Mensaje del Papa para la XLVI Jornada Mundial de la Paz : Invitamos a una lectura
completa y objetiva
(RV).- (Con Audio) Un amplio eco tuvo en todo el mundo el Mensaje del Papa para la
Jornada Mundial de la Paz publicado este 14 de diciembre. Los medios informativos
internacionales subrayaron el llamamiento que Benedicto XVI hizo para cambiar el modelo
económico, porque el modelo actual, dominado por el capitalismo financiero, está atacando
los derechos sociales creando una insostenible diferencia entre ricos y pobres. En
Italia, sin embargo, se le ha dedicado una clave de lectura diferente, dejando de
lado el rico contenido que el Papa ofrece en su totalidad. Por este motivo, el Padre
Federico Lombardi, director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede ha hecho el siguiente
comentario que anexamos en audio y texto: (Audio)
Sigue Texto
del Audio con mensaje P. Federico Lombardi y anexo, el Mensaje para la XLVI Jonrada
Mundial de la Paz de Benedicto XVI.
TEXTO DEL MENSAJE PADRE FEDERICO
LOMBARDI
Leer objetivamente el mensaje
También esta vez
sucedió que un documento importante y muy rico haya sido presentado por muchas voces
y títulos de página italianos en modo del todo parcial y tergiversado. Sucedió porque
en un breve pasaje regresa a la visión del matrimonio entre un hombre y una mujer,
como profundamente diverso de formas radicalmente diversas de unión y afirma que esto
es reconocible por la razón humana y, junto a los otros principios esenciales de una
correcta visión de la persona y de la sociedad, antes que nada la tutela de la vida,
va defendida si se quiere construir la paz sobre sólidas bases y buscar con clarividencia
el bien de la sociedad humana. Como se sabe, es la visión que la Iglesia no se cansa
de repetir en un tiempo en el que este punto aparece continuamente bajo ataque en
muchos países. No hay de que sorprenderse. La reacción aparece por lo tanto descompuesta
y desproporcionada, hecha de gritos más que de razonamientos, casi tendiente a intimidar
a quien quiere sostener libremente esta visión en la arena pública. Y no solamente,
la reacción viene para oscurecer muchos aspectos del mismo Mensaje del Papa de extraordinaria
actualidad y fuerza, que tendrían que ser –en cambio- meditados con gran atención
y sobre los que es justo llamar nuevamente la atención. En tiempos de extendida desocupación,
la afirmación neta de parte del Papa sobre el derecho al trabajo como esencial para
la dignidad de la persona humana, suena como un grito de alarma, que solicita una
reflexión mucho más profunda y decidida sobre la transformación de los “modelos de
desarrollo” que nos han conducido al punto en el que estamos y en el que están ausentes
aquellos principios de fraternidad, solidaridad, gratuidad que deben garantizar la
dimensión verdaderamente humana del orden económico, social, político. Y el Papa recuerda
también con fuerza que el problema de la crisis de alimentos es mucho más grave de
aquella financiera: el hambre continúa arremetiendo contra el mundo y que nos olvidamos
de ello muy fácilmente. Demasiada gente muere de hambre. La encíclica “Caritas
in Veritate” de Papa Benedicto, y la famosa “Pacem in terris” de Juan XXIII,
de la que en breve celebraremos el quincuagésimo aniversario, ya nos guiaban para
comprometernos en estas direcciones.
En sustancia, el Mensaje dice cosas urgentes
y fundamentales para la humanidad de hoy, que no van olvidadas por el solo hecho de
que pide de oponerse a una “equivalencia jurídica” entre el matrimonio entre un hombre
y una mujer con “formas radicalmente distintas de unión”. Invitamos a todos a una
lectura completa y objetiva del documento.
Traducción de Patricia L. Jáuregui
Romero - Radio Vaticano / @pjuregui
BIENAVENTURADOS LOS QUE TRABAJAN
POR LA PAZ Texto Mensaje de Benedicto XVI para la XLVI Jornada Mundial de la Paz
(1° enero 2013)
Vaticano el 8 de diciembre de 2012.
1.- Cada
nuevo año trae consigo la esperanza de un mundo mejor. En esta perspectiva, pido a
Dios, Padre de la humanidad, que nos conceda la concordia y la paz, para que se puedan
cumplir las aspiraciones de una vida próspera y feliz para todos.
