En la lucha por la familia está en juego el hombre mismo, el Papa a la Curia romana
(RV).- (Con audio) Como todos los años por estas fechas, con gran alegría el Papa
se encontró esta mañana con sus venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado,
miembros del Colegio de Cardenales, representantes de la Curia Romana y de la Gobernación,
en este momento tradicional antes de la Santa Navidad. Al saludar cordialmente a todos,
comenzando por el cardenal Decano, Angelo Sodano, a quien agradeció sus palabras y
la felicitación que le dirigió en nombre de toda la Curia, Benedicto XVI recordó la
expresión que se repite a menudo en estos días en la liturgia latina, “El Señor está
cerca, venid, adorémosle”.
También nosotros,
como una sola familia, nos preparamos para adorar en la gruta de Belén a ese Niño,
que es Dios mismo que se ha acercado hasta el punto de hacerse hombre como nosotros.
Correspondo con gusto a las felicitaciones y doy las gracias a todos, incluidos los
Representantes Pontificios repartidos por todo el mundo, por la generosa colaboración
que cada uno de vosotros presta a mi Ministerio.
El Papa destacó que estamos
terminando un año que, una vez más, se ha caracterizado en la Iglesia y en el mundo
por muchas situaciones difíciles, de grandes cuestiones y desafíos, pero también de
signos de esperanza. Por esta razón mencionó sólo algunos puntos destacados en la
vida de la Iglesia y de su ministerio cetrino, comenzando por sus viajes a México
y Cuba, que definió “encuentros inolvidables, con la fuerza de la fe, profundamente
arraigada en los corazones de los hombres, y con la alegría por la vida que surge
de la fe”.
Recuerdo que,
tras llegar a México, se agolpaban al borde del largo trecho que se debía recorrer
interminables filas de personas, que saludaban agitando pañuelos y banderas. Recuerdo
cómo, durante el trayecto hacia Guanajuato, la pintoresca capital del homónimo Estado,
había jóvenes a los lados de la carretera, devotamente arrodillados para recibir la
bendición del Sucesor de Pedro. Recuerdo cómo la gran liturgia en las cercanías de
la estatua de Cristo Rey se convirtió en un acto que hacía presente la realeza de
Cristo, su paz, su justicia, su verdad.
Todo esto – dijo también el Papa
– en el contexto de los problemas de un país que sufre múltiples formas de violencia
y las dificultades de dependencias económicas. De ahí que añadiera que, “ciertamente,
estos problemas no se pueden resolver simplemente mediante la religiosidad, pero menos
aún se solucionarán sin esa purificación interior del corazón que proviene de la fuerza
de la fe, del encuentro con Jesucristo”.
Y después vino
la experiencia de Cuba. También aquí hubo grandes liturgias, en cuyos cantos, oraciones
y silencios se podía percibir la presencia de Aquel, al que durante mucho tiempo se
había querido negar cabida en el País. La búsqueda en este País de un justo planteamiento
de la relación entre vinculaciones y libertad, ciertamente no puede tener éxito sin
una referencia a esos criterios de fondo que se han manifestado a la humanidad en
el encuentro con el Dios de Jesucristo.
Entre las demás etapas del año
que se acerca a su fin, y que el Pontífice mencionó a la Curia destacamos la gran
Fiesta de la Familia en Milán, así como la visita a El Líbano, con la entrega de la
Exhortación Apostólica postsinodal, que ahora deberá constituir en la vida de la Iglesia
y de la sociedad en Medio Oriente una orientación sobre los difíciles caminos de la
unidad y de la paz. Mientras el último acontecimiento importante de este año, ya en
su ocaso, ha sido el Sínodo sobre la Nueva Evangelización, que ha marcado al mismo
tiempo el comienzo del Año de la Fe, con el cual conmemoramos la inauguración del
Concilio Vaticano II, hace cincuenta años, para comprenderlo y asimilarlo de nuevo
en esta situación que ha cambiado.
Me ha llamado
la atención que en el Sínodo se haya subrayado repetidamente la importancia de la
familia como lugar auténtico en el que se transmiten las formas fundamentales del
ser persona humana. Se aprenden viviéndolas y también sufriéndolas juntos. Así se
ha hecho patente que en el tema de la familia no se trata únicamente de una determinada
forma social, sino de la cuestión del hombre mismo; de la cuestión sobre qué es el
hombre y sobre lo que es preciso hacer para ser hombres del modo justo. Los desafíos
en este contexto son complejos.
