(RV).- (audio) Se llamaba Saulo,
como el primer rey israelita; pero tomó un sobrenombre latino «Pablo» (Paulus) y así
se le conoce. Nació probablemente en Tarso de Cilicia, en torno al año 9 d.C., de
familia judía, aunque residió en Damasco. Fue fariseo y conoció y persiguió la misión
de los cristianos helenistas que, en su opinión, destruían la unidad nacional del
pueblo y la autoridad de Dios.
Se «convirtió» a Jesús en torno al 32 d.C.
y misionó durante casi treinta años, tomando como base de su actividad algunas de
las grandes ciudades del oriente (Damasco, Antioquía, Corinto y Éfeso). Le apresaron
en Jerusalén. Estuvo por un tiempo en la cárcel de Cesarea de Palestina y le llevaron
luego a Roma, donde pudo actuar con cierta libertad, hasta que fue juzgado y condenado
a muerte, probablemente el año 62 d.C.
Era intelectual, pero no un puro teórico,
como han podido ser después algunos estudiosos cristianos, sino un trabajador, al
estilo de los rabinos judíos. Tenía el oficio de curtidor y fabricante de tiendas,
que ejercía probablemente en Damasco de Siria, su ciudad de residencia.
Fue
un hombre de acción, más que de puro pensamiento. Lo suyo era cambiar, anunciar y
preparar el fin de los tiempos, creando comunidades de creyentes donde todos (judíos
y gentiles, hombres y mujeres, esclavos y libres) pudieran vivir en concordia y esperanza.
“Dios quiso revelar en mí a su Hijo”. En ese contexto se inscribe su encuentro
con Jesús, que Pablo ha presentado en forma de confesión pascual, es decir, como experiencia
de vocación y misión, más que como «conversión»: “Mi evangelio no es de origen humano.
Pues no lo recibí de humanos..., sino por revelación de Jesucristo”.
Al final
de la Semana de oración por la unidad de los cristianos del año pasado, en la fiesta
de la Conversión del San Pablo, Benedicto XVI, recordaba a este “extraordinario evangelizador”:
A
la luz de esta consciencia, san Pablo, cuando a continuación será llamado a defender
la legitimidad de su vocación apostólica y del Evangelio que anunciaba, dirá: «Vivo,
pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne
la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Ga 2, 20). (ER
- RV)
Camino de Damasco
(RV).-(audio) La celebración ecuménica
en la basílica de san Pablo extramuros de Roma, que este viernes, 25 de enero, presidirá
Benedicto XVI al final de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, es
la primera piedra miliar, en 2013, del camino del Año de la Fe.
Fue en
la fiesta de la Conversión de San Pablo, el 25 de enero de 1959, cuando el beato Papa
Juan XXIII anunciaba al mundo después de solo tres meses de Pontificado, temblando
con conmoción, como indicó él mismo, su propósito de convocar el Concilio ecuménico
Vaticano II para la Iglesia Universal. El pasado 11 de octubre, celebrando el 50 aniversario
del inicio de aquella magna asamblea conciliar, iniciaba el año de la Fe.
El
objetivo del Concilio no fue definir una nueva verdad, sino reafirmar la doctrina
tradicional adaptándola a la sensibilidad moderna. En la perspectiva de un aggiornamento,
de una actualización de toda la vida de la Iglesia, el beato Juan XXIII invitó a privilegiar
la misericordia y el diálogo con el mundo, más que la condena y la contraposición,
en una conciencia renovada de la misión de la Iglesia, que abarcaba a todos los hombres.
En esta apertura universal no fueron excluidas las demás iglesias cristianas, que
también fueron invitadas a asistir al Concilio, dando así inicio a un proceso de acercamiento.
Al final de la Semana de oración por la unidad de los cristianos del año pasado,
en la fiesta de la Conversión del San Pablo, Benedicto XVI, recordaba la apertura
del Concilio y la misteriosa transformación de Saulo camino de Damasco, que de acérrimo
perseguidor de cristianos, se convirtió en un extraordinario evangelizador. “La transformación
que él experimentó en su existencia -dijo el Papa en su homilía, celebrando las Vísperas
en la basílica de san Pablo extramuros- no se limitó al plano ético, ni al plano intelectual,
se trató, más bien, de una renovación radical del propio ser, similar, por muchos
aspectos, a un volver a nacer”.
"También nosotros, esta tarde, celebrando
la alabanza vespertina a Dios, queremos unir nuestra voz, nuestra mente y nuestro
corazón a este himno de acción de gracias por lo que la gracia divina obró en el Apóstol
de los gentiles y por el admirable designio salvífico que Dios Padre realiza en nosotros
por medio del Señor Jesucristo. Mientras elevamos nuestra oración, confiamos en ser
también nosotros transformados y conformados a imagen de Cristo. Esto es verdad de
modo especial en la oración por la unidad de los cristianos (…)la oración por la unidad
de los cristianos no es más que participación en la realización del proyecto divino
para la Iglesia, y el compromiso activo por el restablecimientos de la unidad es un
deber y una gran responsabilidad para todos". (ER - RV)