Obsesionados en ser servidores de la comunión y de la cultura del encuentro
(RV).- Las actividades del Papa en Río iniciaron el sábado por la mañana con la celebración
de la Santa Misa con los Obispos de la JMJ, los sacerdotes, religiosos y seminaristas
en la Catedral de Río de Janeiro. En este encuentro, aún más significativo en el curso
del Año de la Fe, el Santo Padre recordó a los presentes que lo que los guía es la
certeza humilde y feliz de quien ha sido encontrado, alcanzado y transformado por
la Verdad que es Cristo, y no puede dejar de proclamarla (RC-RV)
Homilía
del Papa corregida (Audio) Amados hermanos
en Cristo,
Viendo esta catedral llena de obispos, sacerdotes, seminaristas,
religiosos y religiosas venidos del mundo entero, pienso en las palabras del Salmo
de la misa de hoy: «Que las naciones Te glorifiquen, Oh Señor » (Sal 66).
Sí,
estamos aquí para alabar al Señor, y lo hacemos reafirmando nuestra voluntad de ser
instrumentos suyos, para que alaben a Dios no sólo algunos pueblos, sino todos. Con
la misma parresia de Pablo y Bernabé, queremos anunciar el Evangelio a nuestros jóvenes
para que encuentren a Cristo, y se conviertan en constructores de un mundo más fraterno.
En este sentido, quisiera reflexionar con ustedes sobre tres aspectos de nuestra vocación:
llamados por Dios, llamados a anunciar el Evangelio, llamados a promover la cultura
del encuentro.
1. Llamados por Dios. Creo que es importante reavivar
siempre en nosotros este hecho, que a menudo damos por descontado entre tantos compromisos
cotidianos: «No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a
ustedes», dice Jesús (Jn 15,16). Es un caminar de nuevo hasta la fuente de nuestra
llamada. Por eso un obispo, un sacerdote, un consagrado, una consagrada, un seminarista,
no puede ser un desmemoriado. Pierde la referencia esencial al inicio de su camino.
Pedir la gracia, pedirle a la Virgen. Ella tiene buena memoria, la gracia de ser
memoriosos, de ese primer llamado.
Hemos sido llamados por Dios y llamados
para permanecer con Jesús (cf. Mc 3,14), unidos a Él. En realidad, este vivir este
permanecer en Cristo marca todo lo que somos y lo que hacemos. Es precisamente la
«vida en Cristo» lo que garantiza nuestra eficacia apostólica y la fecundidad de nuestro
servicio: «Soy yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto,
y ese fruto sea verdadero» (Jn 15,16). No es la creatividad, por más pastoral que
sea, no son los encuentros o las planificaciones lo que aseguran los frutos, si bien
ayudan y mucho, sino lo que asegura el fruto es ser fieles a Jesús, que nos dice con
insistencia: «Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes» (Jn 15,4). Y sabemos
muy bien lo que eso significa: contemplarlo, adorarlo y abrazarlo. En nuestro encuentro
cotidiano con Él en la Eucaristía, nuestros momentos de adoración y también reconocerlo
presente y abrazarlo en las personas más necesitadas. El «permanecer» con Cristo no
significa aislarse, sino un permanecer para ir al encuentro de los otros. Quiero acá
recordar algunas palabras de la beata Madre Teresa de Calcuta, dice así: «Debemos
estar muy orgullosos de nuestra vocación, que nos da la oportunidad de servir a Cristo
en los pobres. Es en las «favelas»", en los «cantegriles», en las «villas miseria»
donde hay que ir a buscar y servir a Cristo. Debemos ir a ellos como el sacerdote
se acerca al altar: con alegría» (Mother Instructions, I, p. 80). Hasta aquí la beata.
Jesús es el Buen Pastor, es nuestro verdadero tesoro, por favor, ¡no lo borremos de
nuestra vida! Enraicemos cada vez más nuestro corazón en Él (cf. Lc 12,34).
2.
Llamados a anunciar el Evangelio. Muchos de ustedes, queridos Obispos y sacerdotes,
si no todos, han venido para acompañar a los jóvenes a la Jornada Mundial de la Juventud.
También ellos han escuchado las palabras del mandato de Jesús: «Vayan, y hagan discípulos
a todas las naciones» (cf. Mt 28,19). Es nuestro compromiso de pastores es ayudarlos
a que arda en su corazón el deseo de ser discípulos misioneros de Jesús. Ciertamente,
muchos podrían sentirse un poco asustados ante esta invitación, pensando que ser misioneros
significa necesariamente abandonar el país, la familia y los amigos. Dios quiere que
seamos misioneros. ¿Dónde estamos? Donde Él nos pone, en nuestra Patria, o donde Él
nos ponga. Ayudemos a los jóvenes a darse cuenta de que ser discípulos misioneros
es una consecuencia de ser bautizados, es parte esencial del ser cristiano, y que
el primer lugar donde se ha de evangelizar es la propia casa, el ambiente de estudio
o de trabajo, la familia y los amigos. Ayudémos a los jóvenes. Pongámosle la oreja
para escuchar sus ilusiones, necesitan ser escuchados, para escuchar sus logros, para
escuchar sus dificultades, es estar sentados, escuchando quizás el mismo libreto,
pero con música diferente, con identidades diferentes. La paciencia de escuchar. Eso
se los pido de todo corazón. En el confesionario, en la dirección espiritual, en el
acompañamiento. Sepamos perder tiempo con ellos. Sembrar cuesta y cansa, ¡cansa muchísimo!