Muchos otros conceptos expresó el Santo
Padre a los miembros de la Curia romana, en que se interrogó, en primer lugar, acerca
de la cuestión sobre la capacidad del hombre de comprometerse, o bien de su carencia
de compromisos. ¿Puede el hombre comprometerse para toda la vida? ¿Corresponde esto
a su naturaleza? ¿Acaso no contrasta con su libertad y las dimensiones de su autorrealización?
El hombre, ¿llega a ser sí mismo permaneciendo autónomo y entrando en contacto con
el otro solamente a través de relaciones que puede interrumpir en cualquier momento?
Un vínculo para toda la vida ¿está en conflicto con la libertad? El compromiso, ¿merece
también que se sufra por él?
Y antes de impartirles su Bendición Apostólica,
Benedicto XVI concluyó afirmando:
«Venid y veréis».
Esta palabra que Jesús dirige a los dos discípulos en búsqueda, la dirige también
a los hombres de hoy que están en búsqueda. Al final de año, pedimos al Señor que
la Iglesia, a pesar de sus pobrezas, sea reconocida cada vez más como su morada. Le
rogamos para que, en el camino hacia su casa, nos haga día a día más capaces de ver,
de modo que podamos decir mejor, más y más convincentemente: Hemos encontrado a Aquél,
al que todo el mundo espera, Jesucristo, verdadero Hijo de Dios y verdadero hombre.
Con este espíritu os deseo de corazón a todos una Santa Navidad y un feliz Año Nuevo.
(María
Fernanda Bernasconi – RV).
Texto completo de la alocución del Santo
Padre: Señores Cardenales, Venerados hermanos en el episcopado y en el
presbiterado, Queridos hermanos y hermanas
Con gran alegría me encuentro
hoy con vosotros, queridos miembros del Colegio de Cardenales, representantes de la
Curia Romana y de la Gobernación, en este momento tradicional antes de la Santa Navidad.
Os saludo cordialmente a todos, comenzando por el cardenal Angelo Sodano, al que agradezco
las amables palabras y la efusiva felicitación que me ha dirigido también en vuestro
nombre. El Cardenal Decano nos ha recordado una expresión que se repite a menudo estos
días en la liturgia latina: Prope est iam Dominus, venite adoremus. El Señor está
cerca, venid, adorémosle. También nosotros, como una sola familia, nos preparamos
para adorar en la gruta de Belén a ese Niño, que es Dios mismo que se ha acercado
hasta el punto de hacerse hombre como nosotros. Correspondo con gusto a las felicitaciones
y doy las gracias a todos, incluidos los Representantes Pontificios repartidos por
todo el mundo, por la generosa colaboración que cada uno de vosotros presta a mi Ministerio.
Estamos
terminando un año que, una vez más, se ha caracterizado en la Iglesia y en el mundo
por muchas situaciones difíciles, de grandes cuestiones y desafíos, pero también de
signos de esperanza. Menciono sólo algunos puntos destacados en la vida de la Iglesia
y de mi ministerio petrino. Ante todo, han tenido lugar los viajes a México y Cuba.
Han sido encuentros inolvidables, con la fuerza de la fe, profundamente arraigada
en los corazones de los hombres, y con la alegría por la vida que surge de la fe.
Recuerdo que, tras llegar a México, se agolpaban al borde del largo trecho que se
debía recorrer interminables filas de personas, que saludaban agitando pañuelos y
banderas. Recuerdo cómo, durante el trayecto hacia Guanajuato, la pintoresca capital
del homónimo Estado, había jóvenes a los lados de la carretera, devotamente arrodillados
para recibir la bendición del Sucesor de Pedro. Recuerdo cómo la gran liturgia en
las cercanías de la estatua de Cristo Rey se convirtió en un acto que hacía presente
la realeza de Cristo, su paz, su justicia, su verdad. Todo esto en el contexto de
los problemas de un país que sufre múltiples formas de violencia y las dificultades
de dependencias económicas. Ciertamente, estos problemas no se pueden resolver simplemente
mediante la religiosidad, pero menos aún se solucionarán sin esa purificación interior
del corazón que proviene de la fuerza de la fe, del encuentro con Jesucristo. Y después
vino la experiencia de Cuba. También aquí hubo grandes liturgias, en cuyos cantos,
oraciones y silencios se podía percibir la presencia de Aquel, al que durante mucho
tiempo se había querido negar cabida en el País. La búsqueda en este País de un justo
planteamiento de la relación entre vinculaciones y libertad, ciertamente no puede
tener éxito sin una referencia a esos criterios de fondo que se han manifestado a
la humanidad en el encuentro con el Dios de Jesucristo.
