El Obispo tiene la misión de preceder e indicar el camino, el Papa en la Epifanía
(RV).- “La figura del Niño es una Epifanía de la bondad de Dios y de su amor por los
hombres”, dijo el Papa en la homilía de la misa que celebró esta mañana en la Basílica
Vaticana, en la que procedió a la ordenación episcopal de cuatro sacerdotes que, a
partir de ahora, colaborarán en diferentes funciones con el ministerio del Papa al
servicio de la unidad de la única Iglesia de Cristo en la pluralidad de las Iglesias
particulares.
Los nuevos prelados son Mons. Georg Gänswein, secretario particular
de Benedicto XVI y prefecto de la Casa Pontificia, Mons. Vincenzo Zani, secretario
de la Congregación para la Educación Católica, Mons. Fortunatus Nwachukwu, Nuncio
Apostólico en Nicaragua y Mons. Nicolas Thevenin, Nuncio Apostólico en Guatemala.
Texto
completo de la homilía del Santo Padre en la Solemnidad de la Epifanía
Queridos
hermanos y hermanas
Para la Iglesia creyente y orante, los Magos de Oriente
que, bajo la guía de la estrella, encontraron el camino hacia el pesebre de Belén,
son el comienzo de una gran procesión que recorre la historia. Por eso, la liturgia
lee el evangelio que habla del camino de los Magos junto con las espléndidas visiones
proféticas de Isaías 60 y del Salmo 72, que ilustran con imágenes audaces la peregrinación
de los pueblos hacia Jerusalén. Al igual que los pastores que, como primeros huéspedes
del Niño recién nacido que yace en el pesebre, son la personificación de los pobres
de Israel y, en general, de las almas humildes que viven interiormente muy cerca de
Jesús, así también los hombres que vienen de Oriente personifican al mundo de los
pueblos, la Iglesia de los gentiles -los hombres que a través de los siglos se dirigen
al Niño de Belén, honran en él al Hijo de Dios y se postran ante él. La Iglesia llama
a esta fiesta «Epifanía», la aparición del Divino. Si nos fijamos en el hecho de que,
desde aquel comienzo, hombres de toda proveniencia, de todos los continentes, de todas
las culturas y modos de pensar y de vivir, se han puesto y se ponen en camino hacia
Cristo, podemos decir verdaderamente que esta peregrinación y este encuentro con Dios
en la figura del Niño es una Epifanía de la bondad de Dios y de su amor por los hombres
(cf. Tt 3,4).
Siguiendo una tradición iniciada por el beato Papa Juan Pablo
II, celebramos también en el día de la fiesta de la Epifanía la ordenación episcopal
de cuatro sacerdotes que, a partir de ahora, colaborarán en diferentes funciones con
el ministerio del Papa al servicio de la unidad de la única Iglesia de Cristo en la
pluralidad de las Iglesias particulares. El nexo entre esta ordenación episcopal y
el tema de la peregrinación de los pueblos hacia Jesucristo es evidente. La misión
del Obispo no es sólo la de caminar en esta peregrinación junto a los demás, sino
la de preceder e indicar el camino. En esta liturgia, quisiera además reflexionar
con vosotros sobre una cuestión más concreta. Basándonos en la historia narrada por
Mateo podemos hacernos una cierta idea sobre qué clase de hombres eran aquellos que,
a consecuencia del signo de la estrella, se pusieron en camino para encontrar aquel
rey que iba a fundar, no sólo para Israel, sino para toda la humanidad, una nueva
especie de realeza. Así pues, ¿qué clase de hombres eran? Y nos preguntamos también
si, a partir de ellos, a pesar de la diferencia de los tiempos y los encargos, se
puede entrever algo de lo que significa ser Obispo y de cómo ha de cumplir su misión.
Los
hombres que entonces partieron hacia lo desconocido eran, en cualquier caso, hombres
de corazón inquieto. Hombres movidos por la búsqueda inquieta de Dios y de la salvación
del mundo. Hombres que esperaban, que no se conformaban con sus rentas seguras y quizás
una alta posición social. Buscaban la realidad más grande. Tal vez eran hombres doctos
que tenían un gran conocimiento de los astros y probablemente disponían también de
una formación filosófica. Pero no solo querían saber muchas cosas. Querían saber sobretodo
lo que es esencial. Querían saber cómo se puede llegar a ser persona humana. Y por
esto querían saber si Dios existía, donde esta y cómo es. Si él se preocupa de nosotros
y cómo podemos encontrarlo. No querían solamente saber. Querían reconocer la verdad
sobre nosotros, y sobre Dios y el mundo. Su peregrinación exterior era expresión de
su estar interiormente en camino, de la peregrinación interior de sus corazones. Eran
hombres que buscaban a Dios y, en definitiva, estaban en camino hacia él. Eran buscadores
de Dios.
