Mientras que uno echa la culpa a los otros, el otro se acusa a sí mismo
REFLEXION DOMINICAL jesuita Guillermo Ortiz
(RV).-
(Con audio) “Los otros son malos,
yo soy bueno”, dice el fariseo.
“¡Perdóname! Yo cometí el error”, dice el
publicano.
El modo de rezar del fariseo y del publicano en el evangelio de
Lucas, capítulo 18 versículos del 9 al 14, puede ser algo casual o pueden caracterizar
a la persona; su modo de sentir, pensar y actuar en la vida.
Esta vez, en el
marco de la celebración de la Jornada de la Familia, en el Año de la Fe: ¿Qué actitud
te parece que ayuda más en una familia, en una comunidad?
Entre “sos vos el
culpable” y el “perdoname”, hay un abismo. Son modos distintos, contrarios. Uno esconde
su responsabilidad detrás de prácticas vacías que terminan siendo una máscara o un
escudo para defender el egoísmo, la vanidad. Así se enfrenta al otro, se divide, separa,
crea un muro. Mientras que el otro protagonista del evangelio, cuando reconoce su
culpa y se hace cargo de su responsabilidad tiende un puente, abre el corazón a la
reparación, a la sanación, a la recuperación de la relación. Y tantas veces sucede,
como en el caso del injerto, que por la unión a través de una herida profunda crecen
frutos mejores.
Como en el evangelio se trata de dos modos distintos de rezar,
el fariseo termina haciendo el ridículo. ¡No se puede engañar a Dios que nos conoce
en lo profundo! Mientras que el publicano expone su herida más profunda, para que
allí se injerte y de fruto la caricia del perdón y el amor de Dios.
Generalmente
el modo de relacionarnos con Dios es el mismo que tenemos también con los demás. Vos
¿echas la culpa a los otros, o sos capaz de reconocer tu error?
La soberbia
es el extremo del pecado, la humildad es la plataforma de la comunión con el Señor
y con los demás. La soberbia nos separa. El perdón nos une en un mismo abrazo.
Como
una vasija de barro, el que les echa la culpa a los otros se queda con las culpas
propias adentro, disfrazas, tapadas, disimuladas, camufladas. Mientras que, el que
reconoce su falta, la aborrece y rechaza, se vacía de lo que no sirve, de lo que hace
daño, para llenarse de Dios y de todo lo bueno que el amor de Dios trae consigo.