(RV).- Tres palabras: alegría,
cruz, jóvenes. El Obispo de Roma culminó la solemne celebración del Domingo de Ramos,
en el atrio de la Basílica de San Pedro, invocando la intercesión de la Virgen María
para que nos acompañe durante la Semana Santa: «que ella, que siguió con fe a su Hijo
hasta el Calvario, nos ayude a caminar tras él, llevando con serenidad y amor su cruz,
para llegar a la alegría de la Pascua».
Francisco deseó «que la Virgen Dolorosa
ampare especialmente a quien está viviendo situaciones particularmente difíciles,
recordando en especial a los afectados por la tuberculosis, en el Día mundial contra
esta enfermedad». Y encomendó a María, ante todo a los queridos jóvenes y su itinerario
hacia Río de Janeiro y exclamó ¡Buen camino a todos!
Jóvenes fue una de las
tres palabras – las otras dos fueron alegría y cruz - que centraron la homilía del
Obispo de Roma, en la Santa Misa que presidió en la Plaza de San Pedro, con la participación
de más de doscientas mil personas.
Entre ellas, se encontraban numerosos jóvenes,
como destacó Francisco, añadiendo que los había visto en la procesión y subrayando
que expresan la alegría de estar con Jesús, que tienen una parte importante en la
celebración de la fe, nos dicen que tenemos que vivir la fe con un corazón joven,
siempre, incluso a los setenta, ochenta años. Con Cristo el corazón nunca envejece.
Y tras recordar la invitación de Jesús: «Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos»
(Mt 28,19), que es el tema de la Jornada Mundial de la Juventud de este año, reiteró
que la cruz que llevan los jóvenes es para decir a todos que, en la cruz, Jesús ha
derribado el muro de la enemistad, que separa a los hombres y a los pueblos, y ha
traído la reconciliación y la paz. Francisco al igual que sus amados predecesores,
alentó a participar en la JMJ, dándoles cita para Río.
Los jóvenes deben decir
al mundo: “¡Es bueno seguir a Jesús; es bueno caminar con Jesús; es bueno el mensaje
de Jesús; es bueno salir de sí mismos, a las periferias del mundo y de la existencia
para llevar a Jesús! Tres palabras: alegría, cruz, jóvenes.
La primera palabra
fue «alegría», exhortando por favor a no dejarse robar la esperanza, nuestra alegría
nace del encuentro personal con Jesús, la esperanza que hemos de llevar a este mundo
nuestro.
Reflexionando sobre la segunda palabra, la cruz, Francisco evocó
la entrada de Jesús en Jerusalén, con la multitud que lo aclama como rey y con sentido
de la fe dice: “éste es el Salvador”, su realeza será objeto de burla; entra para
subir al Calvario cargando un madero:
Y, entonces, he aquí la segunda palabra:
cruz. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde
resplandece su ser rey según Dios: ¡su trono regio es el madero de la cruz! Porque
Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro,
y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios. Miremos
a nuestro alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras, violencias,
conflictos económicos que se abaten sobre los más débiles, la sed de dinero.
¡Amor
al dinero, poder, corrupción, divisiones, crímenes contra la vida humana y contra
la creación! Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor
de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Éste es el bien que Jesús nos hace
a todos nosotros sobre el trono de la Cruz. La Cruz de Cristo, abrazada con amor,
nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados y de
hacer un poquito de lo que hizo él ese día de su muerte».
(CdM-RV)
Texto
completo de la homilía de Francisco:
1. Jesús entra en Jerusalén. La muchedumbre
de los discípulos lo acompañan festivamente, se extienden los mantos ante él, se habla
de los prodigios que ha hecho, se eleva un grito de alabanza: «¡Bendito el que viene
como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto» (Lc 19,38). Gentío,
fiesta, alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado
en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple, pobre,
olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender las miserias
humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios, se ha inclinado para curar
el cuerpo y el alma. Éste es Jesús. Éste es su corazón que nos mira a todos nosotros,
que mira nuestras enfermedades, nuestros pecados. Es grande el amor de Jesús. Y así
entra a Jerusalén con este amor y nos mira a todos. Es una bella escena, llena
de luz, la luz del amor de Jesús, la de su corazón de alegría, de fiesta.
Al
comienzo de la Misa, también nosotros la hemos repetido. Hemos agitado nuestras palmas.
También nosotros hemos acogido al Señor; también nosotros hemos expresado la alegría
de acompañarlo, de saber que nos es cercano, presente en nosotros y en medio de nosotros
como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de
nuestra vida. Jesús es Dios, pero se abajó a caminar con nosotros. Es nuestro amigo,
nuestro hermano. El que nos ilumina en el camino. Y así hoy lo recibimos. Ésta es
la primera palabra que les quisiera decir: ¡alegría!
No sean nunca hombres,
mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca se dejen vencer por el desánimo.
Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino nace por haber encontrado
a una Persona, Jesús, que está en medio de nosotros; de saber que, con él, nunca estamos
solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el camino de la vida tropieza
con problemas y obstáculos que parecen insuperables..., y ¡hay tantos! Y en este momento
viene el enemigo, viene el diablo, disfrazado de ángel tantas veces e insidiosamente
nos dice su palabra ¡No lo escuchen! ¡Sigamos a Jesús!...