Otras etapas del año
que se acerca a su fin, y que quisiera mencionar, son la gran Fiesta de la Familia
en Milán, así como la visita al Líbano, con la entrega de la Exhortación Apostólica
postsinodal, que ahora deberá constituir en la vida de la Iglesia y de la sociedad
en Medio Oriente una orientación sobre los difíciles caminos de la unidad y de la
paz. El último acontecimiento importante de este año, ya en su ocaso, ha sido el Sínodo
sobre la Nueva Evangelización, que ha marcado al mismo tiempo el comienzo del Año
de la Fe, con el cual conmemoramos la inauguración del Concilio Vaticano II, hace
cincuenta años, para comprenderlo y asimilarlo de nuevo en esta situación que ha cambiado.
Entre
todas estas ocasiones, se han tocado temas fundamentales de nuestro momento histórico:
la familia (Milán), el servicio a la paz en el mundo y el diálogo interreligioso (Líbano),
así como el anuncio del mensaje de Jesucristo en nuestro tiempo a quienes aún no lo
han encontrado, y a tantos que lo conocen sólo desde fuera y precisamente por eso,
no lo re-conocen. De entre estas grandes temáticas, quisiera reflexionar un poco más
en detalle especialmente sobre el tema de la familia y sobre la naturaleza del diálogo,
añadiendo después también una breve observación sobre el tema de la Nueva Evangelización.
La
gran alegría con la que se han reunido en Milán familias de todo el mundo ha puesto
de manifiesto que, a pesar de las impresiones contrarias, la familia es fuerte y viva
también hoy. Sin embargo, es innegable la crisis que la amenaza en sus fundamentos,
especialmente en el mundo occidental. Me ha llamado la atención que en el Sínodo se
haya subrayado repetidamente la importancia de la familia como lugar auténtico en
el que se transmiten las formas fundamentales del ser persona humana. Se aprenden
viviéndolas y también sufriéndolas juntos. Así se ha hecho patente que en el tema
de la familia no se trata únicamente de una determinada forma social, sino de la cuestión
del hombre mismo; de la cuestión sobre qué es el hombre y sobre lo que es preciso
hacer para ser hombres del modo justo. Los desafíos en este contexto son complejos.
Tenemos en primer lugar la cuestión sobre la capacidad del hombre de comprometerse,
o bien de su carencia de compromisos. ¿Puede el hombre comprometerse para toda la
vida? ¿Corresponde esto a su naturaleza? ¿Acaso no contrasta con su libertad y las
dimensiones de su autorrealización? El hombre, ¿llega a ser sí mismo permaneciendo
autónomo y entrando en contacto con el otro solamente a través de relaciones que puede
interrumpir en cualquier momento? Un vínculo para toda la vida ¿está en conflicto
con la libertad? El compromiso, ¿merece también que se sufra por él? El rechazo de
la vinculación humana, que se difunde cada vez más a causa de una errónea comprensión
de la libertad y la autorrealización, y también por eludir el soportar pacientemente
el sufrimiento, significa que el hombre permanece encerrado en sí mismo y, en última
instancia, conserva el propio «yo» para sí mismo, no lo supera verdaderamente. Pero
el hombre sólo logra ser él mismo en la entrega de sí mismo, y sólo abriéndose al
otro, a los otros, a los hijos, a la familia; sólo dejándose plasmar en el sufrimiento,
descubre la amplitud de ser persona humana. Con el rechazo de estos lazos desaparecen
también las figuras fundamentales de la existencia humana: el padre, la madre, el
hijo; decaen dimensiones esenciales de la experiencia de ser persona humana.