Trascurridos
50 años del Concilio Vaticano II, que ha contribuido a fortalecer la misión de la
Iglesia en el mundo, es alentador constatar que los cristianos, como Pueblo de Dios
en comunión con él y caminando con los hombres, se comprometen en la historia compartiendo
las alegrías y esperanzas, las tristezas y angustias anunciando la salvación de Cristo
y promoviendo la paz para todos.
En efecto, este tiempo nuestro, caracterizado
por la globalización, con sus aspectos positivos y negativos, así como por sangrientos
conflictos aún en curso, y por amenazas de guerra, reclama un compromiso renovado
y concertado en la búsqueda del bien común, del desarrollo de todos los hombres y
de todo el hombre.
Causan alarma los focos de tensión y contraposición provocados
por la creciente desigualdad entre ricos y pobres, por el predominio de una mentalidad
egoísta e individualista, que se expresa también en un capitalismo financiero no regulado.
Aparte de las diversas formas de terrorismo y delincuencia internacional, representan
un peligro para la paz los fundamentalismos y fanatismos que distorsionan la verdadera
naturaleza de la religión, llamada a favorecer la comunión y la reconciliación entre
los hombres.
Y, sin embargo, las numerosas iniciativas de paz que enriquecen
el mundo atestiguan la vocación in- nata de la humanidad hacia la paz. El deseo de
paz es una aspiración esencial de cada hombre, y coincide en cierto modo con el deseo
de una vida humana plena, feliz y lograda. En otras palabras, el deseo de paz se corresponde
con un principio moral fundamental, a saber, con el derecho y el deber a un desarrollo
integral, social, comunitario, que forma parte del diseño de Dios sobre el hombre.
El hombre está hecho para la paz, que es un don de Dios. Todo esto me ha llevado a
inspirarme para este mensaje en las palabras de Jesucristo: “Bienaventurados los que
trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios”.
La bienaventuranza
evangélica
2. Las bienaventuranzas proclamadas por Jesús son promesas. En la
tradición bíblica, en efecto, la bienaventuranza pertenece a un género literario que
comporta siempre una buena noticia, es decir, un evangelio que culmina con una promesa.
Por tanto, las bienaventuranzas no son meras recomendaciones morales, cuya observancia
prevé que, a su debido tiempo – un tiempo situado normalmente en la otra vida –, se
obtenga una recompensa, es decir, una situación de felicidad futura. La bienaventuranza
consiste más bien en el cumplimiento de una promesa dirigida a todos los que se dejan
guiar por las exigencias de la verdad, la justicia y el amor. Quienes se encomiendan
a Dios y a sus promesas son considerados frecuentemente por el mundo como ingenuos
o alejados de la realidad. Sin embargo, Jesús les declara que, no sólo en la otra
vida sino ya en ésta, descubrirán que son hijos de Dios, y que, desde siempre y para
siempre, Dios es totalmente solidario con ellos. Comprenderán que no están solos,
porque él está a favor de los que se comprometen con la verdad, la justicia y el amor.
Jesús, revelación del amor del Padre, no duda en ofrecerse con el sacrificio de sí
mismo. Cuando se acoge a Jesucristo, Hombre y Dios, se vive la experiencia gozosa
de un don inmenso: compartir la vida misma de Dios, es decir, la vida de la gracia,
prenda de una existencia plenamente bienaventurada. En particular, Jesucristo nos
da la verdadera paz que nace del encuentro confiado del hombre con Dios.
La
bienaventuranza de Jesús dice que la paz es al mismo tiempo un don mesiánico y una
obra humana. En efecto, la paz presupone un humanismo abierto a la trascendencia.
Es fruto del don recíproco, de un enriquecimiento mutuo, gracias al don que brota
de Dios, y que permite vivir con los demás y para los demás. La ética de la paz es
ética de la comunión y de la participación. Es indispensable, pues, que las diferentes
culturas actuales superen antropologías y éticas basadas en presupuestos teórico-prácticos
puramente subjetivistas y pragmáticos, en virtud de los cuales las relaciones de convivencia
se inspiran en criterios de poder o de beneficio, los medios se convierten en fines
y viceversa, la cultura y la educación se centran únicamente en los instrumentos,
en la tecnología y la eficiencia. Una condición previa para la paz es el desmantelamiento
de la dictadura del relativismo moral y del presupuesto de una moral totalmente autónoma,
que cierra las puertas al reconocimiento de la imprescindible ley moral natural inscrita
por Dios en la conciencia de cada hombre. La paz es la construcción de la convivencia
en términos racionales y morales, apoyándose sobre un fundamento cuya medida no la
crea el hombre, sino Dios: “El Señor da fuerza a su pueblo, el Señor ben dice a su
pueblo con la paz”, dice el Salmo 29.
