En Aparecida, Dios ha ofrecido su propia Madre al Brasil
(RV).- Luego de las actividades de la mañana del sábado, el Papa Francisco encontróen el Arzobispado de Río de Janeiro a los Cardenales del Brasil, a la Presidencia
de la C.N.B.B. ( la Conferencia Nacional de Obispos del Brasil: la más numerosa del
mundo), a y los Obispos brasileños, almorzando luego con ellos. “Que la Virgen
Inmaculada de Aparecida sea la estrella que ilumine el compromiso de ustedes y su
camino para llevar a Cristo, como ella ha hecho, a todo hombre y a toda mujer de este
inmenso país. Será él, como lo hizo con los dos discípulos confusos y desilusionados
de Emaús, quien haga arder el corazón y dé nueva y segura esperanza”, fue el deseo
del Santo Padre.
Texto del discurso del Papa a los obispos brasileños Queridos hermanos ¡Qué bueno y hermoso encontrarme aquí con ustedes,
obispos de Brasil! Gracias por haber venido, y permítanme que les hable
como amigos; por eso prefiero hablarles en español, para poder expresar mejor lo que
llevo en el corazón. Les pido disculpas. Estamos reunidos aquí,
un poco apartados, en este lugar preparado por nuestro hermano Mons. Orani, para estar
solos y poder hablar de corazón a corazón, como pastores a los que Dios ha confiado
su rebaño. En las calles de Río, jóvenes de todo el mundo y muchas otras multitudes
nos esperan, necesitados de ser alcanzados por la mirada misericordiosa de Cristo,
el Buen Pastor, al que estamos llamados a hacer presente. Gustemos, pues, este momento
de descanso, de compartir, de verdadera fraternidad. Deseo abrazar
a todos y a cada uno, comenzando por el Presidente de la Conferencia Episcopal y el
Arzobispo de Río de Janeiro, y especialmente a los obispos eméritos. Más
que un discurso formal, quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones. La
primera me ha venido a la mente cuando he visitado el santuario de Aparecida. Allí,
a los pies de la imagen de la Inmaculada Concepción, he rezado por ustedes, por sus
Iglesias, por los sacerdotes, religiosos y religiosas, por los seminaristas, por los
laicos y sus familias y, en particular, por los jóvenes y los ancianos; ambos son
la esperanza de un pueblo: los jóvenes, porque llevan la fuerza, la ilusión, la esperanza
del futuro; los ancianos, porque son la memoria, la sabiduría de un pueblo.
1.
Aparecida: clave de lectura para la misión de la Iglesia En
Aparecida, Dios ha ofrecido su propia Madre al Brasil. Pero Dios ha dado también en
Aparecida una lección sobre sí mismo, sobre su forma de ser y de actuar. Una lección
de esa humildad que pertenece a Dios como un rasgo esencial, está en el adn de Dios.
En Aparecida hay algo perenne que aprender sobre Dios y sobre la Iglesia; una enseñanza
que ni la Iglesia en Brasil, ni Brasil mismo deben olvidar. En el origen
del evento de Aparecida está la búsqueda de unos pobres pescadores. Mucha hambre y
pocos recursos. La gente siempre necesita pan. Los hombres comienzan siempre por sus
necesidades, también hoy. Tienen una barca frágil, inadecuada; tienen redes
viejas, tal vez también deterioradas, insuficientes. En primer lugar
aparece el esfuerzo, quizás el cansancio de la pesca, y, sin embargo, el resultado
es escaso: un revés, un fracaso. A pesar del sacrificio, las redes están vacías. Después,
cuando Dios quiere, él mismo aparece en su misterio. Las aguas son profundas y, sin
embargo, siempre esconden la posibilidad de Dios; y él llegó por sorpresa, tal vez
cuando ya no se le esperaba. Siempre se pone a prueba la paciencia de los que le esperan.