Y con eso llegamos a la cuestión: ¿Cómo debe de ser un hombre al
que se le imponen las manos por la ordenación episcopal en la Iglesia de Jesucristo?
Podemos decir: debe ser sobre todo un hombre cuyo interés esté orientado Dios, porque
sólo así se interesará también verdaderamente por los hombres. Podemos decirlo también
al revés: un Obispo debe de ser un hombre al que le importan los hombres, que se siente
tocado por las vicisitudes de los hombres. Debe de ser un hombre para los demás. Pero
solo lo será verdaderamente si es un hombre conquistado por Dios. Si la inquietud
por Dios se ha trasformado en él en una inquietud por su criatura, el hombre. Como
los Magos de Oriente, un Obispo tampoco ha de ser uno que realiza su trabajo y no
quiere nada más. No, ha de estar poseído de la inquietud de Dios por los hombres.
Debe, por así decir, pensar y sentir junto con Dios. No es el hombre el único que
tiene en sí la inquietud constitutiva por Dios, sino que esa inquietud es una participación
en la inquietud de Dios por nosotros. Puesto que Dios está inquieto con relación a
nosotros, él nos sigue hasta el pesebre, hasta la cruz. «Buscándome te sentaste cansado,
me has redimido con el suplicio de la cruz: que tanto esfuerzo no sea en vano», así
reza la Iglesia en el Dies irae. La inquietud del hombre hacia Dios y, a partir de
ella, la inquietud de Dios hacia el hombre, no deben dejar tranquilo al Obispo. A
esto nos referimos cuando decimos que el Obispo ha de ser sobre todo un hombre de
fe. Porque la fe no es más que estar interiormente tocados por Dios, una condición
que nos lleva por la vía de la vida. La fe nos introduce en un estado en el que la
inquietud de Dios se apodera de nosotros y nos convierte en peregrinos que están interiormente
en camino hacia el verdadero rey del mundo y su promesa de justicia, verdad y amor.
En esta peregrinación, el Obispo debe de ir delante, debe ser el que indica a los
hombres el camino hacia la fe, la esperanza y el amor.
La peregrinación interior
de la fe hacia Dios se realiza sobre todo en la oración. San Agustín dijo una vez
que la oración, en último término, no sería más que la actualización y la radicalización
de nuestro deseo de Dios. En lugar de la palabra «deseo» podríamos poner también la
palabra «inquietud» y decir que la oración quiere arrancarnos de nuestra falsa comodidad,
del estar encerrados en las realidades materiales, visibles y transmitirnos la inquietud
por Dios, haciéndonos precisamente así abiertos e inquietos unos hacia otros. El Obispo,
como peregrino de Dios, ha de ser sobre todo un hombre que reza. Ha de vivir en un
permanente contacto interior con Dios; su alma ha de estar completamente abierta a
Dios. Ha de llevar a Dios sus dificultades y las de los demás, así como sus alegrías
y las de los otros, y así, a su modo, establecer el contacto entre Dios y el mundo
en la comunión con Cristo, para que la luz de Cristo resplandezca en el mundo.
Volvamos
a los Magos de Oriente. Ellos eran también y sobre todo hombres que tenían valor,
el valor y la humildad de la fe. Se necesitaba tener valentía para recibir el signo
de la estrella como una orden de partir, para salir –hacia lo desconocido, lo incierto,
por los caminos llenos de multitud peligros al acecho. Podemos imaginarnos las burlas
que suscitó la decisión de estos hombres: la irrisión de los realistas que no podían
sino burlarse de las fantasías de estos hombres. El que partía apoyándose en promesas
tan inciertas, arriesgándolo todo, solo podía aparecer como alguien ridículo. Pero,
para estos hombres tocados interiormente por Dios, el camino acorde con las indicaciones
divinas era más importante que la opinión de la gente. La búsqueda de la verdad era
para ellos más importante que las burlas del mundo, aparentemente inteligente.
