Despojarnos de tantos ídolos para adorar sólo a Jesús
(RV).- (Con audio) El Papa Francisco celebró esta tarde la Santa Misa en San Pablo
Extramuros en su primera visita como Obispo de Roma a esta basílica papal.
En
su homilía, tras agradecer las palabras del el Cardenal Arcipreste James Harvey, el
Santo Padre saludó, a agradeció a todos los presentes recordando que este complejo
surge sobre la tumba de San Pablo, a quien definió “un humilde y gran Apóstol del
Señor”, que lo anunció con la palabra, dando testimonio de él con el martirio y adorándolo
con todo su corazón.
Y añadió que deseaba reflexionar, a la luz de la Palabra
de Dios que acababan de escuchar, precisamente sobre estos tres verbos, a saber: anunciar,
dar testimonio y adorar.
“Recordémoslo bien todos – dijo textualmente el Pontífice–
no se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin el testimonio concreto de la vida.
Quien nos escucha y nos ve, debe poder leer en nuestros actos eso mismo que oye en
nuestros labios, y dar gloria a Dios. La incoherencia de los fieles y los Pastores
entre lo que dicen y lo que hacen, entre la palabra y el modo de vivir, minan la credibilidad
de la Iglesia”.
Tras destacar que todo esto sólo es posible si reconocemos
a Jesucristo, porque es él quien nos ha llamado, nos ha invitado a recorrer su camino
y nos ha elegido, el Papa dijo: “Anunciar y dar testimonio es posible únicamente si
estamos junto a él, justamente como Pedro, Juan y los otros discípulos estaban en
torno a Jesús resucitado, como dice el pasaje del Evangelio de hoy; hay una cercanía
cotidiana con él, y ellos saben muy bien quién es, lo conocen”. Mientras el Evangelista
subraya que “ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque
sabían bien que era el Señor” (Jn 21,12). “Esto – dijo el Papa – es un punto
importante para nosotros: vivir una relación intensa con Jesús, una intimidad de diálogo
y de vida, de tal manera que lo reconozcamos como ‘el Señor’, y lo adoremos”.
Francisco
invitó a preguntarnos si todos adoramos al Señor. “¿Acudimos a Dios sólo para pedir,
para agradecer, o nos dirigimos a él también para adorarlo?”. E insistió en “¿qué
quiere decir adorar a Dios?”. “Significa – afirmó – aprender a estar con él, a
pararse a dialogar con él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la más
buena, la más importante de todas”. Porque como explicó el Obispo de Roma, cada uno
de nosotros, en la propia vida, de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta,
tiene un orden muy preciso de las cosas consideradas más o menos importantes; por
lo que “adorar al Señor quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar
al Señor quiere decir afirmar, creer – pero no simplemente de palabra – que únicamente
él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos
ante él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, de nuestra historia”.
Hacia
el final de su homilía el Papa recordó que esto tiene una consecuencia en nuestra
vida: “despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, y en los cuales
nos refugiamos, en los cuales buscamos y tantas veces ponemos nuestra seguridad. Son
ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos; pueden ser la ambición, el gusto del
éxito, el poner en el centro a uno mismo, la tendencia a estar por encima de los otros,
la pretensión de ser los únicos amos de nuestra vida, algún pecado al que estamos
apegados, y muchos otros”. Por esta razón reafirmó que deseaba que resonara una pregunta
en el corazón de cada uno, y que respondiéramos a ella con sinceridad”: ¿He pensado
en qué ídolo oculto tengo en mi vida que me impide adorar al Señor?”. Porque como
explicó el Santo Padre, “adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos
más recónditos, y escoger al Señor como centro, como vía maestra de nuestra vida”. El
Papa concluyó diciendo que “el Señor nos llama cada día a seguirlo con valentía y
fidelidad; nos ha concedido el gran don de elegirnos como discípulos suyos; nos envía
a proclamarlo con gozo como el Resucitado, pero nos pide que lo hagamos con la palabra
y el testimonio de nuestra vida en lo cotidiano. El Señor es el único, el único Dios
de nuestra vida, y nos invita a despojarnos de tantos ídolos y a adorarle sólo a él.
Que la Santísima Virgen María y el Apóstol Pablo nos ayuden en este camino, e intercedan
por nosotros. Amén”.
Texto completo de la homilía del Santo Padre
Francisco del III Domingo de Pascua en la Basílica de San Pablo Extramuros:
Queridos
Hermanos y Hermanas:
Me alegra celebrar la Eucaristía con ustedes en esta Basílica.
Saludo al Arcipreste, el Cardenal James Harvey, y le agradezco las palabras que me
ha dirigido; junto a él, saludo y doy las gracias a las diversas instituciones que
forman parte de esta Basílica, y a todos ustedes.
Estamos sobre la
tumba de san Pablo, un humilde y gran Apóstol del Señor, que lo ha anunciado con la
palabra, ha dado testimonio de él con el martirio y lo ha adorado con todo el corazón.
Estos son precisamente los tres verbos sobre los que quisiera reflexionar a la luz
de la Palabra de Dios que hemos escuchado: anunciar, testimoniar, adorar.
