálogo y la oración del Señor. Son «los
cuatro elementos que contienen el tesoro de la memoria que la Iglesia transmite».
Ellos nos abren la puerta para «salir del desierto del “yo” autorreferencial, cerrado
sobre sí mismo, y entrar en el diálogo con Dios, dejándose abrazar por su misericordia
para ser portador de misericordia».
II. Realizaciones del Plan Pastoral:
la Beatificación de mártires del siglo XX y el catecismo Testigos del Señor Cada
uno de nosotros hace en su diócesis el balance del Año de la fe. Sabemos bien que
lo que hacemos en la Conferencia Episcopal no puede suplir ni pastoral ni teológicamente
el trabajo que realizamos como pastores en nuestras respectivas Iglesias particulares.
Pero este es también el momento de repasar las acciones previstas en el Plan Pastoral
de la Conferencia que van siendo llevadas a la práctica. El Plan no concluye con el
Año de la fe; su vigencia es más larga. Pero fue redactado y aprobado cuando el Año
de la fe había sido convocado y se halla marcado por los objetivos de este, cuya aplicación
y profundización, como es evidente, tampoco concluyen el próximo domingo.
1.
Los mártires son testigos privilegiados de la fe. En el Plan Pastoral preveíamos la
beatificación conjunta de un buen número de mártires del siglo XX en España, para
el final del Año de la fe. Hoy podemos decir con satisfacción que esta previsión ha
podido ser realizada el domingo 13 de octubre pasado, en Tarragona, donde tuvo lugar
la solemne beatificación de 522 mártires. Fue aquel un domingo luminoso que hará
historia. El papa Francisco se hizo presente entre nosotros con un videomensaje especialmente
grabado para la ocasión, en el que nos exhortó a ser, como los mártires, «cristianos
hasta el final», capaces de «mantener firme la fe, aunque haya dificultades», siendo
así «fermento de esperanza y artífices de hermandad y solidaridad», «no cristianos
mediocres, cristianos barnizados de cristianismo, pero sin sustancia». En efecto,
los mártires del siglo XX, fueron cristianos sustanciales. El papa nos exhortaba no
solo a imitarlos, sino a pedirles ayuda. Podemos confiar en que ellos comprenden muy
bien nuestras dificultadas en el camino de la fe. Ellos se vieron dramáticamente inmersos
en la noche del ateísmo del siglo XX. Pero permitieron que la luz de la fe brillara
en las tinieblas de esa noche. Son nuestros intercesores privilegiados. El mismo papa
Francisco, al comienzo de la encíclica Lumen fidei, recoge la observación de san Justino
sobre la maravilla del martirio cristiano, en comparación con los cultos paganos a
los astros: «“No se ve que nadie estuviera dispuesto a morir por su fe en el sol”,
decía san Justino mártir. Conscientes del vasto horizonte que la fe les abría, los
cristianos llamaron a Cristo el verdadero sol, “cuyos rayos dan la vida”, llegando
a penetrar “hasta las sombras de la muerte”». Sí, los santos y beatos mártires
del siglo XX son los grandes testigos de la fe en nuestro tiempo: los veneramos de
modo especial al concluir el Año de la fe. Confiamos en que su memoria y su culto
vayan convirtiéndose poco a poco en una referencia normal y habitual en la obra de
la evangelización del tercer milenio, en la que nuestras Iglesias particulares, y
toda la Iglesia que peregrina en España, se encuentran empeñadas, bajo la guía de
los papas. La «cultura de la muerte», que ensombrece los grandes logros del mundo
moderno, ha de ser iluminada por la luz de la fe. Ha de ser alumbrada una esperanza
más fuerte que la muerte. Las ideologías inmanentistas del siglo XX sofocaron esa
esperanza y sembraron Europa y el mundo entero de millones de víctimas y de mártires.
Son ideologías que no han cedido todavía el paso a un verdadero humanismo. Será muy
valiosa la intercesión de los mártires. En comunión con ellos, avanzará la nueva evangelización.
2.