El
gran rabino de Francia, Gilles Bernheim, en un tratado cuidadosamente documentado
y profundamente conmovedor, ha mostrado que el atentado, al que hoy estamos expuestos,
a la auténtica forma de la familia, compuesta por padre, madre e hijo, tiene una dimensión
aún más profunda. Si hasta ahora habíamos visto como causa de la crisis de la familia
un malentendido de la esencia de la libertad humana, ahora se ve claro que aquí está
en juego la visión del ser mismo, de lo que significa realmente ser hombres. Cita
una afirmación que se ha hecho famosa de Simone de Beauvoir: «Mujer no se nace, se
hace» (“On ne naît pas femme, on le devient”). En estas palabras se expresa la base
de lo que hoy se presenta bajo el lema «gender» como una nueva filosofía de la sexualidad.
Según esta filosofía, el sexo ya no es un dato originario de la naturaleza, que el
hombre debe aceptar y llenar personalmente de sentido, sino un papel social del que
se decide autónomamente, mientras que hasta ahora era la sociedad la que decidía.
La falacia profunda de esta teoría y de la revolución antropológica que subyace en
ella es evidente. El hombre niega tener una naturaleza preconstituida por su corporeidad,
que caracteriza al ser humano. Niega la propia naturaleza y decide que ésta no se
le ha dado como hecho preestablecido, sino que es él mismo quien se la debe crear.
Según el relato bíblico de la creación, el haber sido creada por Dios como varón y
mujer pertenece a la esencia de la criatura humana. Esta dualidad es esencial para
el ser humano, tal como Dios la ha dado. Precisamente esta dualidad como dato originario
es lo que se impugna. Ya no es válido lo que leemos en el relato de la creación: «Hombre
y mujer los creó» (Gn 1,27). No, lo que vale ahora es que no ha sido Él quien los
creó varón o mujer, sino que hasta ahora ha sido la sociedad la que lo ha determinado,
y ahora somos nosotros mismos quienes hemos de decidir sobre esto. Hombre y mujer
como realidad de la creación, como naturaleza de la persona humana, ya no existen.
El hombre niega su propia naturaleza. Ahora él es sólo espíritu y voluntad. La manipulación
de la naturaleza, que hoy deploramos por lo que se refiere al medio ambiente, se convierte
aquí en la opción de fondo del hombre respecto a sí mismo. En la actualidad, existe
sólo el hombre en abstracto, que después elije para sí mismo, autónomamente, una u
otra cosa como naturaleza suya. Se niega a hombres y mujeres su exigencia creacional
de ser formas de la persona humana que se integran mutuamente. Ahora bien, si no existe
la dualidad de hombre y mujer como dato de la creación, entonces tampoco existe la
familia como realidad preestablecida por la creación. Pero, en este caso, también
la prole ha perdido el puesto que hasta ahora le correspondía y la particular dignidad
que le es propia. Bernheim muestra cómo ésta, de sujeto jurídico de por sí, se convierte
ahora necesariamente en objeto, al cual se tiene derecho y que, como objeto de un
derecho, se puede adquirir. Allí donde la libertad de hacer se convierte en libertad
de hacerse por uno mismo, se llega necesariamente a negar al Creador mismo y, con
ello, también el hombre como criatura de Dios, como imagen de Dios, queda finalmente
degradado en la esencia de su ser. En la lucha por la familia está en juego el hombre
mismo. Y se hace evidente que, cuando se niega a Dios, se disuelve también la dignidad
del hombre. Quien defiende a Dios, defiende al hombre.
Con esto quisiera llegar
al segundo gran tema que, desde Asís hasta el Sínodo sobre la Nueva Evangelización,
ha impregnado todo el año que termina, es decir, la cuestión del diálogo y del anuncio.
Hablemos primero del diálogo. Veo sobre todo tres campos de diálogo para la Iglesia
en nuestro tiempo, en los cuales ella debe estar presente en la lucha por el hombre
y por lo que significa ser persona humana: el diálogo con los Estados, el diálogo
con la sociedad – incluyendo en él el diálogo con las culturas y la ciencia – y el
diálogo con las religiones. En todos estos diálogos, la Iglesia habla desde la luz
que le ofrece la fe. Pero encarna al mismo tiempo la memoria de la humanidad, que
desde los comienzos y en el transcurso de los tiempos es memoria de las experiencias
y sufrimientos de la humanidad, en los que la Iglesia ha aprendido lo que significa
ser hombres, experimentando su límite y su grandeza, sus posibilidades y limitaciones.
