Refugiarme en las heridas del Amor de Jesús, Francisco en San Juan de Letrán
(RV).- El Domingo de la Divina Misericordia a las 17,30, en la basílica de San Juan
de Letrán el Papa Francisco celebró la Santa Misa con motivo de la toma de posesión
de la cátedra romana en su calidad de Obispo de Roma.
Tras la toma de posesión,
tuvo lugar el acto de la obediencia, por parte de una representación de la comunicad
eclesial romana. En efecto, mientras durante la misa por el inicio del Pontificado
prestaron obediencia seis cardenales - dos por cada una de las tres órdenes, episcopal,
presbiteral y diaconal, en representación de todo el Colegio Cardenalicio - en esta
ocasión, en la Catedral de la diócesis de Roma, prestaron la obediencia, en su calidad
de representantes, el Cardenal Vicario, Agostino Vallini, el Vicegerente con otro
Obispo auxiliar, un párroco, un vicepárroco, un diácono, un religioso, una religiosa,
una familia, y dos jóvenes (una muchacha y un muchacho).
En su homilía entre
otras cosas, el Obispo de Roma dijo: Queridos hermanos y hermanas: Con gran alegría
celebro por primera vez la Eucaristía en esta Basílica Lateranense, catedral del Obispo
de Roma. Saludo con sumo afecto al Cardenal Vicario, a los Obispos auxiliares, al
Presbiterio diocesano, a los Diáconos, a las Religiosas y Religiosos y a todos los
fieles laicos. Caminemos juntos a la luz del Señor Resucitado.
Celebramos
hoy el segundo domingo de Pascua, también llamado «de la Divina Misericordia». Qué
hermosa es esta realidad de fe para nuestra vida: la misericordia de Dios. Un amor
tan grande, tan profundo el que Dios nos tiene, un amor que no decae, que siempre
aferra nuestra mano y nos sostiene, nos levanta, nos guía.
Y recordó que en
el Evangelio de hoy, el apóstol Tomás experimenta precisamente esta misericordia de
Dios, que tiene un rostro concreto, el de Jesús, el de Jesús resucitado. Tomás no
se fía de lo que dicen los otros Apóstoles: «Hemos visto el Señor»; no le basta la
promesa de Jesús, que había anunciado: al tercer día resucitaré. Quiere ver, quiere
meter su mano en la señal de los clavos y del costado. ¿Cuál es la reacción de Jesús?
La paciencia: Jesús no abandona al terco Tomás en su incredulidad; le da una semana
de tiempo, no le cierra la puerta, espera. Y Tomás reconoce su propia pobreza, la
poca fe: «Señor mío y Dios mío»: con esta invocación simple, pero llena de fe, responde
a la paciencia de Jesús. Se deja envolver por la misericordia divina, la ve ante sí,
en las heridas de las manos y de los pies, en el costado abierto, y recobra la confianza:
es un hombre nuevo, ya no es incrédulo sino creyente.
El Papa también invitó
a recordar a Pedro: que tres veces reniega de Jesús precisamente cuando debía estar
más cerca de él; y cuando toca el fondo encuentra la mirada de Jesús que, con paciencia,
sin palabras, le dice: «Pedro, no tengas miedo de tu debilidad, confía en mí»; y Pedro
comprende, siente la mirada de amor de Jesús y llora. Qué hermosa es esta mirada de
Jesús – cuánta ternura –. Hermanos y hermanas, no perdamos nunca la confianza en la
paciente misericordia de Dios.
De la misma manera en su homilía Francisco invitó
a penar en los dos discípulos de Emaús: el rostro triste, un caminar errante, sin
esperanza. Pero Jesús no los abandona: recorre a su lado el camino, y no sólo. Con
paciencia explica las Escrituras que se referían a Él y se detiene a compartir con
ellos la comida. Éste es el estilo de Dios: no es impaciente como nosotros, que frecuentemente
queremos todo y enseguida, también con las personas. Dios es paciente con nosotros
porque nos ama, y quien ama comprende, espera, da confianza, no abandona, no corta
los puentes, sabe perdonar. Recordémoslo en nuestra vida de cristianos: Dios nos espera
siempre, aun cuando nos hayamos alejado. Él no está nunca lejos, y si volvemos a Él,
está preparado para abrazarnos.
A mí me produce siempre – dijo también el
Obispo de Roma – una gran impresión releer la parábola del Padre misericordioso, me
impresiona porque me infunde siempre una gran esperanza. Y subrayó otro elemento:
la paciencia de Dios – dijo – debe encontrar en nosotros la valentía de volver a Él,
sea cual sea el error, sea cual sea el pecado que haya en nuestra vida. Jesús invita
a Tomás a meter su mano en las llagas de sus manos y de sus pies y en la herida de
su costado. También nosotros podemos entrar en las llagas de Jesús, podemos tocarlo
realmente; y esto ocurre cada vez que recibimos los sacramentos.