1.
En la Primera Lectura llama la atención la fuerza de Pedro y los demás Apóstoles.
Al mandato de permanecer en silencio, de no seguir enseñando en el nombre de Jesús,
de no anunciar más su mensaje, ellos responden claramente: «Hay que obedecer a Dios
antes que a los hombres». Y no los detiene ni siquiera el ser azotados, ultrajados
y encarcelados. Pedro y los Apóstoles anuncian con audacia, con parresia, esto que
han recibido, el Evangelio de Jesús.
Y nosotros, ¿somos
capaces de llevar la Palabra de Dios a nuestros ambientes de vida? ¿Sabemos hablar
de Cristo, de lo que representa para nosotros, en familia, con los que forman parte
de nuestra vida cotidiana? La fe nace de la escucha, y se refuerza con el anuncio.
2.
Pero demos un paso más: el anuncio de Pedro y de los Apóstoles no consiste sólo en
palabras, sino que la fidelidad a Cristo entra en su vida, que queda transformada,
recibe una nueva dirección, y es precisamente con su vida con la que dan testimonio
de la fe y del anuncio de Cristo. En el Evangelio, Jesús pide a Pedro por tres veces
que apaciente su grey, y que la apaciente con su amor, y le anuncia: «Cuando seas
viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn
21,18). Esta es una palabra dirigida a nosotros, los Pastores: no se puede apacentar
el rebaño de Dios si no se acepta ser llevados por la voluntad de Dios incluso donde
no queremos, si no hay disponibilidad para dar testimonio de Cristo con la entrega
de nosotros mismos, sin reservas, sin cálculos, a veces a costa incluso de nuestra
vida. Pero esto vale para todos: el Evangelio ha de ser anunciado y testimoniado.
Cada uno debería
preguntarse: ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo con mi fe? ¿Tengo el valor de Pedro
y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir como cristiano, obedeciendo a Dios?
Es verdad que el testimonio de la fe tiene muchas formas, como en un gran mural hay
variedad de colores y de matices; pero todos son importantes, incluso los que no destacan.
En el gran
designio de Dios, cada detalle es importante, también el pequeño y humilde testimonio
tuyo y mío, también ese escondido de quien vive en sencillez su fe en lo cotidiano
de las relaciones de familia, de trabajo, de amistad. Hay santos del cada día, los
santos «ocultos», una especie de «clase media de la santidad», como decía un escritor
francés, una clase media de la santidad de la que todos podemos formar parte.
Pero en diversas partes del mundo hay también quien sufre, como Pedro y los
Apóstoles, a causa del Evangelio; hay quien entrega la propia vida por permanecer
fiel a Cristo, con un testimonio marcado con el precio de su sangre.
Recordémoslo bien
todos: no se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin el testimonio concreto de la
vida. Quien nos escucha y nos ve, debe poder leer en nuestros actos eso mismo que
escucha en nuestros labios, y dar gloria a Dios. Me viene a la memoria ahora un consejo
que San Francisco de Asís que daba a sus hermanos: «Prediquen el Evangelio y, si fuera
necesario, también con las palabras». Predicar con la vida, el testimonio (aplausos).
La incoherencia de los fieles y los Pastores entre lo que dicen y lo que hacen, entre
la palabra y el modo de vivir, minan la credibilidad de la Iglesia.
3.
Pero todo esto solamente es posible si reconocemos a Jesucristo, porque es él quien
nos ha llamado, nos ha invitado a recorrer su camino, nos ha elegido. Anunciar y dar
testimonio es posible únicamente si estamos junto a él, justamente como Pedro, Juan
y los otros discípulos estaban en torno a Jesús resucitado, como dice el pasaje del
Evangelio de hoy; hay una cercanía cotidiana con él, y ellos saben muy bien quién
es, lo conocen. El Evangelista subraya que «ninguno de los discípulos se atrevía a
preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor» (Jn 21,12). Y esto
es un punto importante para nosotros: vivir una relación intensa con Jesús, una intimidad
de diálogo y de vida, de tal manera que lo reconozcamos como «el Señor», lo adoremos.
El pasaje del Apocalipsis que hemos escuchado nos habla de la adoración: miríadas
de ángeles, todas las creaturas, los vivientes, los ancianos, se postran en adoración
ante el Trono de Dios y el Cordero inmolado, que es Cristo, a quien se debe alabanza,
honor y gloria (Cf. Ap 5,11-14).
Quisiera que
nos hiciéramos todos una pregunta: Tú, yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos a Dios sólo
para pedir, para agradecer, o nos dirigimos a él también para adorarlo? Pero, entonces,
¿qué quiere decir adorar a Dios? Significa aprender a estar con él, a pararse a dialogar
con él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la más buena, la más importante
de todas. Cada uno de nosotros, en la propia vida, de manera consciente y tal vez
a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy preciso de las cosas consideradas más
o menos importantes.