La cultura de lo humano, de la que ella se hace valedora, ha nacido y se ha desarrollado
a partir del encuentro entre la revelación de Dios y la existencia humana. La Iglesia
representa la memoria de ser hombres ante una cultura del olvido, que ya sólo conoce
a sí misma y su propio criterio de medida. Pero, así como una persona sin memoria
ha perdido su propia identidad, también una humanidad sin memoria perdería su identidad.
Lo que se ha manifestado a la Iglesia en el encuentro entre la revelación y la experiencia
humana va ciertamente más allá del ámbito de la razón, pero no constituye un mundo
especial, que no tendría interés alguno para el no creyente. Si el hombre reflexiona
sobre ello y se adentra en su comprensión, se amplía el horizonte de la razón, y esto
concierne también a quienes no alcanzan a compartir la fe en la Iglesia. En el diálogo
con el Estado y la sociedad, la Iglesia no tiene ciertamente soluciones ya hechas
para cada uno de los problemas. Se esforzará junto con otras fuerzas sociales para
las respuestas que se adapten mejor a la medida correcta del ser humano. Lo que ella
ha reconocido como valores fundamentales, constitutivos y no negociables de la existencia
humana, lo debe defender con la máxima claridad. Ha de hacer todo lo posible para
crear una convicción que se pueda concretar después en acción política.
En
la situación actual de la humanidad, el diálogo de las religiones es una condición
necesaria para la paz en el mundo y, por tanto, es un deber para los cristianos, y
también para las otras comunidades religiosas. Este diálogo de las religiones tiene
diversas dimensiones. Será en primer lugar un simple diálogo de la vida, un diálogo
sobre el compartir práctico. En él no se hablará de los grandes temas de la fe: si
Dios es trinitario, o cómo ha de entenderse la inspiración de las Sagradas Escrituras,
etc. Se trata de los problemas concretos de la convivencia y de la responsabilidad
común respecto a la sociedad, al Estado, a la humanidad. En esto hay que aprender
a aceptar al otro en su diferente modo de ser y pensar. Para ello, es necesario establecer
como criterio de fondo del coloquio la responsabilidad común ante la justicia y la
paz. Un diálogo en el que se trata sobre la paz y la justicia se convierte por sí
mismo, más allá de lo meramente pragmático, en un debate ético acerca de las valoraciones
que son el presupuesto del todo. De este modo, un diálogo meramente práctico en un
primer momento se convierte también en una búsqueda del modo justo de ser persona
humana. Aun cuando las opciones de fondo en cuanto tales no se ponen en discusión,
los esfuerzos sobre una cuestión concreta llegan a desencadenar un proceso en el que,
mediante la escucha del otro, ambas partes pueden encontrar purificación y enriquecimiento.
Así, estos esfuerzos pueden significar también pasos comunes hacia la única verdad,
sin cambiar las opciones de fondo. Si ambas partes están impulsadas por una hermenéutica
de la justicia y de la paz, no desaparecerá la diferencia de fondo, pero crecerá también
una cercanía más profunda entre ellas.
Hay dos reglas para la esencia del
diálogo interreligioso que, por lo general, hoy se consideran fundamentales:
1. El
diálogo no se dirige a la conversión, sino más bien a la comprensión. En esto se distingue
de la evangelización, de la misión. 2. En conformidad con esto, en este diálogo,
ambas partes permanecen conscientemente en su propia identidad, que no ponen en cuestión
en el diálogo, ni para ellas, ni para los otros.
Estas reglas son justas.
No obstante, pienso que estén formuladas demasiado superficialmente de esta manera.
Sí, el diálogo no tiene como objetivo la conversión, sino una mejor comprensión recíproca.
Esto es correcto. Pero tratar de conocer y comprender implica siempre un deseo de
acercarse también a la verdad. De este modo, ambas partes, acercándose paso a paso
a la verdad, avanzan y están en camino hacia modos de compartir más amplios, que se
fundan en la unidad de la verdad. Por lo que se refiere al permanecer fieles a la
propia identidad, sería demasiado poco que el cristiano, al decidir mantener su identidad,
interrumpiese por su propia cuenta, por decirlo así, el camino hacia la verdad. Si
así fuera, su ser cristiano sería algo arbitrario, una opción simplemente fáctica.