El Plan Pastoral preveía también la redacción de un nuevo catecismo, Testigos del
Señor, continuación del catecismo ya en vigor, Jesús es el Señor, y destinado principalmente
a la segunda infancia y primera adolescencia. Aprobado por nuestra última Asamblea
Plenaria, el catecismo Testigos del Señor ha obtenido ya también la aprobación del
Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización y será publicado en los próximos meses. Nos
alegramos mucho de poder hacer este anuncio al concluir el Año de la fe. Porque los
catecismos son instrumentos imprescindibles para una buena catequesis, sin la cual
no es posible una buena transmisión de la fe. Nuestra Conferencia da así un gran paso
adelante en su programa de preparar catecismos que, recogiendo el espíritu y la letra
del Catecismo de la Iglesia Católica, acerquen a las diversas etapas de la iniciación
cristiana una síntesis armónica y segura de los contenidos de la fe, al tiempo que
faciliten a los catecúmenos la maduración progresiva de su encuentro personal con
el Señor.
III. Sobre el momento actual de nuestra sociedad y sus implicaciones
humanas y morales 1. Como acabamos de recordar, el papa Francisco dedica
el último capítulo de la encíclica Lumen fidei a explicar las implicaciones sociales
de la fe. «La fe —escribe— ilumina también las relaciones humanas, porque nace del
amor y sigue la dinámica del amor de Dios. El Dios digno de fe construye para los
hombres una ciudad fiable»18. Es la ciudad de la que habla el Concilio Vaticano II
cuando enseña que esa «nueva ciudad» o «nuevo Pueblo de Dios» se hace realidad, ya
«sacramentalmente» presente en la historia, en la Iglesia, de la que dice que tiene
«la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el reino de Dios y de Cristo.
Ella constituye el germen y el comienzo de este reinode Dios en la tierra». Con
esto se plantea el problema de las siempre complejas y delicadas relaciones entre
la Iglesia y el Estado. El Vaticano II precisó criterios doctrinales, filosóficos
y teológicos, de no menor actualidad hoy que hace cincuenta años, que permiten comprender
y resolver este problema de forma justa y positiva para el bien común. A este respecto,
es particularmente interesante el capítulo IV de la constitución pastoral sobre la
Iglesia en el mundo de hoy, Gaudium et spes, donde leemos: «La comunidad política
y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo,
ambas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social
de los hombres. Este servicio lo realizarán tanto más eficazmente en bien de todos,
cuanto procuren mejor una sana cooperación entre ambas, teniendo en cuenta también
las circunstancias del lugar». La Iglesia —prosigue el Concilio—, «signo y salvaguardia
de la trascendencia de la persona humana», solo pide poder cumplir su misión de predicar
«la verdad evangélica» y de «iluminar todas las áreas de la actividad humana por medio
de su doctrina y del testimonio prestado por los fieles cristianos»[20]. En la declaración
sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, el Concilio califica la mencionada
libertad, que la Iglesia reclama también para sí, como «social y civil». En España,
las relaciones entre la Iglesia y el Estado están suficientemente bien reguladas por
los Acuerdos entre la Santa Sede y el Estado Español firmados en 1979. Los Acuerdos
reflejan fielmente tanto los principios enseñados por el Concilio Vaticano II a este
respecto, como los que emanan de la Constitución Española de 1978, especialmente de
lo que esta establece en los artículos 16 y 27, máxime si son interpretados a la luz
de lo que prescribe el artículo 10, 2.