Y Dios llegó de un modo nuevo, porque siempre puede reinventarse: una imagen de frágil
arcilla, ennegrecida por las aguas del río, y también envejecida por el tiempo. Dios
aparece siempre con aspecto de pequeñez. Así apareció entonces la
imagen de la Inmaculada Concepción. Primero el cuerpo, luego la cabeza, después cuerpo
y cabeza juntos: unidad. Lo que estaba separado recobra la unidad. El Brasil colonial
estaba dividido por el vergonzoso muro de la esclavitud. La Virgen de Aparecida se
presenta con el rostro negro, primero dividida y después unida en manos de los pescadores. Hay
una enseñanza perenne que Dios quiere ofrecer. Su belleza reflejada en la Madre, concebida
sin pecado original, emerge de la oscuridad del río. En Aparecida, desde el principio,
Dios nos da un mensaje de recomposición de lo que está separado, de reunión de lo
que está dividido. Los muros, barrancos y distancias, que también hoy existen, están
destinados a desaparecer. La Iglesia no puede desatender esta lección: ser instrumento
de reconciliación. Los pescadores no desprecian el misterio encontrado
en el río, aun cuando es un misterio que aparece incompleto. No tiran las partes del
misterio. Esperan la plenitud. Y ésta no tarda en llegar. Hay algo sabio que hemos
de aprender. Hay piezas de un misterio, como teselas de un mosaico, que encontramos
y vemos. Nosotros queremos ver el todo con demasiada prisa, mientras que Dios se hace
ver poco a poco. También la Iglesia debe aprender esta espera. Después,
los pescadores llevan a casa el misterio. La gente sencilla siempre tiene espacio
para albergar el misterio. Tal vez hemos reducido nuestro hablar del misterio a una
explicación racional; pero en la gente, el misterio entra por el corazón. En la casa
de los pobres, Dios siempre encuentra sitio. Los pescadores «agasalham»:
arropan el misterio de la Virgen que han pescado, como si tuviera frío y necesitara
calor. Dios pide que se le resguarde en la parte más cálida de nosotros mismos: el
corazón. Después será Dios quien irradie el calor que necesitamos, pero primero entra
con la astucia de quien mendiga. Los pescadores cubren el misterio de la Virgen con
el pobre manto de su fe. Llaman a los vecinos para que vean la belleza encontrada,
se reúnen en torno a ella, cuentan sus penas en su presencia y le encomiendan sus
preocupaciones. Hacen posible así que las intenciones de Dios se realicen: una gracia,
y luego otra; una gracia que abre a otra; una gracia que prepara a otra. Dios va desplegando
gradualmente la humildad misteriosa de su fuerza. Hay mucho que aprender
de esta actitud de los pescadores. Una iglesia que da espacio al misterio de Dios;
una iglesia que alberga en sí misma este misterio, de manera que pueda maravillar
a la gente, atraerla. Sólo la belleza de Dios puede atraer. El camino de Dios es el
de la atracción, la fascinación. A Dios, uno se lo lleva a casa. Él despierta en el
hombre el deseo de tenerlo en su propia vida, en su propio hogar, en el propio corazón.
Él despierta en nosotros el deseo de llamar a los vecinos para dar a conocer su belleza.
La misión nace precisamente de este hechizo divino, de este estupor del encuentro.
Hablamos de la misión, de Iglesia misionera. Pienso en los pescadores que llaman a
sus vecinos para que vean el misterio de la Virgen. Sin la sencillez de su actitud,
nuestra misión está condenada al fracaso. La Iglesia siempre tiene
necesidad apremiante de no olvidar la lección de Aparecida, no la puede desatender.
Las redes de la Iglesia son frágiles, quizás remendadas; la barca de la Iglesia no
tiene la potencia de los grandes transatlánticos que surcan los océanos. Y, sin embargo,
Dios quiere manifestarse precisamente a través de nuestros medios, medios pobres,
porque es siempre él quien actúa. Queridos hermanos, el resultado del trabajo
pastoral no se basa en la riqueza de los recursos, sino en la creatividad del amor.