En mi vida
personal – dijo el Papa al final de su homilía –, he visto muchas veces el rostro
misericordioso de Dios, su paciencia; he visto también en muchas personas la determinación
de entrar en las llagas de Jesús, diciéndole: Señor estoy aquí, acepta mi pobreza,
esconde en tus llagas mi pecado, lávalo con tu sangre. Y he visto siempre que Dios
lo ha hecho, ha acogido, consolado, lavado, amado.
Queridos hermanos y hermanas
– concluyó Francisco–, dejémonos envolver por la misericordia de Dios; confiemos en
su paciencia que siempre nos concede tiempo; tengamos el valor de volver a su casa,
de habitar en las heridas de su amor dejando que Él nos ame, de encontrar su misericordia
en los sacramentos. Sentiremos su ternura, sentiremos su abrazo y seremos también
nosotros más capaces de misericordia, de paciencia, de perdón y de amor.
Texto
completo de la homilía del Santo Padre:
Con gran alegría celebro por
primera vez la Eucaristía en esta Basílica Lateranense, catedral del Obispo de Roma.
Saludo con sumo afecto al queridísimo Cardenal Vicario, a los Obispos auxiliares,
al Presbiterio diocesano, a los Diáconos, a las Religiosas y Religiosos y a todos
los fieles laicos. Saludo también al Señor Alcalde y a su esposa, así como a todas
las Autoridades. Caminemos juntos a la luz del Señor Resucitado.
Celebramos
hoy el segundo domingo de Pascua, también llamado «de la Divina Misericordia». Qué
hermosa es esta realidad de fe para nuestra vida: la misericordia de Dios. Un amor
tan grande, tan profundo el que Dios nos tiene, un amor que no decae, que siempre
aferra nuestra mano y nos sostiene, nos levanta, nos guía.
En el Evangelio
de hoy, el apóstol Tomás experimenta precisamente esta misericordia de Dios, que tiene
un rostro concreto, el de Jesús, el de Jesús resucitado. Tomás no se fía de lo que
dicen los otros Apóstoles: «Hemos visto el Señor»; no le basta la promesa de Jesús,
que había anunciado: al tercer día resucitaré. Quiere ver, quiere meter su mano en
la señal de los clavos y del costado. ¿Cuál es la reacción de Jesús? La paciencia:
Jesús no abandona al terco Tomás en su incredulidad; le da una semana de tiempo, no
le cierra la puerta, espera. Y Tomás reconoce su propia pobreza, la poca fe: «Señor
mío y Dios mío»: con esta invocación simple, pero llena de fe, responde a la paciencia
de Jesús. Se deja envolver por la misericordia divina, la ve ante sí, en las heridas
de las manos y de los pies, en el costado abierto, y recobra la confianza: es un hombre
nuevo, ya no es incrédulo sino creyente.
Y recordemos también a Pedro:
que tres veces reniega de Jesús precisamente cuando debía estar más cerca de él; y
cuando toca el fondo encuentra la mirada de Jesús que, con paciencia, sin palabras,
le dice: «Pedro, no tengas miedo de tu debilidad, confía en mí»; y Pedro comprende,
siente la mirada de amor de Jesús y llora. Qué hermosa es esta mirada de Jesús – cuánta
ternura –. Hermanos y hermanas, no perdamos nunca la confianza en la paciente misericordia
de Dios.
Pensemos en los dos discípulos de Emaús: el rostro triste,
un caminar errante, sin esperanza. Pero Jesús no les abandona: recorre a su lado el
camino, y no sólo. Con paciencia explica las Escrituras que se referían a Él y se
detiene a compartir con ellos la comida. Éste es el estilo de Dios: no es impaciente
como nosotros, que frecuentemente queremos todo y enseguida, también con las personas.
Dios es paciente con nosotros porque nos ama, y quien ama comprende, espera, da confianza,
no abandona, no corta los puentes, sabe perdonar. Recordémoslo en nuestra vida de
cristianos: Dios nos espera siempre, aun cuando nos hayamos alejado. Él no está nunca
lejos, y si volvemos a Él, está preparado para abrazarnos.
A mí me
produce siempre una gran impresión releer la parábola del Padre misericordioso, me
impresiona porque me infunde siempre una gran esperanza. Piensen en aquel hijo menor
que estaba en la casa del Padre, era amado; y aun así quiere su parte de la herencia;
y se va, lo gasta todo, llega al nivel más bajo, muy lejos del Padre; y cuando ha
tocado fondo, siente la nostalgia del calor de la casa paterna y vuelve. ¿Y el Padre?
