Que su vida tenga siempre el sabor evangélico, el Papa a los consagrados
(RV).- En la fiesta de la Presentación del Señor el Santo Padre Benedicto XVI presidió
a las cinco y media de la tarde en la Basílica Vaticana la celebración eucarística
con la participación de numerosos miembros de la vida consagrada.
Concelebraron
con el Papa el cardenal Joao Braz de Aviz, prefecto de la Congregación para los Estudios
de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, y el subsecretario de este
dicasterio.
En su homilía, el Obispo de Roma dirigió a sus hermanos y hermanas
consagrados, tres invitaciones, para que puedan entrar plenamente a través de la
puerta de la fe.
En primer lugar, el Papa los invitó a alimentar una fe capaz
de iluminar su vocación. Por esto los exhortó a hacer memoria, como en una peregrinación
interior, del “primer amor” con el que el Señor Jesucristo ha encendido su corazón,
no por nostalgia, sino para alimentar esa llama. Y les dijo que para esto es necesario
estar con Él, en el silencio de la adoración.
En segundo lugar, el Santo Padre
invitó a los religiosos “a una fe que sepa reconocer la sabiduría de la debilidad”.
Porque en la sociedad de la eficiencia y del éxito, su vida, marcada por la “minoría”
y por la debilidad de los pequeños, por la empatía con los que no tienen voz, se convierte
en un “signo evangélico de contradicción”.
Por último el Papa, exhortó a los
consagrados a renovar la fe que los hace ser peregrinos hacia el futuro. Tras destacar
que “por su naturaleza la vida consagrada es peregrinación del espíritu, en búsqueda
de un Rostro que algunas veces se manifiesta y otras se vela”, Su Santidad manifestó
el deseo de que éste sea el aliento constante de su corazón. Por eso les recomendó
que no se unan a los profetas de desventura que proclaman el fin o la sinrazón de
la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días, sino que más bien se revistan de
Jesucristo con las armas de la luz, permaneciendo despiertos y vigilantes.
A
los queridos hermanos y hermanas consagrados, representados en la peregrinación simbólica
que en el Año de la fe expresa aún más su converger en la Iglesia, para ser confirmados
en la fe y renovar su oferta a Dios, el Papa les dirigió con afecto a cada uno de
ellos, y a sus institutos, su más cordial saludo, agradeciéndoles su presencia en
la Basílica Vaticana.
Y reafirmó que en la luz de Cristo, con los múltiples
carismas de vida contemplativa y apostólica, estos consagrados cooperan en la vida
y en la misión de la Iglesia en el mundo. En este espíritu de reconocimiento y de
comunión, Benedicto XVI les dijo que el gozo de la vida consagrada pasa necesariamente
a través de la participación en la Cruz de Cristo.
Así fue para María Santísima,
agregó el Papa. Puesto que el suyo es el sufrimiento del corazón que forma “un todo
único con el Corazón del Hijo de Dios”, traspasado por amor. Y destacó que de esa
herida brota la luz de Dios, al igual que de los sufrimientos y sacrificios, del don
de sí mismos que los consagrados viven por amor a Dios y a los demás, en que irradian
la misma luz, que evangeliza a las gentes.
Por esta razón, el Papa añadió
que en esta fiesta deseaba especialmente a los consagrados que su vida tenga siempre
el sabor evangélico, para que en ellos la Buena Noticia sea vivida, testimoniada,
anunciada y resplandezca como palabra de verdad.
(María Fernanda Bernasconi
– RV).
Homilía completa del Santo Padre
Queridos hermanos
y hermanas!
En su narración de la infancia de Jesús, san Lucas subraya
cómo María y José eran fieles a la Ley del Señor. Con profunda devoción cumplen todo
lo prescrito después del parto de un primogénito varón. Dos prescripciones muy antiguas:
una se refiere a la madre y la otra al recién nacido. Para la mujer está prescrito
que se abstenga, por cuarenta días, de las prácticas rituales y que después ofrezca
un doble sacrificio: un cordero en holocausto y un pichón de paloma o una tórtola,
por el pecado; pero, si la mujer es pobre, puede ofrecer dos tórtolas y dos pichones
de paloma (cfr. Lv 12,1-8).
