Jesús ofrece la paz como don precioso, fruto de la victoria del amor y el perdón sobre
el mal, Francisco en el Regina Coeli
(RV).- En el domingo que concluye la Octava de Pascua, intitulado por Juan Pablo II
“de la divina misericordia”, en la oración del “Regina Coeli” con la muchedumbre de
peregrinos reunidos en plaza san Pedro, papa Francisco saludó con las mismas palabras
de Jesús resucitado: “Paz a ustedes” explicando que la paz “no es un saludo, ni menos
un simple deseo: es un don, es más, el don precioso que Cristo ofrece a sus discípulos,
después de haber pasado a través de la muerte y de los infiernos”. Esta paz dijo el
obispo de Roma “es fruto de la victoria del amor de Dios sobre el mal, es el fruto
del perdón. Y es propiamente así: la verdadera paz, aquella profunda, viene de hacer
la experiencia de la misericordia de Dios”.
Refiriéndose a las apariciones
de Jesús resucitado a sus discípulos en el Evangelio de Juan, papa Francisco retomó
las palabras de Jesús: “Felices los que creen sin haber visto”. Podemos llamarla –dijo,
la bienaventuranza de la fe. “En cada tiempo, en cada lugar, son felices aquellos
que através de la Palabra de Dios, proclamada en la Iglesia y testimoniada por los
cristianos, creen que Jesucristo es el amor de Dios encarnado, la Misericordia encarnada.
Y esto vale para cada uno de nosotros”.
El Sucesor de Pedro añadió que junto
con la paz, Jesús donó a sus discípulos el Espíritu Santo, “para que pudieran difundir
en el mundo el perdón de los pecados. Ese perdón que solo Dios puede dar y que su
precio es la sangre del Hijo”, para hacer crecer el Reino del amor, sembrar la paz
en los corazones, para que se afirme también en las relaciones, en la sociedad, en
las instituciones.
Francisco concluyó afirmando que el Espíritu echa de los
Apóstoles el miedo y los empuja a salir para llevar el Evangelio.
“Tengamos
también nosotros el coraje de testimoniar la fe en Cristo resucitado!, ¡No tengamos
miedo de ser cristianos y de vivir como cristianos!
(Jesuita Guillermo Ortiz-
RV).
Texto completo de la alocución del Santo Padre:
Queridos hermanos
y hermanas:
En este domingo que concluye la Octava de Pascua, renuevo
a todos la felicitación pascual con las mismas palabras de Jesús Resucitado: “¡Paz
a ustedes!” (Jn 20, 19.21.26). No es un saludo, y ni siquiera un sencillo deseo: es
un don, es más, el don precioso que Cristo ofrece a sus discípulos después de haber
pasado a través de la muerte y a los infiernos. Da la paz, como había prometido: “Les
dejo la paz, les doy mi paz. No se la doy como la da el mundo, yo se la doy a ustedes”
(Jn 14, 27). Esta paz es el fruto de la victoria del amor de Dios sobre el mal, es
el fruto del perdón. Y es precisamente así: la verdadera paz, esa paz profunda, viene
de hacer la experiencia de la misericordia de Dios. Hoy es el Domingo de la Divina
Misericordia, por voluntad del Beato Juan Pablo II, que cerró sus ojos a este mundo
precisamente en la vigilia de esta celebración.
El evangelio de Juan
nos refiere que Jesús apareció dos veces a los Apóstoles encerrados en el Cenáculo:
la primera, la misma tarde la Resurrección, y aquella vez no estaba Tomás, quien dijo:
si no veo y no toco, no creo. La segunda vez, ocho días después, estaba también Tomás.
Y Jesús de dirigió precisamente a él, lo invitó a mirar las heridas, a tocarlas; y
Tomás exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). Entonces Jesús dijo: “Porque
me has visto has creído. ¡Dichosos los que no han visto y han creído!” (v. 29). ¿Y
quiénes eran éstos que habían creído sin ver? Otros discípulos, otros hombres y mujeres
de Jerusalén que, aun no habiendo encontrado a Jesús resucitado, creyeron por el testimonio
de los Apóstoles y de las mujeres. Esta es una palabra muy importante sobre la fe,
podemos llamarla la bienaventuranza de la fe. Bienaventurados los que han creído
sin haber visto. Ésta es la bienaventuranza de la fe. En todo tiempo y en todo lugar
son bienaventurados aquellos que, a través de la Palabra de Dios, proclamada en la
Iglesia y testimoniada por los cristianos, creen que Jesucristo es el amor de Dios
encarnado, la Misericordia encarnada. ¡Y esto vale para cada uno de nosotros!
A
los Apóstoles Jesús dio, junto con su paz, al Espíritu Santo, para que pudieran difundir
en el mundo el perdón de los pecados, ese perdón que sólo Dios puede dar, y que ha
costado la Sangre del Hijo (Cfr. Jn 20,21-23). La Iglesia es enviada por Cristo resucitado
a transmitir a los hombres la remisión de los pecados, y así hacer crecer el Reino
del amor, sembrar la paz en los corazones, para que se afirme también en las relaciones,
en las sociedades, en las instituciones. Y el Espíritu de Cristo Resucitado expulsa
el miedo del corazón de los Apóstoles y los impulsa a salir del Cenáculo para llevar
el Evangelio. ¡Tengamos también nosotros más coraje para testimoniar la fe en Cristo
Resucitado! ¡No debemos tener miedo de ser cristianos y de vivir como cristianos!
Nosotros debemos tener este coraje de ir y anunciar a Cristo Resucitado. Porque Él
es nuestra paz. Él ha hecho la paz con su amor, con su perdón, con su sangre, con
su misericordia.
Queridos amigos, esta tarde celebraré la Eucaristía
en la Basílica de San Juan de Letrán, que es la Catedral del Obispo de Roma. Recemos
juntos a la Virgen María, para que nos ayude, Obispo y Pueblo, a caminar en la fe
y en la caridad. Confiados siempre en la Misericordia del Señor. Él siempre nos espera.
Nos ama. Nos ha perdonado con su sangre y nos perdona cada vez que vamos a Él a pedirle
perdón. Tengamos confianza en su Misericordia.
Después
del rezo del Regina Caeli:
«¡Queridos hermanos sean
mensajeros y testigos de la misericordia de Dios!» Fue la exhortación que dirigió
Francisco, después del rezo a la Reina del cielo, de este domingo. Cuando saludó cordialmente
a los peregrinos que habían participado en la Santa Misa presidida por el Cardenal
Vicario de Roma, en la iglesia romana del Santo Espíritu, centro de devoción de la
Divina Misericordia.
Luego se dirigió con alegría a los numerosos miembros
de Movimientos y Asociaciones presentes en esta cita mariana, en particular a las
comunidades neocatecumenales de Roma, que empiezan una misión especial en las plazas
de la Ciudad Eterna. El Santo Padre invitó a todos a llevar la Buena Noticia, a todos
los ambientes de la vida, «con suavidad y respeto » (1 Pt 3,16)
En el tiempo
pascual, hasta el día de Pentecostés, la comunidad cristiana, dirigiéndose a la Madre
del Señor, la invita a alegrarse: «Regina caeli, laetare. Alleluia». «¡Reina
del cielo, alégrate. Aleluya!». Así recuerda el gozo de María por la resurrección
de Jesús, prolongando en el tiempo el «¡Alégrate!» que le dirigió el ángel en la Anunciación,
para que se convirtiera en «causa de alegría» para la humanidad entera.