¿Había olvidado al Hijo? No, nunca. Está allí, lo ve desde lejos, lo estaba esperando
cada día, cada momento: ha estado siempre en su corazón como hijo, incluso cuando
lo había abandonado, incluso cuando había dilapidado todo el patrimonio, es decir
su libertad; el Padre con paciencia y amor, con esperanza y misericordia no había
dejado ni un momento de pensar en él, y en cuanto lo ve, todavía lejano, corre a su
encuentro y lo abraza con ternura, la ternura de Dios, sin una palabra de reproche:
Ha vuelto. Y esa es la alegría del padre. En ese abrazo al hijo está toda esta alegría:
¡Ha vuelto! Dios siempre nos espera, no se cansa. Jesús nos muestra esta paciencia
misericordiosa de Dios para que recobremos la confianza, la esperanza, siempre. Un
gran teólogo alemán, Romano Guardini decía que Dios responde a nuestra debilidad con
su paciencia y éste es el motivo de nuestra confianza, de nuestra esperanza (Cf. Glabenserkenntnis,
Wurzburg 1949, 28). Es como un diálogo entre nuestra debilidad y la paciencia de Dios,
es un diálogo que si nosotros lo hacemos, nos da esperanza.
Quisiera
subrayar otro elemento: la paciencia de Dios debe encontrar en nosotros la valentía
de volver a Él, sea cual sea el error, sea cual sea el pecado que haya en nuestra
vida. Jesús invita a Tomás a meter su mano en las llagas de sus manos y de sus pies
y en la herida de su costado. También nosotros podemos entrar en las llagas de Jesús,
podemos tocarlo realmente; y esto ocurre cada vez que recibimos los sacramentos. San
Bernardo, en una bella homilía, dice: «A través de estas hendiduras, puedo libar miel
silvestre y aceite de rocas de pedernal (Cf. Dt 32,13), es decir, puedo gustar y ver
qué bueno es el Señor» (Sermón 61, 4. Sobre el libro del Cantar de los cantares).
Es precisamente en las heridas de Jesús que nosotros estamos seguros, ahí se manifiesta
el amor inmenso de su corazón. Tomás lo había entendido. San Bernardo se pregunta:
¿En qué puedo poner mi confianza? ¿En mis méritos? Pero «mi único mérito es la misericordia
de Dios. No seré pobre en méritos, mientras él no lo sea en misericordia. Y, porque
la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos» (Ibíd., 5). Esto
es importante: la valentía de confiarme a la misericordia de Jesús, de confiar en
su paciencia, de refugiarme siempre en las heridas de su amor. San Bernardo llega
a afirmar: «Y, aunque tengo conciencia de mis muchos pecados, si creció el pecado,
más desbordante fue la gracia (Rm 5,20)» (Ibíd.). Tal vez alguno de nosotros puede
pensar: mi pecado es tan grande, mi lejanía de Dios es como la del hijo menor de la
parábola, mi incredulidad es como la de Tomás; no tengo las agallas para volver, para
pensar que Dios pueda acogerme y que me esté esperando precisamente a mí. Pero Dios
te espera precisamente a ti, te pide sólo el valor de regresar a Él. Cuántas veces
en mi ministerio pastoral me han repetido: «Padre, tengo muchos pecados»; y la invitación
que he hecho siempre es: «No temas, ve con Él, te está esperando, Él hará todo». Cuántas
propuestas mundanas sentimos a nuestro alrededor. Dejémonos sin embargo aferrar por
la propuesta de Dios, la suya es una caricia de amor. Para Dios no somos números,
somos importantes, es más somos lo más importante que tiene; aun siendo pecadores,
somos lo que más le importa.
Adán después del pecado sintió vergüenza,
se ve desnudo, siente el peso de lo que ha hecho; y sin embargo Dios no lo abandona:
si en ese momento, con el pecado, inicia nuestro exilio de Dios, hay ya una promesa
de vuelta, la posibilidad de volver a Él. Dios pregunta enseguida: «Adán, ¿dónde estás?»,
lo busca. Jesús quedó desnudo por nosotros, cargó con la vergüenza de Adán, con la
desnudez de su pecado para lavar nuestro pecado: sus llagas nos han curado. Acuérdense
de lo de san Pablo: ¿De qué me puedo enorgullecer sino de mis debilidades, de mi pobreza?
Precisamente sintiendo mi pecado, mirando mi pecado, yo puedo ver y encontrar la misericordia
de Dios, su amor, e ir hacia Él para recibir su perdón.
En mi vida personal,
he visto muchas veces el rostro misericordioso de Dios, su paciencia; he visto también
en muchas personas la determinación de entrar en las llagas de Jesús, diciéndole:
Señor estoy aquí, acepta mi pobreza, esconde en tus llagas mi pecado, lávalo con tu
sangre. Y he visto siempre que Dios lo ha hecho, ha acogido, consolado, lavado, amado.
Queridos hermanos y hermanas, dejémonos envolver por la misericordia
de Dios; confiemos en su paciencia que siempre nos concede tiempo; tengamos el valor
de volver a su casa, de habitar en las heridas de su amor dejando que Él nos ame,
de encontrar su misericordia en los sacramentos. Sentiremos su ternura, tan bella,
sentiremos su abrazo y seremos también nosotros más capaces de misericordia, de paciencia,
de perdón y de amor.