San Lucas precisa que María y José ofrecieron
el sacrificio de los pobres (cfr. 2,24). Para el primogénito varón, que según la Ley
de Moisés es propiedad de Dios, se prescribía el rescate, establecido en la ofrenda
que se debía pagar a un sacerdote en cualquier lugar. Ello en perenne memoria de que,
en el tiempo del Éxodo, Dios salvó a los primogénitos de los judíos (cfr Ex 13, 11
-16)
Es importante observar que para estos dos actos – la purificación de la
madre y el rescate del hijo – no se necesitaba ir al Templo. Sin embargo, María y
José quieren cumplir todo en Jerusalén y san Lucas nos hace ver que toda la escena
converge hacia el Templo hasta focalizarse en Jesús, que entra en él. Y he aquí que,
precisamente a través de la prescripción de la Ley, el acontecimiento principal se
vuelve otro, es decir la «presentación» de Jesús en el Templo de Dios, que significa
el acto de ofrecer al Hijo del Altísimo al Padre que lo ha enviado (cfr. Lc 1,32.35).
Esta
narración del Evangelista se comprueba en la palabra del profeta Malaquías, que escuchamos
al comienzo de la primera Lectura: «Así dice el Señor Dios: ‘Yo envío a mi mensajero,
para que prepare el camino delante de mí. Y en seguida entrará en su Templo el Señor
que ustedes buscan; y el Ángel de la alianza que ustedes desean ya viene...Él purificará
a los hijos de Leví... para que ofrezcan al Señor los que presentan la ofrenda conforme
a la justicia». (3,1.3). Claramente aquí no se habla de un niño y, sin embargo, esta
palabra encuentra su cumplimiento en Jesús, porque ‘enseguida’, gracias a la fe de
sus padres, Él ha sido llevado al Templo. Y, en el acto de su «presentación», o de
su «ofrenda» personal a Dios Padre, se trasluce claramente el tema del sacrificio
y del sacerdocio, como en el pasaje del profeta.
El niño Jesús, presentado
enseguida en el Templo, es el mismo que, siendo adulto, purificará el Templo (Cfr.
Jn 2,13-22; Mc 11,15,19) y, sobre todo, hará de sí mismo el sacrificio y el sumo sacerdote
de la nueva Alianza.
Ésta es también la perspectiva de la Carta a los Hebreos,
de la que se ha proclamado un pasaje en la segunda Lectura, de forma que el tema del
nuevo sacerdocio se refuerza: un sacerdocio – el que inaugura Jesús – que es existencial:
«Y por haber experimentado personalmente la prueba y el sufrimiento, él puede ayudar
a aquellos que están sometidos a la prueba». (Heb 2,18). Y así encontramos también
el tema del sufrimiento, tan marcado asimismo en el pasaje evangélico, donde Simeón
pronuncia su profecía sobre el Niño y sobre la Madre: «Este niño será causa de caída
y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una
espada te atravesará el corazón». (Lc 2,34-35). La «salvación» que Jesús brinda
a su pueblo, y que encarna en sí mismo, pasa a través de la cruz, a través de la muerte
violenta que Él vencerá y transformará con la oblación de su vida por amor. Esta oblación
se preanuncia por entero ya en el gesto de la presentación en el Templo, un gesto
ciertamente movido por las tradiciones de la antigua Alianza, pero íntimamente animado
por la plenitud de la fe y del amor que corresponde a la plenitud de los tiempos,
a la presencia de Dios y de su Santo Espíritu en Jesús. El Espíritu, en efecto, aletea
en toda la escena de la presentación de Jesús en el Templo, en particular sobre la
figura de Simeón, pero también de Ana. Es el Espíritu «Paráclito», que lleva el «consuelo»
de Israel y mueve los pasos y el corazón de aquellos que lo esperan. Es el Espíritu
que sugiere las palabras proféticas de Simeón y de Ana, palabras de bendición, de
alabanza a Dios, de fe en su Consagrado, de agradecimiento porque por fin nuestros
ojos pueden ver y nuestros brazos pueden estrechar «la salvación» (cfr. 2,30)
“Luz
para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel” (2,32): Simeón
define así al Mesías del Señor, al final de su canto de bendición. El tema de la luz,
que resuena el primer y el segundo carmen del siervo del señor, en el Deutero-Isaías
(cfr Is 12,6; 49,6), está fuertemente presente en esta liturgia. Ella de hecho ha
sido abierta por una sugestiva procesión, de la que han participado los Superiores
y las Superioras generales de los institutos de vida consagrada aquí representados,
que llevaban las candelas encendidas. Este signo específico de la tradición litúrgica
de esta fiesta, es muy expresivo. Manifiesta la belleza y el valor de la vida consagrada
como reflejo de la luz de Cristo; un signo que vuelve a recordar el ingreso de María
en el Templo: la Virgen María, la Consagrada por excelencia, llevaba en brazos la
Luz misma, el verbo encarnado, venido a disipar las tinieblas del mundo con el amor
de Dios.