Ciertamente, es necesaria la tenacidad, el esfuerzo, el trabajo, la planificación,
la organización, pero hay que saber ante todo que la fuerza de la Iglesia no reside
en sí misma, sino que está escondida en las aguas profundas de Dios, en las que ella
está llamada a echar las redes. Otra lección que la Iglesia ha de
recordar siempre es que no puede alejarse de la sencillez, de lo contrario olvida
el lenguaje del misterio, y no sólo se queda fuera, a las puertas del misterio, sino
que ni siquiera consigue entrar en aquellos que pretenden de la Iglesia lo no pueden
darse por sí mismos, es decir, Dios mismo. A veces perdemos a quienes no nos entienden
porque hemos olvidado la sencillez, importando de fuera también una racionalidad ajena
a nuestra gente. Sin la gramática de la simplicidad, la Iglesia se ve privada de las
condiciones que hacen posible «pescar» a Dios en las aguas profundas de su misterio. Una
última anotación: Aparecida se hizo presente en un cruce de caminos. La vía que unía
Río de Janeiro, la capital, con San Pablo, la provincia emprendedora que estaba naciendo,
y Minas Gerais, las minas tan codiciadas por la Cortes europeas: una encrucijada del
Brasil colonial. Dios aparece en los cruces. La Iglesia en Brasil no puede olvidar
esta vocación inscrita en ella desde su primer aliento: ser capaz de sístole y diástole,
de recoger y difundir.
2. Aprecio por la trayectoria de la Iglesia
en Brasil Los obispos de Roma han llevado siempre en su corazón
a Brasil y a su Iglesia. Se ha logrado un maravilloso recorrido. De 12 diócesis durante
el Concilio Vaticano I a las actuales 275 circunscripciones. No ha sido la expansión
de un aparato o de una empresa, sino más bien el dinamismo de los «cinco panes y dos
peces» evangélicos, que, en contacto con la bondad del Padre, en manos encallecidas
han sido fecundos. Hoy deseo reconocer el trabajo sin reservas de ustedes,
Pastores, en sus Iglesias. Pienso en los obispos que están en la selva, subiendo y
bajando por los ríos, en las zonas semiáridas, en el Pantanal, en la pampa, en las
junglas urbanas de las megalópolis. Amen siempre con una dedicación total a su grey.
Pero pienso también en tantos nombres y tantos rostros que han dejado una huella indeleble
en el camino de la Iglesia en Brasil, haciendo palpable la gran bondad de Dios para
con esta iglesia. Los obispos de Roma siempre han estado cerca;
han seguido, animado, acompañado. En las últimas décadas, el beato Juan XXIII invitó
con insistencia a los obispos brasileños a preparar su primer plan pastoral y, desde
entonces, se ha desarrollado una verdadera tradición pastoral en Brasil, logrando
que la Iglesia no fuera un trasatlántico a la deriva, sino que tuviera siempre una
brújula. El Siervo de Dios Pablo VI, además de alentar la recepción del Concilio Vaticano
II con fidelidad, pero también con rasgos originales (cf. Asamblea General del celam
en Medellín), influyó decisivamente en la autoconciencia de la Iglesia en Brasil mediante
el Sínodo sobre la evangelización y el texto fundamental de referencia, que sigue
siendo la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi. El beato Juan Pablo II visitó
Brasil en tres ocasiones, recorriéndolo «de cabo a rabo», de norte a sur, insistiendo
en la misión pastoral de la Iglesia, en la comunión y la participación, en la preparación
del Gran Jubileo, en la nueva evangelización. Benedicto XVI eligió Aparecida para
celebrar la V Asamblea General del celam, y esto ha dejado una huella profunda en
la Iglesia de todo el continente. La Iglesia en Brasil ha recibido y aplicado
con originalidad el Concilio Vaticano II y el camino recorrido, aunque ha debido superar
algunas enfermedades infantiles, ha llevado gradualmente a una Iglesia más madura,
generosa y misionera. Hoy nos encontramos en un nuevo momento. Como ha
expresado bien el Documento de Aparecida, no es una época de cambios, sino un cambio
de época. Entonces, también hoy es urgente preguntarse: ¿Qué nos pide Dios? Quisiera
intentar ofrecer algunas líneas de respuesta a esta pregunta.