2. En virtud de las exigencias de nuestro
ministerio pastoral, no podemos, pues, hacer el balance del Año de la fe, sin atender
a algunas circunstancias del momento actual de nuestra sociedad, e incluso de la sociedad
internacional, con claras implicaciones humanas y morales de notoria relevancia para
el bien común. a) La crisis económica que padece España, en el contexto de una
crisis europea y mundial, a pesar de que se atisben algunas señales del comienzo de
la recuperación, exige todavía un esfuerzo continuado y generoso. Es necesario reducir
sustancialmente el paro, en particular el que sufren tantos jóvenes, que incluso no
han podido acceder nunca a un puesto de trabajo. Este esfuerzo demanda una conversión
moral de todos los agentes sociales, que ha de manifestarse no solo en unos comportamientos
respetuosos de las exigencias fundamentales de la justicia y de la solidaridad, sino,
además, en actitudes de generosidad desprendida en favor del prójimo. Es lo que Benedicto
XVI llama en su encíclica Caritas in veritate, la actitud de la «gratuidad». El
principio de la gratuidad está activo en la ayuda generosa que los fieles y otras
personas prestan a los que más sufren la crisis, a través de la organización oficial
de la caridad de la Iglesia, que son las Cáritas parroquiales, diocesana y su federación
nacional, y a través de otras organizaciones o personalmente. Es justo reconocerlo
y agradecerlo. Sin esta ayuda la situación de muchos resultaría insostenible. Pero,
además, la gratuidad ha de expresarse también en las relaciones económicas de todo
tipo, como se explica en Caritas in veritate. b) Nos preocupa también que la unión
fraterna entre todos los ciudadanos de las distintas comunidades y territorios de
España, con muchos siglos de historia común, pudiera llegar a romperse. En los últimos
once años, la Conferencia Episcopal Española ha aclarado en tres ocasiones los criterios
morales y pastorales, de justicia y caridad —criterios que podemos calificar de prepolíticos—
según los cuales habrían de orientarse las conciencias de los católicos y que ofrecemos
también a todos los que deseen escucharnos. Esos criterios están hoy plenamente vigentes
y toman su fuerza de la Doctrina Social de la Iglesia acerca de los principios que
deben regir la vida de la comunidad política en orden a la promoción del bien común.
La unidad de la nación española es una parte principal del bien común de nuestra sociedad
que ha de ser tratada con responsabilidad moral. A esta responsabilidad pertenece
necesariamente el respeto de las normas básicas de la convivencia —como es la Constitución
Española— por parte de quienes llevan adelante la acción política. c) Sigue viva
también la preocupación por el presente y futuro del matrimonio y de la familia. Sus
problemas siguen siendo muy graves y de honda repercusión para el conjunto de la sociedad.
Es verdad que las leyes no son ni pueden ser la única ni tal vez la principal solución
de estos problemas. Pero las leyes injustas contribuyen mucho al agravamiento de los
problemas. Reiteramos una vez más la necesidad de leyes reconocedoras y protectoras
del matrimonio y de la familia. La actual legislación, que ni siquiera reconoce la
realidad humana del matrimonio en su especificidad con una institución o figura jurídica
adecuada, debe ser corregida y mejorada porque compromete seriamente el bien común. Pero
el egoísmo, que triunfa en la vida matrimonial y familiar de España tal vez como en
ningún otro campo de las relaciones sociales, debe ser combatido también en el ámbito
de la educación en general y, por supuesto, de la formación católica y de la atención
pastoral matrimonial y familiar. El papa Francisco ha puesto de relieve la trascendencia
del problema al convocar, de modo casi urgente, nada menos que dos Sínodos de los
Obispos consecutivos, en dos años, sobre la familia y su evangelización. Los procesos
sinodales se presentan como ocasiones providenciales no solo para tomar conciencia
más honda y precisa sobre la situación real de la pastoral familiar en nuestras diócesis,
sino también para revisar nuestro compromiso y mejorar nuestra atención en este campo.
