“Emigrantes y refugiados: hacia un mundo mejor”: mensaje del Papa para la Jornada
Mundial sobre este tema
(RV).- “Emigrantes y refugiados no son peones sobre el tablero de la humanidad”. Lo
escribe el Papa Francisco en su mensaje para la próxima Jornada Mundial del Emigrante
y del Refugiado que se celebra el segundo domingo después de la Epifanía, el 19 de
enero del próximo año 2014, llegando así a su 100ª edición, puesto que fue Instituida
por el Papa Pío X en 1914.
El Santo Padre se refiere a los niños, a las mujeres
y a los hombres que abandonan o son obligados a abandonar sus casas por muchas razones,
que comparten el mismo deseo legítimo de conocer, de tener, pero sobre todo de ser
“algo más”. Y escribe que es impresionante el número de personas que emigra de un
continente a otro, así como de aquellos que se desplazan dentro de sus propios países
y de las propias zonas geográficas. Los flujos migratorios contemporáneos constituyen
el más vasto movimiento de personas, incluso de pueblos, de todos los tiempos. La
Iglesia, en camino con los emigrantes y los refugiados, se compromete a comprender
las causas de las migraciones, pero también a trabajar para superar sus efectos negativos
y valorizar los positivos en las comunidades de origen, tránsito y destino de los
movimientos migratorios.
Francisco concluye su mensaje dirigiéndose a los
queridos emigrantes y refugiados para pedirles que no pierdan la esperanza de que
también para ellos está reservado un futuro más seguro, con el deseo de que en sus
sendas puedan encontrar una mano tendida, puedan experimentar la solidaridad fraterna
y el calor de la amistad. A todos ellos y a los que gastan sus vidas y sus energías
a su lado el Pontífice les asegura su oración y les imparte de corazón su Bendición
Apostólica
Texto completo del mensaje del Papa Francisco
Queridos
hermanos y hermanas:
Nuestras sociedades están experimentando, como nunca antes
había sucedido en la historia, procesos de mutua interdependencia e interacción a
nivel global, que, si bien es verdad que comportan elementos problemáticos o negativos,
tienen el objetivo de mejorar las condiciones de vida de la familia humana, no sólo
en el aspecto económico, sino también en el político y cultural. Toda persona pertenece
a la humanidad y comparte con la entera familia de los pueblos la esperanza de un
futuro mejor. De esta constatación nace el tema que he elegido para la Jornada Mundial
del Emigrante y del Refugiado de este año: Emigrantes y refugiados: hacia un mundo
mejor.
Entre los resultados de los cambios modernos, el creciente fenómeno
de la movilidad humana emerge como un “signo de los tiempos”; así lo ha definido el
Papa Benedicto XVI (Cf. Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado
2006). Si, por un lado, las migraciones ponen de manifiesto frecuentemente las carencias
y lagunas de los estados y de la comunidad internacional, por otro, revelan también
las aspiraciones de la humanidad de vivir la unidad en el respeto de las diferencias,
la acogida y la hospitalidad que hacen posible la equitativa distribución de los bienes
de la tierra, la tutela y la promoción de la dignidad y la centralidad de todo ser
humano.
Desde el punto de vista cristiano, también en los fenómenos migratorios,
al igual que en otras realidades humanas, se verifica la tensión entre la belleza
de la creación, marcada por la gracia y la redención, y el misterio del pecado. El
rechazo, la discriminación y el tráfico de la explotación, el dolor y la muerte se
contraponen a la solidaridad y la acogida, a los gestos de fraternidad y de comprensión.
Despiertan una gran preocupación sobre todo las situaciones en las que la migración
no es sólo forzada, sino que se realiza incluso a través de varias modalidades de
trata de personas y de reducción a la esclavitud. El “trabajo esclavo” es hoy moneda
corriente. Sin embargo, y a pesar de los problemas, los riesgos y las dificultades
que se deben afrontar, lo que anima a tantos emigrantes y refugiados es el binomio
confianza y esperanza; ellos llevan en el corazón el deseo de un futuro mejor, no
sólo para ellos, sino también para sus familias y personas queridas.
¿Qué
supone la creación de un “mundo mejor”? Esta expresión no alude ingenuamente a concepciones
abstractas o a realidades inalcanzables, sino que orienta más bien a buscar un desarrollo
auténtico e integral, a trabajar para que haya condiciones de vida dignas para todos,
para que sea respetada, custodiada y cultivada la creación que Dios nos ha entregado.