3.
El icono de Emaús como clave de lectura del presente y del futuro. Ante
todo, no hemos de ceder al miedo del que hablaba el Beato John Henry Newman: «El mundo
cristiano se está haciendo estéril, y se agota como una tierra sobreexplotada, que
se convierte en arena». No hay que ceder al desencanto, al desánimo, a las lamentaciones.
Hemos trabajado mucho, y a veces nos parece que hemos fracasado, como quien debe hacer
balance de una temporada ya perdida, viendo a quienes se han marchado o ya no nos
consideran creíbles, relevantes. Releamos una vez más el episodio de Emaús
desde este punto de vista (Lc 24, 13-15). Los dos discípulos huyen de Jerusalén. Se
alejan de la «desnudez» de Dios. Están escandalizados por el fracaso del Mesías en
quien habían esperado y que ahora aparece irremediablemente derrotado, humillado,
incluso después del tercer día (vv. 24,17-21). Es el misterio difícil de quien abandona
la Iglesia; de aquellos que, tras haberse dejado seducir por otras propuestas, creen
que la Iglesia —su Jerusalén— ya no puede ofrecer algo significativo e importante.
Y, entonces, van solos por el camino con su propia desilusión. Tal vez la Iglesia
se ha mostrado demasiado débil, demasiado lejana de sus necesidades, demasiado pobre
para responder a sus inquietudes, demasiado fría para con ellos, demasiado autorreferencial,
prisionera de su propio lenguaje rígido; tal vez el mundo parece haber convertido
a la Iglesia en una reliquia del pasado, insuficiente para las nuevas cuestiones;
quizás la Iglesia tenía respuestas para la infancia del hombre, pero no para su edad
adulta. El hecho es que actualmente hay muchos como los dos discípulos de Emaús; no
sólo los que buscan respuestas en los nuevos y difusos grupos religiosos, sino también
aquellos que parecen vivir ya sin Dios, tanto en la teoría como en la práctica. Ante
esta situación, ¿qué hacer? Hace falta una Iglesia que no tenga miedo a
entrar en su noche. Necesitamos una Iglesia capaz de encontrarse en su camino. Necesitamos
una Iglesia capaz de entrar en su conversación. Necesitamos una Iglesia que sepa dialogar
con aquellos discípulos que, huyendo de Jerusalén, vagan sin una meta, solos, con
su propio desencanto, con la decepción de un cristianismo considerado ya estéril,
infecundo, impotente para generar sentido. La globalización implacable,
la urbanización a menudo salvaje, prometían mucho. Así que muchos se han enamorado
de las posibilidades de la globalización, y en ella hay algo realmente positivo. Pero
muchos olvidan el lado oscuro: la confusión del sentido de la vida, la desintegración
personal, la pérdida de la experiencia de pertenecer a un cualquier «nido», la violencia
sutil pero implacable, la ruptura interior y las fracturas en las familias, la soledad
y el abandono, las divisiones y la incapacidad de amar, de perdonar, de comprender,
el veneno interior que hace de la vida un infierno, la necesidad de ternura por sentirse
tan inadecuados e infelices, los intentos fallidos de encontrar respuestas en la droga,
el alcohol, el sexo, convertidos en otras tantas prisiones. Y muchos han
buscado atajos, porque la «medida» de la gran Iglesia parece demasiado alta. Muchos
han pensado: la idea del hombre es demasiado grande para mí, el ideal de vida que
propone está fuera de mis posibilidades, la meta a perseguir es inalcanzable, lejos
de mi alcance. Sin embargo —siguen pensando—, no puedo vivir sin tener al menos algo,
aunque sea una caricatura, de eso que es demasiado alto para mí, de lo que no me puedo
permitir. Con la desilusión en el corazón, han ido en busca de alguien que les ilusione
de nuevo. La gran sensación de abandono y soledad, de no pertenecerse
ni siquiera a sí mismos, que surge a menudo en esta situación, es demasiado dolorosa
para acallarla. Hace falta un desahogo y, entonces, queda la vía del lamento: ¿Cómo
hemos podido llegar hasta este punto? Pero incluso el lamento se convierte a su vez
en un boomerang que vuelve y termina por aumentar la infelicidad. Hay pocos que todavía
saben escuchar el dolor; al menos, hay que anestesiarlo. Hoy hace falta
una Iglesia capaz de acompañar, de ir más allá del mero escuchar; una Iglesia que
acompañe en el camino poniéndose en marcha con la gente; una Iglesia que pueda descifrar
esa noche que entraña la fuga de Jerusalén de tantos hermanos y hermanas; una Iglesia
que se dé cuenta de que las razones por las que hay quien se aleja, contienen ya en
sí mismas también los motivos para un posible retorno, pero es necesario saber leer
el todo con valentía. Quisiera que hoy nos preguntáramos todos: ¿Somos
aún una Iglesia capaz de inflamar el corazón? ¿Una Iglesia que pueda hacer volver
a Jerusalén? ¿De acompañar a casa? En Jerusalén residen nuestras fuentes: Escritura,
catequesis, sacramentos, comunidad, la amistad del Señor, María y los Apóstoles...