La paz, don de Dios y obra del hombre
3.
La paz concierne a la persona humana en su integridad e implica la participación de
todo el hombre. Se trata de paz con Dios viviendo según su voluntad. Paz interior
con uno mismo, y paz exterior con el prójimo y con toda la creación. Comporta principalmente,
como escribió el beato Juan XXIII en la Encíclica Pacem in Terris, de la que
dentro de pocos meses se cumplirá el 50 aniversario, la construcción de una convivencia
basada en la verdad, la libertad, el amor y la justicia. La negación de lo que constituye
la verdadera naturaleza del ser humano en sus dimensiones constitutivas, en su capacidad
intrínseca de conocer la verdad y el bien y, en última instancia, a Dios mismo, pone
en peligro la construcción de la paz. Sin la verdad sobre el hombre, inscrita en su
corazón por el Creador, se menoscaba la libertad y el amor, la justicia pierde el
fundamento de su ejercicio.
Para llegar a ser un auténtico trabajador por la
paz, es indispensable cuidar la dimensión trascendente y el diálogo constante con
Dios, Padre misericordioso, mediante el cual se implora la redención que su Hijo Unigénito
nos ha conquistado. Así podrá el hombre vencer ese germen de oscuridad y de negación
de la paz que es el pecado en todas sus formas: el egoísmo y la violencia, la codicia
y el deseo de poder y dominación, la intolerancia, el odio y las estructuras injustas.
La
realización de la paz depende en gran medida del reconocimiento de que, en Dios, somos
una sola familia humana. Como enseña la Encíclica Pacem in Terris, se estructura
mediante relaciones interpersonales e instituciones apoyadas y animadas por un “nosotros”
comunitario, que implica un orden moral interno y externo, en el que se reconocen
sinceramente, de acuerdo con la verdad y la justicia, los derechos recíprocos y los
deberes mutuos. La paz es un orden vivificado e integrado por el amor, capaz de hacer
sentir como propias las necesidades y las exigencias del prójimo, de hacer partícipes
a los demás de los propios bienes, y de tender a que sea cada vez más difundida en
el mundo la comunión de los valores espirituales. Es un orden llevado a cabo
en
la libertad, es decir, en el modo que corresponde a la dignidad de las personas, que
por su propia naturaleza racional asumen la responsabilidad de sus propias obras.
La
paz no es un sueño, no es una utopía: la paz es posible. Nuestros ojos deben ver con
mayor profundidad, bajo la superficie de las apariencias y las manifestaciones, para
descubrir una realidad positiva que existe en nuestros corazones, porque todo hombre
ha sido creado a imagen de Dios y llamado a crecer, contribuyendo a la construcción
de un mundo nuevo. En efecto, Dios mismo, mediante la encarnación del Hijo, y la redención
que él llevó a cabo, ha entrado en la historia, haciendo surgir una nueva creación
y una alianza nueva entre Dios y el hombre, y dándonos la posibilidad de tener “un
corazón nuevo” y “un espíritu nuevo”.
Precisamente por eso, la Iglesia está
convencida de la urgencia de un nuevo anuncio de Jesucristo, el primer y principal
factor del desarrollo integral de los pueblos, y también de la paz. En efecto, Jesús
es nuestra paz, nuestra justicia, nuestra reconciliación . El que trabaja por la paz,
según la bienaventuranza de Jesús, es aquel que busca el bien del otro, el bien total
del alma y el cuerpo, hoy y mañana.
A partir de esta enseñanza se puede deducir
que toda persona y toda comunidad – religiosa, civil, educativa y cultural – está
llamada a trabajar por la paz. La paz es principalmente la realización del bien común
de las diversas sociedades, primarias e intermedias, nacionales, internacionales y
de alcance mundial. Precisamente por esta razón se puede afirmar que las vías para
construir el bien común son también las vías a seguir para obtener la paz.
Los
que trabajan por la paz son quienes aman, defienden y promueven la vida en su integridad
4.El
camino para la realización del bien común y de la paz pasa ante todo por el respeto
de la vida humana, considerada en sus múltiples aspectos, desde su concepción, en
su desarrollo y hasta su fin natural. Auténticos trabajadores por la paz son, entonces,
los que aman, defienden y promueven la vida humana en todas sus dimensiones: personal,
comunitaria y trascendente. La vida en plenitud es el culmen de la paz. Quien quiere
la paz no puede tolerar atentados y delitos contra la vida.