El venerable Pablo VI describía con estas palabras las aspiraciones de los hombres
de hoy: «Verse libres de la miseria, hallar con más seguridad la propia subsistencia,
la salud, una ocupación estable; participar todavía más en las responsabilidades,
fuera de toda opresión y al abrigo de situaciones que ofenden su dignidad de hombres;
ser más instruidos; en una palabra, hacer, conocer y tener más para ser más» (Cart.
enc. Populorum progressio, 26 marzo 1967, 6).
Nuestro corazón desea “algo más”,
que no es simplemente un conocer más o tener más, sino que es sobre todo un ser más.
No se puede reducir el desarrollo al mero crecimiento económico, obtenido con frecuencia
sin tener en cuenta a las personas más débiles e indefensas. El mundo sólo puede mejorar
si la atención primaria está dirigida a la persona, si la promoción de la persona
es integral, en todas sus dimensiones, incluida la espiritual; si no se abandona a
nadie, comprendidos los pobres, los enfermos, los presos, los necesitados, los forasteros
(Cf. Mt 25,31-46); si somos capaces de pasar de una cultura del rechazo a una cultura
del encuentro y de la acogida.
Emigrantes y refugiados no son peones sobre
el tablero de la humanidad. Se trata de niños, mujeres y hombres que abandonan o son
obligados a abandonar sus casas por muchas razones, que comparten el mismo deseo legítimo
de conocer, de tener, pero sobre todo de ser “algo más”. Es impresionante el número
de personas que emigra de un continente a otro, así como de aquellos que se desplazan
dentro de sus propios países y de las propias zonas geográficas. Los flujos migratorios
contemporáneos constituyen el más vasto movimiento de personas, incluso de pueblos,
de todos los tiempos. La Iglesia, en camino con los emigrantes y los refugiados, se
compromete a comprender las causas de las migraciones, pero también a trabajar para
superar sus efectos negativos y valorizar los positivos en las comunidades de origen,
tránsito y destino de los movimientos migratorios.
Al mismo tiempo que animamos
el progreso hacia un mundo mejor, no podemos dejar de denunciar por desgracia el escándalo
de la pobreza en sus diversas dimensiones. Violencia, explotación, discriminación,
marginación, planteamientos restrictivos de las libertades fundamentales, tanto de
los individuos como de los colectivos, son algunos de los principales elementos de
pobreza que se deben superar. Precisamente estos aspectos caracterizan muchas veces
los movimientos migratorios, unen migración y pobreza. Para huir de situaciones de
miseria o de persecución, buscando mejores posibilidades o salvar su vida, millones
de personas comienzan un viaje migratorio y, mientras esperan cumplir sus expectativas,
encuentran frecuentemente desconfianza, cerrazón y exclusión, y son golpeados por
otras desventuras, con frecuencia muy graves y que hieren su dignidad humana.
La
realidad de las migraciones, con las dimensiones que alcanza en nuestra época de globalización,
pide ser afrontada y gestionada de un modo nuevo, equitativo y eficaz, que exige en
primer lugar una cooperación internacional y un espíritu de profunda solidaridad y
compasión. Es importante la colaboración a varios niveles, con la adopción, por parte
de todos, de los instrumentos normativos que tutelen y promuevan a la persona humana.
El Papa Benedicto XVI trazó las coordenadas afirmando que: «Esta política hay que
desarrollarla partiendo de una estrecha colaboración entre los países de procedencia
y de destino de los emigrantes; ha de ir acompañada de adecuadas normativas internacionales
capaces de armonizar los diversos ordenamientos legislativos, con vistas a salvaguardar
las exigencias y los derechos de las personas y de las familias emigrantes, así como
las de las sociedades de destino» (Cart. enc. Caritas in veritate, 19 junio 2009,
62). Trabajar juntos por un mundo mejor exige la ayuda recíproca entre los países,
con disponibilidad y confianza, sin levantar barreras infranqueables. Una buena sinergia
animará a los gobernantes a afrontar los desequilibrios socioeconómicos y la globalización
sin reglas, que están entre las causas de las migraciones, en las que las personas
no son tanto protagonistas como víctimas. Ningún país puede afrontar por sí solo las
dificultades unidas a este fenómeno que, siendo tan amplio, afecta en este momento
a todos los continentes en el doble movimiento de inmigración y emigración.