¿Somos capaces todavía de presentar estas fuentes, de modo que se despierte la fascinación
por su belleza? Muchos se han ido porque se les ha prometido algo más alto,
algo más fuerte, algo más veloz. Pero, ¿hay algo más alto que el amor revelado
en Jerusalén? Nada es más alto que el abajamiento de la cruz, porque allí se alcanza
verdaderamente la altura del amor. ¿Somos aún capaces de mostrar esta verdad a quienes
piensan que la verdadera altura de la vida esté en otra parte? ¿Alguien
conoce algo de más fuerte que el poder escondido en la fragilidad del amor, de la
bondad, de la verdad, de la belleza? La búsqueda de lo que cada vez es
más veloz atrae al hombre de hoy: internet veloz, coches y aviones rápidos, relaciones
inmediatas... Y, sin embargo, se nota una necesidad desesperada de calma, diría de
lentitud. La Iglesia, ¿sabe todavía ser lenta: en el tiempo, para escuchar, en la
paciencia, para reparar y reconstruir? ¿O acaso también la Iglesia se ve arrastrada
por el frenesí de la eficiencia? Recuperemos, queridos hermanos, la calma de saber
ajustar el paso a las posibilidades de los peregrinos, al ritmo de su caminar, la
capacidad de estar siempre cerca para que puedan abrir un resquicio en el desencanto
que hay en su corazón, y así poder entrar en él. Quieren olvidarse de Jerusalén, donde
están sus fuentes, pero terminan por sentirse sedientos. Hace falta una Iglesia capaz
de acompañar también hoy el retorno a Jerusalén. Una Iglesia que pueda hacer redescubrir
las cosas gloriosas y gozosas que se dicen en Jerusalén, de hacer entender que ella
es mi Madre, nuestra Madre, y que no están huérfanos. En ella hemos nacido. ¿Dónde
está nuestra Jerusalén, donde hemos nacido? En el bautismo, en el primer encuentro
de amor, en la llamada, en la vocación. Se necesita una Iglesia
que también hoy pueda devolver la ciudadanía a tantos de sus hijos que caminan como
en un éxodo.
4. Los desafíos de la Iglesia en Brasil A
la luz de lo dicho, quisiera señalar algunos desafíos de la amada Iglesia en Brasil.
La
prioridad de la formación: obispos, sacerdotes, religiosos y laicos Queridos
hermanos, si no formamos ministros capaces de enardecer el corazón de la gente, de
caminar con ellos en la noche, de entrar en diálogo con sus ilusiones y desilusiones,
de recomponer su fragmentación, ¿qué podemos esperar para el camino presente y futuro?