Quienes no aprecian
suficientemente el valor de la vida humana y, en consecuencia, sostienen por ejemplo
la liberación del aborto, tal vez no se dan cuenta que, de este modo, proponen la
búsqueda de una paz ilusoria. La huida de las responsabilidades, que envilece a la
persona humana, y mucho más la muerte de un ser inerme e inocente, nunca podrán traer
felicidad o paz. En efecto, ¿cómo es posible pretender conseguir la paz, el desarrollo
integral de los pueblos o la misma salvaguardia del ambiente, sin que sea tutelado
el derecho a la vida de los más débiles, empezando por los que aún no han nacido?
Cada agresión a la vida, especialmente en su origen, provoca inevitablemente daños
irreparables al desarrollo, a la paz, al ambiente. Tampoco es justo codificar de manera
subrepticia falsos derechos o libertades, que, basados en una visión reductiva y relativista
del ser humano, y mediante el uso hábil de expresiones ambiguas encaminadas a favorecer
un pretendido derecho al aborto y a la eutanasia, amenazan el derecho fundamental
a la vida.
También la estructura natural del matrimonio debe ser reconocida
y promovida como la unión de un hombre y una mujer, frente a los intentos de equipararla
desde un punto de vista jurídico con formas radicalmente distintas de unión que, en
realidad, dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular
y su papel insustituible en la sociedad.
Estos principios no son verdades de
fe, ni una mera derivación del derecho a la libertad religiosa. Están inscritos en
la misma naturaleza humana, se pueden conocer por la razón, y por tanto son comunes
a toda la humanidad. La acción de la Iglesia al promoverlos no tiene un carácter confesional,
sino que se dirige a todas las personas, prescindiendo de su afiliación religiosa.
Esta acción se hace tanto más necesaria cuanto más se niegan o no se comprenden estos
principios, lo que es una ofensa a la verdad de la persona humana, una herida grave
infligida a la justicia y a la paz.
Por tanto, constituye también una importante
cooperación a la paz el reconocimiento del derecho al uso del principio de la objeción
de conciencia con respecto a leyes y medidas gubernativas que atentan contra la dignidad
humana, como el aborto y la eutanasia, por parte de los ordenamientos jurídicos y
la administración de la justicia.
Entre los derechos humanos fundamentales,
también para la vida pacífica de los pueblos, está el de la libertad religiosa de
las personas y las comunidades. En este momento histórico, es cada vez más importante
que este derecho sea promovido no sólo desde un punto de vista negativo, como libertad
frente – por ejemplo, frente a obligaciones o constricciones de la libertad de elegir
la propia religión –, sino también desde un punto de vista positivo, en sus varias
articulaciones, como libertad de, por ejemplo, testimoniar la propia religión, anunciar
y comunicar su enseñanza, organizar actividades educativas, benéficas o asistenciales
que permitan aplicar los preceptos religiosos, ser y actuar como organismos sociales,
estructurados según los principios doctrinales y los fines institucionales que les
son propios. Lamentablemente, incluso en países con una antigua tradición cristiana,
se están multiplicando los episodios de intolerancia religiosa, especialmente en relación
con el cristianismo o de quienes simplemente llevan signos de identidad de su religión.
El
que trabaja por la paz debe tener presente que, en sectores cada vez mayores de la
opinión pública, la ideología del liberalismo radical y de la tecnocracia insinúan
la convicción de que el crecimiento económico se ha de conseguir incluso a costa de
erosionar la función social del Estado y de las redes de solidaridad de la sociedad
civil, así como de los derechos y deberes sociales. Estos derechos y deberes han de
ser considerados fundamentales para la plena realización de otros, empezando por los
civiles y políticos.
Uno de los derechos y deberes sociales más amenazados
actualmente es el derecho al trabajo. Esto se debe a que, cada vez más, el trabajo
y el justo reconocimiento del estatuto jurídico de los trabajadores no están adecuadamente
valorizados, porque el desarrollo económico se hace depender sobre todo de la absoluta
libertad de los mercados. El trabajo es considerado una mera variable dependiente
de los mecanismos económicos y financieros. A este propósito, reitero que la dignidad
del hombre, así como las razones económicas, sociales y políticas, exigen que “se
siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos,
o lo mantengan”. La condición previa para la realización de este ambicioso proyecto
es una renovada consideración del trabajo, basada en los principios éticos y valores
espirituales, que robustezca la concepción del mismo como bien fundamental para la
persona, la familia y la sociedad. A este bien corresponde un deber y un derecho que
exigen nuevas y valientes políticas de trabajo para todos.