Es
importante subrayar además cómo esta colaboración comienza ya con el esfuerzo que
cada país debería hacer para crear mejores condiciones económicas y sociales en su
patria, de modo que la emigración no sea la única opción para quien busca paz, justicia,
seguridad y pleno respeto de la dignidad humana. Crear oportunidades de trabajo en
las economías locales, evitará también la separación de las familias y garantizará
condiciones de estabilidad y serenidad para los individuos y las colectividades.
Por
último, mirando a la realidad de los emigrantes y refugiados, quisiera subrayar un
tercer elemento en la construcción de un mundo mejor, y es el de la superación de
los prejuicios y preconcepciones en la evaluación de las migraciones. De hecho, la
llegada de emigrantes, de prófugos, de los que piden asilo o de refugiados, suscita
en las poblaciones locales con frecuencia sospechas y hostilidad. Nace el miedo de
que se produzcan convulsiones en la paz social, que se corra el riesgo de perder la
identidad o cultura, que se alimente la competencia en el mercado laboral o, incluso,
que se introduzcan nuevos factores de criminalidad. Los medios de comunicación social,
en este campo, tienen un papel de gran responsabilidad: a ellos compete, en efecto,
desenmascarar estereotipos y ofrecer informaciones correctas, en las que habrá que
denunciar los errores de algunos, pero también describir la honestidad, rectitud y
grandeza de ánimo de la mayoría. En esto se necesita por parte de todos un cambio
de actitud hacia los inmigrantes y los refugiados, el paso de una actitud defensiva
y recelosa, de desinterés o de marginación – que, al final, corresponde a la “cultura
del rechazo” – a una actitud que ponga como fundamento la “cultura del encuentro”,
la única capaz de construir un mundo más justo y fraterno, un mundo mejor. También
los medios de comunicación están llamados a entrar en esta “conversión de las actitudes”
y a favorecer este cambio de comportamiento hacia los emigrantes y refugiados.
Pienso
también en cómo la Sagrada Familia de Nazaret ha tenido que vivir la experiencia del
rechazo al inicio de su camino: María «dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió
en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada»
(Lc 2, 7). Es más, Jesús, María y José han experimentado lo que significa dejar su
propia tierra y ser emigrantes: amenazados por el poder de Herodes, fueron obligados
a huir y a refugiarse en Egipto (Cf. Mt 2, 13-14). Pero el corazón materno de María
y el corazón atento de José, Custodio de la Sagrada Familia, han conservado siempre
la confianza en que Dios nunca les abandonará. Que por su intercesión, esta misma
certeza esté siempre firme en el corazón del emigrante y el refugiado.
La
Iglesia, respondiendo al mandato de Cristo «Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos»,
está llamada a ser el Pueblo de Dios que abraza a todos los pueblos, y lleva a todos
los pueblos el anuncio del Evangelio, porque en el rostro de cada persona está impreso
el rostro de Cristo. Aquí se encuentra la raíz más profunda de la dignidad del ser
humano, que debe ser respetada y tutelada siempre. El fundamento de la dignidad de
la persona no está en los criterios de eficiencia, de productividad, de clase social,
de pertenencia a una etnia o grupo religioso, sino en el ser creados a imagen y semejanza
de Dios (Cf. Gn 1, 26-27) y, más aún, en el ser hijos de Dios; cada ser humano es
hijo de Dios. En él está impresa la imagen de Cristo. Se trata, entonces, de que nosotros
seamos los primeros en verlo y así podamos ayudar a los otros a ver en el emigrante
y en el refugiado no sólo un problema que debe ser afrontado, sino un hermano y una
hermana que deben ser acogidos, respetados y amados, una ocasión que la Providencia
nos ofrece para contribuir a la construcción de una sociedad más justa, una democracia
más plena, un país más solidario, un mundo más fraterno y una comunidad cristiana
más abierta, de acuerdo con el Evangelio. Las migraciones pueden dar lugar a posibilidades
de nueva evangelización, a abrir espacios para que crezca una nueva humanidad, preanunciada
en el misterio pascual, una humanidad para la cual cada tierra extranjera es patria
y cada patria es tierra extranjera.
Queridos emigrantes y refugiados. No pierdan
la esperanza de que también para ustedes está reservado un futuro más seguro, que
en sus sendas puedan encontrar una mano tendida, que puedan experimentar la solidaridad
fraterna y el calor de la amistad. A todos ustedes y a aquellos que gastan sus vidas
y sus energías a su lado les aseguro mi oración y les imparto de corazón la Bendición
Apostólica.