De esta manera, pondría de manifiesto que él no tiene en cuenta que en la religión
se está tratando con la verdad. Respecto a esto, diría que el cristiano tiene una
gran confianza fundamental, más aún, la gran certeza de fondo de que puede adentrarse
tranquilamente en la inmensidad de la verdad sin ningún temor por su identidad de
cristiano. Ciertamente, no somos nosotros quienes poseemos la verdad, es ella la que
nos posee a nosotros: Cristo, que es la Verdad, nos ha tomado de la mano, y sabemos
que nos tiene firmemente de su mano en el camino de nuestra búsqueda apasionada del
conocimiento. El estar interiormente sostenidos por la mano de Cristo nos hace libres
y, al mismo tiempo, seguros. Libres, porque, si estamos sostenidos por Él, podemos
entrar en cualquier diálogo abiertamente y sin miedo. Seguros, porque Él no nos abandona,
a no ser que nosotros mismos nos separemos de Él. Unidos a Él, estamos en la luz de
la verdad.
Para concluir es preciso hacer una breve anotación sobre el anuncio,
sobre la evangelización, de la que, siguiendo las propuestas de los padres sinodales,
hablará efectivamente con amplitud el documento postsinodal. Veo que los elementos
esenciales del proceso de evangelización aparecen muy elocuentemente en el relato
de san Juan sobre la llamada de los dos discípulos del Bautista, que se convierten
en discípulos de Cristo (cf. Jn 1,35-39). Encontramos en primer lugar el mero acto
del anuncio. Juan el Bautista señala a Jesús y dice: «Este es el Cordero de Dios».
Poco más adelante, el evangelista narra un hecho similar. Esta vez es Andrés, que
dice a su hermano Simón: «Hemos encontrado al Mesías» (1,41). El primero y fundamental
elemento es el simple anuncio, el kerigma, que toma su fuerza de la convicción interior
del que anuncia. En el relato de los dos discípulos sigue después la escucha, el ir
tras los pasos de Jesús, un seguirle que no es todavía seguimiento, sino más bien
una santa curiosidad, un movimiento de búsqueda. En efecto, ambos son personas en
búsqueda, personas que, más allá de lo cotidiano, viven en espera de Dios, en espera
porque Él está y, por tanto, se mostrará. Su búsqueda, iluminada por el anuncio, se
hace concreta. Quieren conocer mejor a Aquél que el Bautista ha llamado Cordero de
Dios. El tercer acto comienza cuando Jesús mira atrás hacia ellos y les pregunta:
«¿Qué buscáis?». La respuesta de ambos es de nuevo una pregunta, que manifiesta la
apertura de su espera, la disponibilidad a dar nuevos pasos. Preguntan: «Maestro,
¿dónde vives?». La respuesta de Jesús: «Venid y veréis», es una invitación a acompañarlo
y, caminando con Él, a llegar a ver.
La palabra del anuncio es eficaz allí
donde en el hombre existe la disponibilidad dócil para la cercanía de Dios; donde
el hombre está interiormente en búsqueda y por ende en camino hacia el Señor. Entonces,
la atención de Jesús por él le llega al corazón y, después, el encuentro con el anuncio
suscita la santa curiosidad de conocer a Jesús más de cerca. Este caminar con Él conduce
al lugar en el que habita Jesús, en la comunidad de la Iglesia, que es su Cuerpo.
Significa entrar en la comunión itinerante de los catecúmenos, que es una comunión
de profundización y, a la vez, de vida, en la que el caminar con Jesús nos convierte
en personas que ven.
«Venid y veréis». Esta palabra que Jesús dirige a los
dos discípulos en búsqueda, la dirige también a los hombres de hoy que están en búsqueda.
Al final de año, pedimos al Señor que la Iglesia, a pesar de sus pobrezas, sea reconocida
cada vez más como su morada. Le rogamos para que, en el camino hacia su casa, nos
haga día a día más capaces de ver, de modo que podamos decir mejor, más y más convincentemente:
Hemos encontrado a Aquél, al que todo el mundo espera, Jesucristo, verdadero Hijo
de Dios y verdadero hombre. Con este espíritu os deseo de corazón a todos una Santa
Navidad y un feliz Año Nuevo.