«El primer ámbito que la fe ilumina en la sociedad de los hombres es la familia»[26],
escribe el papa Francisco en Lumen fidei. Recientemente, en el encuentro con las familias
en Roma, con motivo del Año de la fe, el papa ha exhortado a los esposos a «ponerse
en marcha y caminar juntos. ¡Y esto es el matrimonio! Ponerse en marcha y caminar
juntos, tomados de la mano, encomendándose a la gran mano del Señor. ¡Tomados de la
mano siempre y para toda la vida! ¡Y haciendo caso omiso de esa cultura de la provisionalidad,
que nos hace trizas la vida!". Nosotros, como Iglesia, nos empeñaremos más aún
en acompañar a los jóvenes hacia el matrimonio, y a las familias —jóvenes y no tan
jóvenes— en ese camino suyo de toda una vida, del que habla el papa. Y, al mismo tiempo,
solicitaremos con todo respeto e incansable insistencia a nuestros gobernantes un
giro positivo de la legislación y de la política sobre el matrimonio y la familia. d)
Nos preocupa también que las heridas causadas por el terrorismo a tantas víctimas
y a la sociedad entera no se curen por el camino del arrepentimiento, del propósito
de la enmienda y de la satisfacción de las víctimas. Es decir, que no se curen en
su raíz por el camino del perdón y de la misericordia buscada, aceptada y concedida
de corazón. e) En el ámbito más amplio de la comunidad internacional, recordamos
hoy al pueblo filipino, al que, como católicos y como españoles, nos sentimos particularmente
unidos por lazos históricos, religiosos y de familia. La tragedia que está sufriendo
en estos días a causa del desastre meteorológico padecido nos apena hondamente y nos
mueve a la oración por las víctimas y por tantas personas que lo han perdido todo.
Invitamos a todos a prestar también la ayuda material que sea posible a través de
Cáritas española, la federación de nuestras Cáritas diocesanas, uno de cuyos encargos
principales es acudir más allá de nuestras fronteras ayudando a ayudar a las Cáritas
locales, en este caso, a las de la Iglesia local de Filipinas. Lo agradecemos en nombre
del Señor. f) También queremos llamar la atención de los católicos y de toda la
sociedad acerca de los dramas que padecen tantos cristianos, de distintas confesiones,
sometidos a presiones y persecuciones de diverso tipo en varias partes del mundo.
Algunos han sufrido ataques sangrientos en los mismos lugares en los que se reunían
para el culto divino. Otros se ven acosados en su vida ordinaria y en su trabajo.
Muchos se han visto obligados a abandonar sus casas y su patria para poner a salvo
la vida o la tranquilidad de sus familias. Pensamos, en particular, en los cristianos
sirios, que malviven en los países vecinos, hacinados en campos de refugiados. Nuestras
comunidades y nuestros gobernantes deberían buscar los caminos más adecuados para
prestar una ayuda efectiva en la solución de los problemas más acuciantes. Pero, sobre
todo, no se debería olvidar el amplio campo de las relaciones diplomáticas y comerciales,
de modo que aquellos que sufren por causa de su fe, de su etnia o de su cultura, puedan
sentir al menos que no son abandonados a su suerte.
IV.
Elección de un nuevo secretario general Un punto importante del orden del
día de esta Asamblea Plenaria es la elección de un nuevo secretario general de la
Conferencia Episcopal. Según los Estatutos de la Conferencia, «la Secretaría General
es un instrumento al servicio de la Conferencia Episcopal para su información, para
la adecuada ejecución de sus decisiones y para la coordinación de las actividades
de todos los organismos de la Conferencia» (Art. 38). «Estará regida por un secretario
general elegido por la Asamblea Plenaria a propuesta de la Comisión Permanente» (Art.
39). «El secretario general ejercerá este cargo por un período de cinco años», con
una posible reelección, de acuerdo con lo establecido en la última reforma de los
Estatutos también para el presidente de la Conferencia y los demás cargos . Mons.
D. Juan Antonio Martínez Camino fue elegido secretario general en junio de 2003 y
reelegido en noviembre de 2008. Debemos, pues, proceder a la elección de un nuevo
secretario. Deseo agradecerle en nombre de todos los Hermanos a Mons. Martínez
Camino sus muchos años de sacrificado servicio a esta Casa. Que Dios se lo pague y
le conceda seguir sirviéndole con la misma generosa entrega. Que la Virgen María,
Reina y Madre de la Iglesia, nos asista en el trabajo de estos días para el bien de
nuestras Iglesias particulares y de la toda la Iglesia que peregrina en España. Muchas
gracias.