Construir el
bien de la paz mediante un nuevo modelo de desarrollo y de economía
5. Actualmente
son muchos los que reconocen que es necesario un nuevo modelo de desarrollo, así como
una nueva visión de la economía. Tanto el desarrollo integral, solidario y sostenible,
como el bien común, exigen una correcta escala de valores y bienes, que se pueden
estructurar teniendo a Dios como referencia última. No basta con disposiciones de
muchos medios y una amplia gama de opciones, aunque sean de apreciar. Tanto los múltiples
bienes necesarios para el desarrollo, como las opciones posibles deben ser usados
según la perspectiva de una vida buena, de una conducta recta que reconozca el primado
de la dimensión espiritual y la llamada a la consecución del bien común. De otro modo,
pierden su justa valencia, acabando por ensalzar nuevos ídolos.
Para salir
de la actual crisis financiera y económica – que tiene como efecto un aumento de las
desigualdades – se necesitan personas, grupos e instituciones que promuevan la vida,
favoreciendo la creatividad humana para aprovechar incluso la crisis como una ocasión
de discernimiento y un nuevo modelo económico. El que ha prevalecido en los últimos
decenios postulaba la maximización del provecho y del consumo, en una óptica individualista
y egoísta, dirigida a valorar a las personas sólo por su capacidad de responder a
las exigencias de la competitividad. Desde otra perspectiva, sin embargo, el éxito
auténtico y duradero se obtiene con el don de uno mismo, de las propias capacidades
intelectuales, de la propia iniciativa, puesto que un desarrollo económico sostenible,
es decir, auténtica mente humano, necesita del principio de gratuidad como manifestación
de fraternidad y de la lógica del don.
En concreto, dentro de la actividad
económica, el que trabaja por la paz se configura como aquel que instaura con sus
colaboradores y compañeros, con los clientes y los usuarios, relaciones de lealtad
y de reciprocidad. Realiza la actividad económica por el bien común, vive su esfuerzo
como algo que va más allá de su propio interés, para beneficio de las generaciones
presentes y futuras. Se encuentra así trabajando no sólo para sí mismo, sino también
para dar a los demás un futuro y un trabajo digno.
En el ámbito económico,
se necesitan, especialmente por parte de los estados, políticas de desarrollo industrial
y agrícola que se preocupen del progreso social y la universalización de un estado
de derecho y democrático. Es fundamental e imprescindible, además, la estructuración
ética de los mercados monetarios, financieros y comerciales; éstos han de ser estabilizados
y mejor coordinados y controlados, de modo que no se cause daño a los más pobres.
La solicitud de los muchos que trabajan por la paz se debe dirigir además – con una
mayor resolución respecto a lo que se ha hecho hasta ahora – a atender la crisis alimentaria,
mucho más grave que la financiera. La seguridad de los aprovisionamientos de alimentos
ha vuelto a ser un tema central en la agenda política internacional, a causa de crisis
relacionadas, entre otras cosas, con las oscilaciones repentinas de los precios de
las materias primas agrícolas, los comportamientos irresponsables por parte de algunos
agentes económicos y con un insuficiente control por parte de los gobiernos y la comunidad
internacional. Para hacer frente a esta crisis, los que trabajan por la paz están
llamados a actuar juntos con espíritu de solidaridad, desde el ámbito local al internacional,
con el objetivo de poner a los agricultores, en particular en las pequeñas realidades
rurales, en condiciones de poder desarrollar su actividad de modo digno y sostenible
desde un punto de vista social, ambiental y económico.
La educación a una
cultura de la paz: el papel de la familia y de las instituciones
6.Deseo reiterar
con fuerza que todos los que trabajan por la paz están llamados a cultivar la pasión
por el bien común de la familia y la justicia social, así como el compromiso por una
educación social idónea.
Ninguno puede ignorar o minimizar el papel decisivo
de la familia, célula base de la sociedad desde el punto de vista demográfico, ético,
pedagógico, económico y político. Ésta tiene como vocación natural promover la vida:
acompaña a las personas en su crecimiento y las anima a potenciarse mutuamente mediante
el cuidado recíproco. En concreto, la familia cristiana lleva consigo el germen del
proyecto de educación de las personas según la medida del amor divino. La familia
es uno de los sujetos sociales indispensables en la realización de una cultura de
la paz. Es necesario tutelar el derecho de los padres y su papel primario en la educación
de los hijos, en primer lugar en el ámbito moral y religioso. En la familia nacen
y crecen los que trabajan por la paz, los futuros promotores de una cultura de la
vida y del amor.
