Dejémonos renovar por la misericordia de Dios, dejemos que la fuerza de su amor transforme
nuestras vidas
(RV).- “Jesús ha resucitado. Ha vencido el amor, ha triunfado la misericordia”. El
Papa Francisco ha presidido esta mañana en la plaza de san Pedro, engalanada como
un jardín de flores, la Santa Misa del día de Pascua de Resurrección. Más de 250 mil
fieles y peregrinos han participado en la ceremonia, al final de la cual el Santo
Padre, desde el balcón central de la basílica vaticana, ha pronunciado el Mensaje
pascual y ha impartido su bendición Urbi et Orbi.
Texto completo
del Mensaje pascual de Francisco
Queridos hermanos y hermanas de
Roma y de todo el mundo: ¡Feliz Pascua!
Es una gran alegría, al comienzo de
mi ministerio, poderos dar este anuncio: ¡Cristo ha resucitado! Quisiera que llegara
a todas las casas, a todas las familias, especialmente allí donde hay más sufrimiento,
en los hospitales, en las cárceles... Quisiera que llegara sobre todo al corazón
de cada uno, porque es allí donde Dios quiere sembrar esta Buena Nueva: Jesús ha resucitado,
está la esperanza para ti, ya no estás bajo el dominio del pecado, del mal. Ha vencido
el amor, ha triunfado la misericordia. Siempre vence la misericordia de Dios.
También
nosotros, como las mujeres discípulas de Jesús que fueron al sepulcro y lo encontraron
vacío, podemos preguntarnos qué sentido tiene este evento (cf. Lc 24,4). ¿Qué significa
que Jesús ha resucitado? Significa que el amor de Dios es más fuerte que el mal y
la muerte misma, significa que el amor de Dios puede transformar nuestras vidas y
hacer florecer esas zonas de desierto que hay en nuestro corazón.
Esto puede
hacerlo el amor de Dios. Este mismo amor por el que el Hijo de Dios se ha hecho hombre,
y ha ido hasta el fondo por la senda de la humildad y de la entrega de sí, hasta descender
a los infiernos, al abismo de la separación de Dios, este mismo amor misericordioso
ha inundado de luz el cuerpo muerto de Jesús, y lo ha transfigurado, lo ha hecho pasar
a la vida eterna. Jesús no ha vuelto a su vida anterior, a la vida terrenal, sino
que ha entrado en la vida gloriosa de Dios y ha entrado en ella con nuestra humanidad,
nos ha abierto a un futuro de esperanza.
He aquí lo que es la Pascua: el éxodo,
el paso del hombre de la esclavitud del pecado, del mal, a la libertad del amor y
la bondad. Porque Dios es vida, sólo vida, y su gloria somos nosotros, es el hombre
vivo (cf. san Ireneo, Adv. haereses, 4,20,5-7).
Queridos hermanos y hermanas,
Cristo murió y resucitó una vez para siempre y por todos, pero el poder de la resurrección,
este paso de la esclavitud del mal a la libertad del bien, debe ponerse en práctica
en todos los tiempos, en los momentos concretos de nuestra vida, en nuestra vida cotidiana.
Cuántos desiertos debe atravesar el ser humano también hoy. Sobre todo el desierto
que está dentro de él, cuando falta el amor de Dios y del prójimo, cuando no se es
consciente de ser custodio de todo lo que el Creador nos ha dado y nos da. Pero la
misericordia de Dios puede hacer florecer hasta la tierra más árida, puede hacer revivir
incluso a los huesos secos (cf. Ez 37,1-14).
He aquí, pues, la invitación
que hago a todos: Acojamos la gracia de la Resurrección de Cristo. Dejémonos renovar
por la misericordia de Dios, dejemos que la fuerza de su amor transforme también nuestras
vidas; y hagámonos instrumentos de esta misericordia, cauces a través de los cuales
Dios pueda regar la tierra, custodiar toda la creación y hacer florecer la justicia
y la paz.
Así, pues, pidamos a Jesús resucitado, que transforma la muerte
en vida, que cambie el odio en amor, la venganza en perdón, la guerra en paz. Sí,
Cristo es nuestra paz, e imploremos por medio de él la paz para el mundo entero.
Paz
para Oriente Medio, en particular entre israelíes y palestinos, que tienen dificultades
para encontrar el camino de la concordia, para que reanuden las negociaciones con
determinación y disponibilidad, con el fin de poner fin a un conflicto que dura ya
demasiado tiempo. Paz para Iraq, y que cese definitivamente toda violencia, y, sobre
todo, para la amada Siria, para su población afectada por el conflicto y los tantos
refugiados que están esperando ayuda y consuelo. ¡Cuánta sangre derramada! Y ¿cuánto
dolor se ha de causar todavía, antes de que se consiga encontrar una solución política
a la crisis?
Paz para África, escenario aún de conflictos sangrientos. Para
Malí, para que vuelva a encontrar unidad y estabilidad; y para Nigeria, donde lamentablemente
no cesan los atentados, que amenazan gravemente la vida de tantos inocentes, y donde
muchas personas, incluso niños, están siendo rehenes de grupos terroristas. Paz para
el Este la República Democrática del Congo y la República Centroafricana, donde muchos
se ven obligados a abandonar sus hogares y viven todavía con miedo.
Paz en
Asia, sobre todo en la península coreana, para que superen las divergencias y madure
un renovado espíritu de reconciliación.
Paz a todo el mundo, aún tan dividido
por la codicia de quienes buscan fáciles ganancias, herido por el egoísmo que amenaza
la vida humana y la familia,egoísmo que continúa la trata de personas... !la esclavitud
más extendida en el siglo XXI. La trata de personas es la esclavitud más extendida
del siglo XXI! Un mundo desgarrado por la violencia ligada al tráfico de drogas y
la explotación inicua de los recursos naturales. Paz a esta Tierra nuestra. Que Jesús
Resucitado traiga consuelo a quienes son víctimas de calamidades naturales y nos haga
custodios responsables de la creación.
Queridos hermanos y hermanas, a todos
los que me escuchan en Roma y en todo el mundo, les dirijo la invitación del Salmo:
«Dad gracias al Señor porque es bueno, / porque es eterna su misericordia. / Diga
la casa de Israel: / “Eterna es su misericordia”» (Sal 117,1-2).