No es cierto que Dios se haya apagado en ellos. Aprendamos a mirar más profundo: no
hay quien inflame su corazón, como a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 32). Por
esto es importante promover y cuidar una formación de calidad, que cree personas capaces
de bajar en la noche sin verse dominadas por la oscuridad y perderse; de escuchar
la ilusión de tantos, sin dejarse seducir; de acoger las desilusiones, sin desesperarse
y caer en la amargura; de tocar la desintegración del otro, sin dejarse diluir y descomponerse
en su propia identidad. Se necesita una solidez humana, cultural,
afectiva, espiritual y doctrinal. Queridos hermanos en el episcopado, hay que tener
el valor de una revisión profunda de las estructuras de formación y preparación del
clero y del laicado de la Iglesia en Brasil. No es suficiente una vaga prioridad de
formación, ni los documentos o las reuniones. Hace falta la sabiduría práctica de
establecer estructuras duraderas de preparación en el ámbito local, regional, nacional,
y que sean el verdadero corazón para el episcopado, sin escatimar esfuerzos, atenciones
y acompañamiento. La situación actual exige una formación de calidad a todos los niveles.
Los obispos no pueden delegar este cometido. Ustedes no pueden delegar esta tarea,
sino asumirla como algo fundamental para el camino de sus Iglesias.
Colegialidad
y solidaridad de la Conferencia Episcopal A la Iglesia en Brasil
no le basta un líder nacional, necesita una red de «testimonios» regionales que, hablando
el mismo lenguaje, aseguren por doquier no la unanimidad, sino la verdadera unidad
en la riqueza de la diversidad. La comunión es un lienzo que se debe tejer
con paciencia y perseverancia, que va gradualmente «juntando los puntos» para lograr
una textura cada vez más amplia y espesa. Una manta con pocas hebras de lana no calienta. Es
importante recordar Aparecida, el método de recoger la diversidad. No tanto diversidad
de ideas para elaborar un documento, sino variedad de experiencias de Dios para poner
en marcha una dinámica vital. Los discípulos de Emaús regresaron a Jerusalén
contando la experiencia que habían tenido en el encuentro con el Cristo resucitado.
Y allí se enteraron de las otras manifestaciones del Señor y de las experiencias de
sus hermanos. La Conferencia Episcopal es precisamente un ámbito vital para posibilitar
el intercambio de testimonios sobre los encuentros con el Resucitado, en el norte,
en el sur, en el oeste... Se necesita, pues, una valorización creciente del elemento
local y regional. No es suficiente una burocracia central, sino que es preciso hacer
crecer la colegialidad y la solidaridad: será una verdadera riqueza para todos.
Estado
permanente de misión y conversión pastoral Aparecida habló de
estado permanente de misión y de la necesidad de una conversión pastoral. Son dos
resultados importantes de aquella Asamblea para el conjunto de la Iglesia de la zona,
y el camino recorrido en Brasil en estos dos puntos es significativo. Sobre
la misión se ha de recordar que su urgencia proviene de su motivación interna: la
de transmitir un legado; y, sobre el método, es decisivo recordar que un legado es
como el testigo, la posta en la carrera de relevos: no se lanza al aire y quien consigue
agarrarlo, bien, y quien no, se queda sin él. Para transmitir el legado hay que entregarlo
personalmente, tocar a quien se le quiere dar, transmitir este patrimonio. Sobre
la conversión pastoral, quisiera recordar que «pastoral» no es otra cosa que el ejercicio
de la maternidad de la Iglesia. La Iglesia da a luz, amamanta, hace crecer, corrige,
alimenta, lleva de la mano... Se requiere, pues, una Iglesia capaz de redescubrir
las entrañas maternas de la misericordia. Sin la misericordia, poco se puede hacer
hoy para insertarse en un mundo de «heridos», que necesitan comprensión, perdón y
amor. En la misión, también en la continental, es muy importante reforzar
la familia, que sigue siendo la célula esencial para la sociedad y para la Iglesia;
los jóvenes, que son el rostro futuro de la Iglesia; las mujeres, que tienen un papel
fundamental en la transmisión de la fe. No reduzcamos el compromiso de las mujeres
en la Iglesia, sino que promovamos su participación activa en la comunidad eclesial.
Si pierde a las mujeres, la Iglesia se expone a la esterilidad.