Y es mucho más gratificante gozar de la cosecha… ¡que vivo! Todos gozamos más con
la cosecha! Pero Jesús nos pide que sembremos en serio.
No escatimemos
esfuerzos en la formación de los jóvenes. San Pablo, dirigiéndose a sus cristianos,
utiliza una expresión, que él hizo realidad en su vida: «Hijos míos, por quienes estoy
sufriendo nuevamente los dolores del parto hasta que Cristo sea formado en ustedes»
(Ga 4,19). Que también nosotros la hagamos realidad en nuestro ministerio. Ayudar
a nuestros jóvenes a redescubrir el valor y la alegría de la fe, la alegría de ser
amados personalmente por Dios, esto es muy difícil, pero cuando un joven lo entiende,
un joven lo siente con la Unción que le da el Espíritu Santo, este “ser amado personalmente
por Dios”, lo acompaña toda la vida después. La alegría que ha dado a su Hijo Jesús
por nuestra salvación. Educarlos en la misión, salir, ponerse en marcha, a ser callejeros
de la fe. Así hizo Jesús con sus discípulos: no los mantuvo pegados a él como la
gallina con los pollitos; los envió. No podemos quedarnos enclaustrados en la parroquia,
en nuestra comunidad, en nuestra institución parroquial o en nuestra institución diocesana,
cuando tantas personas están esperando el Evangelio, salir enviados. No es un simple
abrir la puerta para que vengan, para acoger, sino salir por la puerta para buscar
y encontrar. Empujémos a los jóvenes para que salgan. Por supuesto que van a hacer
macanas. ¡No tengamos miedo! Los apóstoles las hicieron antes de nosotros. Empujémoslos
a salir! Pensemos con decisión en la pastoral desde la periferia, comenzando por los
que están más alejados, los que no suelen frecuentar la parroquia. Ellos son los invitados
VIP.
Tercero, ser llamados por Jesús, llamados para evangelizar y tercero:
3.
Llamados a promover la cultura del encuentro. En muchos ambientes, y en general en
este humanismo economicista que se nos impuso en el mundo, se ha abierto paso una cultura de la exclusión, una «cultura del descarte». No hay lugar
para el anciano ni para el hijo no deseado; no hay tiempo para detenerse con aquel
pobre en la calle. A veces parece que, para algunos, las relaciones humanas estén
reguladas por dos «dogmas»: eficiencia y pragmatismo. Queridos obispos, sacerdotes,
religiosos, religiosas y también ustedes, seminaristas que se preparan para el ministerio,
tengan el valor de ir contracorriente de esa cultura, ¡tener el coraje! Acuérdense,
y esto me hace tan bien, y lo medito con frecuencia: Agarren el Primer Libro de los
Macabeos, acuérdense cuando quisieron ponerse al tono de la cultura de la época. “No...!
Dejemos, no…! Comamos de todo como toda la gente… Bueno, la Ley si, pero que no sea
tanto…” Y fueron dejando la fe para estar metidos en la corriente de esta cultura.
Tengan el valor de ir contracorriente de esta cultura efiscientista, de esta cultura
del descarte. El encuentro y la acogida de todos, la solidaridad y la fraternidad,
son los elementos que hacen nuestra civilización verdaderamente humana.
Servidores
de la comunión y de la cultura del encuentro. Los quisiera casi obsesionar en este
sentido. Y hacerlos, sin ser presuntuosos imponiendo «nuestra verdad». Más bien guiados
por la certeza humilde y feliz de quien ha sido encontrado, alcanzado y transformado
por la Verdad que es Cristo, y no puede dejar de proclamarla (cf. Lc 24,13-35).
Queridos
hermanos y hermanas, estamos llamados por Dios, con nombre y apellido, cada uno de
nosotros, llamados a anunciar el Evangelio y a promover con alegría la cultura del
encuentro. La Virgen María es nuestro modelo. En su vida ha dado el «ejemplo de aquel
amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de
la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm. Lumen gentium, 65).
Le pedimos que nos enseñe a encontrarnos
cada día con Jesús. Y cuando nos hacemos los distraídos, que tenemos muchas cosas,
es decir, el sagrario queda abandonado, que nos lleve de la mano. Pidámoselo, María,
Madre, cuando ande medio así, por otro lado, llevame de la mano, que nos empuje al
salir al encuentro de tantos hermanos y hermanas que están en la periferia, que tienen
sed de Dios y no hay quien se las anuncie. Que no nos eche de casa, pero que nos empuje
a salir de casa. Y así seamos discípulos del Señor. Que Ella nos conceda a todos esta
gracia (MP-RV)