Adorar al Señor quiere decir darle a él el lugar
que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar, creer – pero no simplemente
de palabra – que únicamente él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere
decir que estamos convencidos ante él de que es el único Dios, el Dios de nuestra
vida, de nuestra historia.
Esto tiene
una consecuencia en nuestra vida: despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes,
que tenemos, y en los cuales nos refugiamos, en los cuales buscamos y tantas veces
ponemos nuestra seguridad. Son ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos; pueden
ser la ambición, la carrera, el gusto del éxito, el poner en el centro a uno mismo,
la tendencia a estar por encima de los otros, la pretensión de ser los únicos amos
de nuestra vida, algún pecado al que estamos apegados, y muchos otros.
Esta
tarde quisiera que resonase una pregunta en el corazón de cada uno, y que respondiéramos
a ella con sinceridad: ¿He pensado en qué ídolo oculto tengo en mi vida que me impide
adorar al Señor? Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos,
y escoger al Señor como centro, como vía maestra de nuestra vida.
Queridos hermanos
y hermanas, el Señor nos llama cada día a seguirlo con valentía y fidelidad; nos ha
concedido el gran don de elegirnos como discípulos suyos; nos envía a proclamarlo
con gozo como el Resucitado, pero nos pide que lo hagamos con la palabra y el testimonio
de nuestra vida en lo cotidiano. El Señor es el único, el único Dios de nuestra vida,
y nos invita a despojarnos de tantos ídolos y a adorarle sólo a él. Anunciar, testimoniar,
adorar. Que la Santísima Virgen María y el Apóstol Pablo nos ayuden en este camino,
e intercedan por nosotros. Así sea.
Un único rebaño bajo un único
Pastor
Saludo al Santo Padre del Cardenal James Harvey, Arcipreste de
la Basílica Papal de San Pablo Extramuros:
Beatísimo Padre: Pedro y Pablo:
“son los Santos Apóstoles que en la vida terrenal han fecundado con su sangre a la
Iglesia: han bebido el cáliz del Señor y se convirtieron en los amigos de Dios”.
Así
se expresa la Iglesia Universal en la Solemnidad litúrgica de los Santos Pedro y Pablo,
y hoy todos nosotros reunidos en esta espléndida Basílica Papal unimos nuestras voces
en un himno de alabanza a Dios Omnipotente y misericordioso, mientras el Sucesor de
Pedro visita y venera la tumba de San Pablo.
Todos los componentes de la realidad,
que es la Basílica de San Pablo Extramuros, se alegran al acoger al nuevo Obispo de
Roma en este momento solemne.
Quien le habla, junto a todo el personal que
en ella trabaja, le da su bienvenida con sus más vivos y sentidos deseos. A estos
sentimientos se asocian los dos eminentísimos arciprestes eméritos de la Basílica
y el Reverendo Padre Abad, con la comunidad Monástica Benedictina de la antigua homónima
Abadía, con las Religiosas Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús que la atienden.
También lo saludan el Pontificio Oratorio de San Pablo, regido por los Padres Josefinos
de Murialdo, junto a la comunidad de las Hijas de Cristo Rey que aquí tienen una guardería
infantil y una escuela primaria. Están presentes el Pontificio Colegio Beda y la Capellanía
de la Universidad “Roma Tres” con sus profesores y numerosos estudiantes católicos
que no se “dejan robar la esperanza” en este ambiente particular. En fin, está representado
el más reciente miembro de esta familia paulina, es decir el Hospital Pediátrico Niño
Jesús, como signo de la caridad cristiana hacia los más pequeños.
Sobre la
fe de los dos Apóstoles y Mártires, Pedro y Pablo, llamados “las columnas de la Iglesia”,
tiene su origen la Iglesia de Roma, la cual desde el inicio, ha querido recordarlos
juntos, casi como para recomponer en la unidad, su testimonio. Viviendo y celebrando
el Año de la fe, convocado por el Papa Benedicto XVI, cómo no recordar que, en el
año 1967, el Papa Pablo VI, quiso convocar uno semejante, precisamente en el decimonoveno
centenario de su supremo testimonio. Por tanto, por su intercesión y su ejemplo, somos
muy conscientes de que la renovación de la Iglesia pasa, sobre todo, a través de la
imagen ofrecida por la vida cotidiana de los creyentes de ser testigos coherentes
de Cristo.
Padre Santo, su visita de hoy y sus palabras nos guiarán a redescubrir
la alegría de creer, a reencontrar aún fuerza y entusiasmo para comunicar la fe, y
estar cada vez más iluminados por la gracia del Espíritu Santo. Esto hará que nos
sintamos hijos perdonados y amados por Dios Padre, amigos de Cristo en la verdad,
enamorados del mensaje siempre nuevo, siempre actual del Evangelio, sinceramente acogedores
hacia todos los hombres, para ser todos la gran Familia de Dios, o sea, un único rebaño
bajo un único Pastor.
Santidad, mientras inicia su ministerio apostólico, tenga
la seguridad de poder contar con nuestro afectuoso y filial apoyo y con nuestras más
fervientes plegarias, en particular, ante la Tumba del Apóstol Pablo, titular de esta
Basílica suya.