En esta inmensa tarea de educación a la paz están implicadas
en particular las comunidades religiosas. La Iglesia se siente partícipe en esta gran
responsabilidad a través de la nueva evangelización, que tiene como pilares la conversión
a la verdad y al amor de Cristo y, consecuentemente, un nuevo nacimiento espiritual
y moral de las personas y las sociedades. El encuentro con Jesucristo plasma a los
que trabajan por la paz, comprometiéndoles en la comunión y la superación de la injusticia.
Las
instituciones culturales, escolares y universitarias desempeñan una misión especial
en relación con la paz. A ellas se les pide una contribución significativa no sólo
en la formación de nuevas generaciones de líderes, sino también en la renovación de
las instituciones públicas, nacionales e internacionales. También pueden contribuir
a una reflexión científica que asiente las actividades económicas y financieras en
un sólido fundamento antropológico y ético. El mundo actual, particularmente el político,
necesita del soporte de un pensamiento nuevo, de una nueva síntesis cultural, para
superar tecnicismos y armonizar las múltiples tendencias políticas con vistas al bien
común. Éste, considerado como un conjunto de relaciones interpersonales e institucionales
positivas al servicio del crecimiento integral de los individuos y los grupos, es
la base de cualquier educación a la auténtica paz.
Una pedagogía del que
trabaja por la paz
7. Como conclusión, aparece la necesidad de proponer y promover
una pedagogía de la paz. Ésta pide una rica vida interior, claros y válidos referentes
morales, actitudes y estilos de vida apropiados. En efecto, las iniciativas por la
paz contribuyen al bien común y crean interés por la paz y educan para ella. Pensamientos,
palabras y gestos de paz crean una mentalidad y una cultura de la paz, una atmósfera
de respeto, honestidad y cordialidad. Es necesario enseñar a los hombres a amarse
y educarse a la paz, y a vivir con benevolencia, más que con simple tolerancia. Es
fundamental que se cree el convencimiento de que “hay que decir no a la venganza,
hay que reconocer las propias culpas, aceptar las disculpas sin exigirlas y, en fin,
perdonar” ,de modo que los errores y las ofensas puedan ser en verdad reconocidos
para avanzar juntos hacia la reconciliación. Esto supone la difusión de una pedagogía
del perdón. El mal, en efecto, se vence con el bien, y la justicia se busca imitando
a Dios Padre que ama a todos sus hijos. Es un trabajo lento, porque supone una evolución
espiritual, una educación a los más altos valores, una visión nueva de la historia
humana. Es necesario renunciar a la falsa paz que prometen los ídolos de este mundo
y a los peligros que la acompañan; a esta falsa paz que hace las conciencias cada
vez más insensibles, que lleva a encerrarse en uno mismo, a una existencia atrofiada,
vivida en la indiferencia. Por el contrario, la pedagogía de la paz implica acción,
compasión, solidaridad, valentía y perseverancia.
Jesús encarna el conjunto
de estas actitudes en su existencia, hasta el don total de sí mismo, hasta “perder
la vida” . Promete a sus discípulos que, antes o después, harán el extraordinario
descubrimiento del que hemos hablado al inicio, es decir, que en el mundo está Dios,
el Dios de Jesús, completamente solidario con los hombres. En este contexto, quisiera
recordar la oración con la que se pide a Dios que nos haga instrumentos de su paz,
para llevar su amor donde hubiese odio, su perdón donde hubiese ofensa, la verdadera
fe donde hubiese duda. Por nuestra parte, junto al beato Juan XXIII, pidamos a Dios
que ilumine también con su luz la mente de los que gobiernan las naciones, para que,
al mismo tiempo que se esfuerzan por el justo bienestar de sus ciudadanos, aseguren
y defiendan el don hermosísimo de la paz; que encienda las voluntades de todos los
hombres para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para
estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión,
para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado. De esta manera, bajo su auspicio
y amparo, todos los pueblos se abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre
ellos la tan anhelada paz.
Con esta invocación, pido que todos sean verdaderos
trabajadores y constructores de paz, de modo que la ciudad del hombre crezca en fraterna
concordia, en prosperidad y paz.