¿Cómo
no pensar, ante una situación semejante, en la misión de un Obispo en nuestro tiempo?
La humildad de la fe, del creer junto con la fe de la Iglesia de todos los tiempos,
se encontrará siempre en conflicto con la inteligencia dominante de los que se atienen
a lo que en apariencia es seguro. Quien vive y anuncia la fe de la Iglesia, en muchos
puntos no está de acuerdo con las opiniones dominantes precisamente también en nuestro
tiempo. El agnosticismo ampliamente imperante hoy tiene sus dogmas y es extremadamente
intolerante frente a todo lo que lo pone en tela de juicio y cuestiona sus criterios.
Por eso, el valor de contradecir las orientaciones dominantes es hoy especialmente
acuciante para un Obispo. Él ha de ser valeroso. Y ese valor o fortaleza no consiste
en golpear con violencia, en la agresividad, sino en el dejarse golpear y enfrentarse
a los criterios de las opiniones dominantes. A los que el Señor manda como corderos
en medio de lobos se les requiere inevitablemente que tengan el valor de permanecer
firme con la verdad. «Quien teme al Señor no tiene miedo de nada», dice el Eclesiástico
(34,14). El temor de Dios libera del temor de los hombres. Hace libres.
En
este contesto, recuerdo un episodio de los comienzos del cristianismo que san Lucas
narra en los Hechos de los Apóstoles. Luego del discurso de Gamaliel, que desaconsejaba
la violencia contra la comunidad naciente de los creyentes en Jesús, el Sanedrín llamó
a los apóstoles y los mandó azotar. Después les prohibió predicar en nombre de Jesús
y los pusieron en libertad. Lucas continúa: «Los apóstoles salieron del Sanedrín contentos
de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús. Ningún día dejaban de enseñar…
anunciando el Evangelio de Jesucristo» (Hch 5,40ss). También los sucesores de los
Apóstoles se han de esperar ser constantemente golpeados, de manera moderna, si no
cesan de anunciar de forma audible y comprensible el Evangelio de Jesucristo. Y entonces
podrán estar alegres de haber sido juzgados dignos de sufrir ultrajes por él. Naturalmente,
como los Apóstoles, queremos convencer a las personas y, en este sentido, alcanzar
la aprobación. Lógicamente no provocamos, sino todo lo contrario, invitamos a todos
a entrar en el gozo de la verdad que muestra el camino. La aprobación de las opiniones
dominantes, no es el criterio al que nos sometemos. El criterio es él mismo: el Señor.
Si defendemos su causa, conquistaremos siempre, gracias a Dios, personas para el camino
del Evangelio. Pero seremos también inevitablemente golpeados por aquellos que, con
su vida, están en contraste con el Evangelio, y entonces daremos gracias por ser juzgados
dignos de participar en la Pasión de Cristo.
Los Magos siguieron la estrella,
y así llegaron hasta Jesús, a la gran luz que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo (cf. Jn 1,9). Como peregrinos de la fe, los Magos mismos se han convertido en
estrellas que brillan en el cielo de la historia y nos muestran el camino. Los santos
son las verdaderas constelaciones de Dios, que iluminan las noches de este mundo y
nos guían. San Pablo, en la carta a los Filipenses, dijo a sus fieles que deben brillar
como lumbreras del mundo (cf. 2,15).
Queridos amigos, esto tiene que ver también
con nosotros. Tiene que ver sobre todo con vosotros que, en este momento, seréis ordenados
Obispos de la Iglesia de Jesucristo. Si vivís con Cristo, nuevamente vinculados a
él por el sacramento, entonces también vosotros llegaréis a ser sabios. Entonces seréis
astros que preceden a los hombres y les indican el camino recto de la vida. En este
momento todos aquí oramos por vosotros, para que el Señor os colme con la luz de la
fe y del amor. Para que aquella inquietud de Dios por el hombre os toque, para que
todos experimenten su cercanía y reciban el don de su gloria. Oramos por vosotros,
para que el Señor os done siempre la valentía y la humildad de la fe. Oramos a María
que ha mostrado a los Magos el nuevo Rey del mundo (Mt 2,11), para que ella, como
Madre amorosa, muestre también a vosotros a Jesucristo y os ayude a ser indicadores
del camino que conduce a él. Amén.