Queridos hermanos y hermanas consagrados, todos vosotros estáis representados
en aquella peregrinación simbólica, que en el Año de la fe expresa aún más vuestro
converger en la Iglesia, para ser confirmados en la fe y renovar la oferta de vosotros
mismos a Dios. Dirijo con afecto a cada uno de vosotros, y a vuestros institutos,
mi más cordial saludo y os agradezco por vuestra presencia. En la luz de Cristo, con
los múltiples carismas de vida contemplativa y apostólica, vosotros cooperáis a la
vida y a la misión de la Iglesia en el mundo. En este espíritu de reconocimiento y
de comunión, quisiera dirigiros tres invitaciones, para que podáis entrar plenamente
a través de aquella puerta de la fe, que esta siempre abierta para vosotros (cfr Cart.
ap. Porta fidei,1).
En primer lugar, os invito a alimentar una fe capaz de
iluminar vuestra vocación. Por esto os exhorto a hacer memoria, como en una peregrinación
interior, del “primer amor” con el que el Señor Jesucristo ha encendido vuestro corazón,
no por nostalgia, sino para alimentar esa llama. Y para esto es necesario estar con
Él, en el silencio de la adoración; y así despertar la voluntad y el gozo de compartir
la vida, las decisiones, la obediencia de fe, la bienaventuranza de los pobres, la
radicalidad el amor. A partir siempre nuevamente de este encuentro de amor dejad todo
para estar con Él al servicio de Dios y de los hermanos (cfr Exhort. ap. Vita consecrata,
1).
En segundo lugar, os invito a una fe que sepa reconocer la sabiduría de
la debilidad. En los gozos y en las aflicciones del tiempo presente, cuando la dureza
y el peso de la cruz se hacen sentir, no dudéis que la kénosis de Cristo es ya una
victoria pascual. Justamente en el límite y en la debilidad humana estamos llamados
a vivir la conformación a Cristo, en una tensión totalizadora que anticipa, en la
medida de lo posible, en el tiempo, la perfección escatológica (ibid., 16). En la
sociedad de la eficiencia y del éxito, vuestra vida, marcada por la “minoría” y por
la debilidad de los pequeños, por la empatía con aquellos que no tienen voz, se convierte
en un signo evangélico de contradicción.
Por ultimo, os invito a renovar la
fe que os hace ser peregrinos hacia el futuro. Por su naturaleza la vida consagrada
es peregrinación del espíritu, en búsqueda de un Rostro que algunas veces se manifiesta
y otras se vela: “Faciem tuam, Domine, requiram” (Sal 26,8). Que éste sea el aliento
constante de vuestro corazón, el criterio fundamental que orienta vuestro camino,
tanto en los pequeños pasos cotidianos como en las decisiones más importantes. No
os unáis a los profetas de desventura que proclaman el fin o la sinrazón de la vida
consagrada en la Iglesia de nuestros días; más bien revestíos de Jesucristo y vístanse
con las armas de la luz - como exhorta san Pablo ( cfr Rm 13, 11-14) - permaneciendo
despiertos y vigilantes. San Cromacio de Aquileya escribía: “El Señor aleje de nosotros
tal peligro para que nunca nos dejemos amodorrar por el sueño de la infidelidad, sino
que nos conceda su gracia y su misericordia, para que podamos velar siempre en la
fidelidad a Él. De hecho nuestra fidelidad puede velar en Cristo (Sermón 32, 4)”.
Queridos
hermanos y hermanas, el gozo de la vida consagrada pasa necesariamente a través de
la participación en la Cruz de Cristo. Así fue para María Santísima. El suyo es el
sufrimiento del corazón que forma un todo único con el Corazón del Hijo de Dios, traspasado
por amor. De aquella herida brota la luz de Dios, y también de los sufrimientos, de
los sacrificios, del don de sí mismos que los consagrados viven por amor de Dios y
de los demás se irradia la misma luz, que evangeliza las gentes. En esta fiesta, deseo
de manera particular a vosotros consagrados que vuestra vida tenga siempre el sabor
de la parresia evangélica, para que en vosotros la Buena Noticia sea vivida, testimoniada,
anunciada y resplandezca como palabra de verdad (cfr Lect. ap. Porta fidei, 6).
Amén.
(Traducción del italiano: Cecilia de Malak, Raúl Cabrera- Radio
Vaticano)