Nosotros acompañamos,
seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus
hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este
mundo nuestro. Y por favor no se dejen robar la esperanza! ¡No se dejen robar la esperanza!
Aquella que nos da Jesús.
2. Segunda palabra: ¿Por qué Jesús entra en Jerusalén?
O, tal vez mejor, ¿cómo entra Jesús en Jerusalén? La multitud lo aclama como rey.
Y él no se opone, no la hace callar (cf. Lc 19,39-40). Pero, ¿qué tipo de rey es Jesús?
Mirémoslo: montado en un pollino, no tiene una corte que lo sigue, no está rodeado
por un ejército, símbolo de fuerza. Quien lo acoge es gente humilde, sencilla, que
tiene el sentido de ver en Jesús algo más: tiene ese sentido de la fe que dice: “éste
es el Salvador”. Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores reservados
a los reyes de la tierra, a quien tiene poder, a quien domina; entra para ser azotado,
insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf. Is 50,6); entra
para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será
objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando un madero.
Y, entonces,
he aquí la segunda palabra: cruz. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz.
Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según Dios: ¡su trono regio es
el madero de la cruz!. Pienso en lo que Benedicto XVI decía a los cardenales: Ustedes
son príncipes, pero de un Rey crucificado. Ese es el trono de Jesús”. Jesús toma sobre
sí.... ¿Por qué la Cruz? Porque Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado
del mundo, también el nuestro, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia,
con el amor de Dios. Miremos a nuestro alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal
a la humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los
más débiles, la sed de dinero, que luego nadie puede llevarse consigo, debe dejarlo.
Mi abuelita nos decía a los niños: el sudario no tiene bolsillos ¡Amor al dinero,
poder, corrupción, divisiones, crímenes contra la vida humana y contra la creación!
Y también – cada uno de nosotros lo sabe y lo conoce - nuestros pecados personales:
las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la creación. Jesús en
la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo
derrota en su resurrección. Éste es el bien que Jesús nos hace a todos nosotros sobre
el trono de la Cruz. La Cruz de Cristo, abrazada con amor, nunca conduce a la tristeza,
sino a la alegría, a la alegría de ser salvados y de hacer un poquito de lo que hizo
él ese día de su muerte.
3. Hoy están en esta plaza tantos jóvenes: desde
hace 28 años, el Domingo de Ramos es la Jornada de la Juventud. Y esta es la tercera
palabra: jóvenes. Queridos jóvenes, los he visto en la procesión, cuando entraban
los imagino haciendo fiesta en torno a Jesús, agitando ramos de olivo; los imagino
mientras aclaman su nombre y expresan la alegría de estar con él. Ustedes tienen una
parte importante en la celebración de la fe. Nos traen la alegría de la fe y nos dicen
que tenemos que vivir la fe con un corazón joven, siempre ¡un corazón joven incluso
a los setenta, ochenta años! ¡Corazón joven! Con Cristo el corazón nunca envejece.
Pero todos sabemos, y ustedes lo saben bien, que el Rey a quien seguimos y nos acompaña
es un Rey muy especial: es un Rey que ama hasta la cruz y que nos enseña a servir,
a amar. Y ustedes no se avergüenzan de su cruz. Más aún, la abrazan porque han comprendido
que la verdadera alegría está en el don de sí mismo, en el don de sí mismos, de salir
de sí mismos y que Dios ha triunfado sobre el mal precisamente con el amor. Llevan
la cruz peregrina a través de todos los continentes, por las vías del mundo. La llevan
respondiendo a la invitación de Jesús: «Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos»
(Mt 28,19), que es el tema de la Jornada Mundial de la Juventud de este año. La llevan
para decir a todos que, en la cruz, Jesús ha derribado el muro de la enemistad, que
separa a los hombres y a los pueblos, y ha traído la reconciliación y la paz.
Queridos
amigos, también yo me pongo en camino con ustedes, a partir de hoy, sobre las huellas
del beato Juan Pablo II y Benedicto XVI. Ahora estamos ya cerca de la próxima etapa
de esta gran peregrinación de la cruz de Cristo. Aguardo con alegría el próximo mes
de julio, en Río de Janeiro. Les doy cita en aquella gran ciudad de Brasil. Prepárense
bien, sobre todo espiritualmente en sus comunidades, para que este encuentro sea un
signo de fe para el mundo entero. Los jóvenes deben decir al mundo: “¡Es bueno seguir
a Jesús; es bueno caminar con Jesús; es bueno el mensaje de Jesús; es bueno salir
de sí mismos, a las periferias del mundo y de la existencia para llevar a Jesús! Tres
palabras: alegría, cruz, jóvenes.
Vivamos la alegría de caminar con Jesús,
de estar con él, llevando su cruz, con amor, con un espíritu siempre joven.
Pidamos
la intercesión de la Virgen María. Ella nos enseña el gozo del encuentro con Cristo,
el amor con el que debemos mirarlo al pie de la cruz, el entusiasmo del corazón joven
con el que hemos de seguirlo en esta Semana Santa y durante toda nuestra vida. Así
sea.