La
tarea de la Iglesia en la sociedad
En el ámbito social,
sólo hay una cosa que la Iglesia pide con particular claridad: la libertad de anunciar
el Evangelio de modo integral, aun cuando esté en contraste con el mundo, cuando vaya
contracorriente, defendiendo el tesoro del cual es solamente guardiana, y los valores
de los que no dispone, pero que ha recibido y a los cuales debe ser fiel. La
Iglesia sostiene el derecho de servir al hombre en su totalidad, diciéndole lo que
Dios ha revelado sobre el hombre y su realización. La Iglesia quiere hacer presente
ese patrimonio inmaterial sin el cual la sociedad se desmorona, las ciudades se verían
arrasadas por sus propios muros, barrancos, barreras. La Iglesia tiene el derecho
y el deber de mantener encendida la llama de la libertad y de la unidad del hombre. Las
urgencias de Brasil son la educación, la salud, la paz social. La Iglesia tiene una
palabra que decir sobre estos temas, porque para responder adecuadamente a estos desafíos
no bastan soluciones meramente técnicas, sino que hay que tener una visión subyacente
del hombre, de su libertad, de su valor, de su apertura a la trascendencia. Y ustedes,
queridos hermanos, no tengan miedo de ofrecer esta contribución de la Iglesia, que
es por el bien de toda la sociedad.
La Amazonia como tornasol, banco
de pruebas para la Iglesia y la sociedad brasileña
Hay un
último punto al que quisiera referirme, y que considero relevante para el camino actual
y futuro, no solamente de la Iglesia en Brasil, sino también de todo el conjunto social:
la Amazonia. La Iglesia no está en la Amazonia como quien tiene hechas las maletas
para marcharse después de haberla explotado todo lo que ha podido. La Iglesia está
presente en la Amazonia desde el principio con misioneros, congregaciones religiosas,
y todavía hoy está presente y es determinante para el futuro de la zona. Pienso en
la acogida que la Iglesia en la Amazonia ofrece también hoy a los inmigrantes haitianos
después del terrible terremoto que devastó su país. Quisiera invitar a
todos a reflexionar sobre lo que Aparecida dijo sobre la Amazonia, y también el vigoroso
llamamiento al respeto y la custodia de toda la creación, que Dios ha confiado al
hombre, no para explotarla salvajemente, sino para que la convierta en un jardín.
En el desafío pastoral que representa la Amazonia, no puedo dejar de agradecer lo
que la Iglesia en Brasil está haciendo: la Comisión Episcopal para la Amazonia, creada
en 1997, ha dado ya mucho fruto, y muchas diócesis han respondido con prontitud y
generosidad a la solicitud de solidaridad, enviando misioneros laicos y sacerdotes.
Doy gracias a Monseñor Jaime Chemelo, pionero en este trabajo, y al Cardenal Hummes,
actual Presidente de la Comisión. Pero quisiera añadir que la obra de la Iglesia ha
de ser ulteriormente incentivada y relanzada. Se necesitan instructores cualificados,
sobre todo profesores de teología, para consolidar los resultados alcanzados en el
campo de la formación de un clero autóctono, para tener también sacerdotes adaptados
a las condiciones locales y fortalecer, por decirlo así, el «rostro amazónico» de
la Iglesia. Queridos hermanos, he tratado de ofrecer de una manera fraterna
algunas reflexiones y líneas de trabajo en una Iglesia como la que está en Brasil,
que es un gran mosaico de teselas, de imágenes, de formas, problemas y retos, pero
que precisamente por eso constituye una enorme riqueza. La Iglesia nunca es uniformidad,
sino diversidad que se armoniza en la unidad, y esto vale para toda realidad eclesial. Que
la Virgen Inmaculada de Aparecida sea la estrella que ilumine el compromiso de ustedes
y su camino para llevar a Cristo, como ella ha hecho, a todo hombre y a toda mujer
de este inmenso país. Será él, como lo hizo con los dos discípulos confusos y desilusionados
de Emaús, quien haga arder el corazón y dé nueva y segura esperanza. (RC-RV)