La Iglesia confía en los jóvenes, testigos del amor de Dios, reitera el Papa
(RV).- «Id y haced discípulos a todos los pueblos» (cf. Mt 28,19). Es el Mensaje del
Santo Padre Benedicto XVI a los jóvenes del mundo, con ocasión de la XXVIII Jornada
Mundial de la Juventud, Río de Janeiro 2013, publicado hoy.
El Papa se dirige
a los queridos jóvenes, con «un saludo lleno de alegría y afecto», seguro de que la
mayoría ha regresado de la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid «arraigados y
edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2,7). Y tras recordar que este año
hemos celebrado en las diferentes diócesis la alegría de ser cristianos, inspirados
por el tema: «Alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4), destaca que ahora nos estamos
preparando para la próxima Jornada Mundial, que se celebrará en Río de Janeiro, en
Brasil, en el mes de julio de 2013 y renueva su invitación a participar en esta importante
cita.
La célebre estatua del Cristo Redentor, que domina aquella hermosa ciudad
brasileña, será su símbolo elocuente, hace hincapié el Santo Padre, poniendo de relieve
que sus brazos abiertos son el signo de la acogida que el Señor regala a cuantos
acuden a él, y su corazón representa el inmenso amor que tiene por cada uno.
«¡Dejaos
atraer por él! ¡Vivid esta experiencia del encuentro con Cristo, junto a tantos otros
jóvenes que se reunirán en Río para el próximo encuentro mundial! Dejaos amar por
él y seréis los testigos que el mundo tanto necesita», alienta Benedicto XVI, que
invita a los jóvenes a prepararse para la Jornada Mundial de Río de Janeiro, meditando
desde ahora sobre el tema del encuentro: Id y haced discípulos a todos los pueblos
(cf. Mt 28,19).
Se trata – explica el Papa - de la «gran exhortación misionera
que Cristo dejó a toda la Iglesia y que sigue siendo actual también hoy, dos mil años
después. Esta llamada misionera tiene que resonar ahora con fuerza en vuestros corazones.
El año de preparación para el encuentro de Río coincide con el Año de la Fe, al comienzo
del cual el Sínodo de los Obispos ha dedicado sus trabajos a «La nueva evangelización
para la transmisión de la fe cristiana».
Por ello, el Santo Padre expresa
su alegría y anhelo de que los queridos jóvenes se impliquen en este impulso misionero
de toda la Iglesia: dar a conocer a Cristo, que es el don más precioso que pueden
dar a los demás.
«Una llamada apremiante»; «Sed discípulos de Cristo»;
«Id»; «Llegad a todos los pueblos»;«Haced discípulos»;«Firmes en la fe»; «Con toda
la Iglesia»; «Aquí estoy, Señor». Son los 8 puntos que forman el Mensaje Pontificio
para la JMJ de Río de Janeiro, en el que Benedicto XVI, además de evocar a su amado
Predecesor el Beato Juan Pablo II, recuerda que al final de la Jornada Mundial de
la Juventud en Madrid, bendijo a algunos jóvenes de diversos continentes que partían
en misión y que la Iglesia confía en la juventud, a la que el Papa renueva la invitación
a no tener miedo, pues «Jesús, Salvador del mundo, está con nosotros todos los días,
hasta el fin del mundo» (cf. Mt 28,20).
«Esta llamada, que dirijo a los jóvenes
de todo el mundo, asume una particular relevancia para vosotros, queridos jóvenes
de América Latina», escribe Benedicto XVI y recuerda que en la V Conferencia General
del Episcopado Latinoamericano, que tuvo lugar en Aparecida en 2007, los obispos lanzaron
una «misión continental». Por lo que ahora que la Jornada Mundial de la Juventud regresa
a América Latina, exhorta a todos los jóvenes del continente a transmitir a la juventud
del mundo entero el entusiasmo de la fe.
Antes de su Bendición Apostólica,
que imparte con afecto, Benedicto XVI desea a los jóvenes que la Virgen María, Estrella
de la Nueva Evangelización, invocada también con las advocaciones de Nuestra Señora
de Aparecida y Nuestra Señora de Guadalupe, los acompañe en su misión de testigos
del amor de Dios.
(CdM- RV)
Texto completo del Mensaje de Benedicto
XVI:
Mensaje del Santo Padre a los jóvenes del mundo con ocasión
de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud
2013
Id
y haced discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28,19)
Queridos jóvenes: Quiero
haceros llegar a todos un saludo lleno de alegría y afecto. Estoy seguro de que la
mayoría de vosotros habéis regresado de la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid
«arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2,7). En este año hemos
celebrado en las diferentes diócesis la alegría de ser cristianos, inspirados por
el tema: «Alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4). Y ahora nos estamos preparando
para la próxima Jornada Mundial, que se celebrará en Río de Janeiro, en Brasil, en
el mes de julio de 2013. Quisiera renovaros ante todo mi invitación a que
participéis en esta importante cita. La célebre estatua del Cristo Redentor, que domina
aquella hermosa ciudad brasileña, será su símbolo elocuente. Sus brazos abiertos son
el signo de la acogida que el Señor regala a cuantos acuden a él, y su corazón representa
el inmenso amor que tiene por cada uno de vosotros. ¡Dejaos atraer por él! ¡Vivid
esta experiencia del encuentro con Cristo, junto a tantos otros jóvenes que se reunirán
en Río para el próximo encuentro mundial! Dejaos amar por él y seréis los testigos
que el mundo tanto necesita. Os invito a que os preparéis a la Jornada
Mundial de Río de Janeiro meditando desde ahora sobre el tema del encuentro: Id y
haced discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28,19). Se trata de la gran exhortación
misionera que Cristo dejó a toda la Iglesia y que sigue siendo actual también hoy,
dos mil años después. Esta llamada misionera tiene que resonar ahora con fuerza en
vuestros corazones. El año de preparación para el encuentro de Río coincide con el
Año de la Fe, al comienzo del cual el Sínodo de los Obispos ha dedicado sus trabajos
a «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». Por ello, queridos
jóvenes, me alegro que también vosotros os impliquéis en este impulso misionero de
toda la Iglesia: dar a conocer a Cristo, que es el don más precioso que podéis dar
a los demás.
1. Una llamada apremiante La historia nos ha
mostrado cuántos jóvenes, por medio del generoso don de sí mismos y anunciando el
Evangelio, han contribuido enormemente al Reino de Dios y al desarrollo de este mundo.
Con gran entusiasmo, han llevado la Buena Nueva del Amor de Dios, que se ha manifestado
en Cristo, con medios y posibilidades muy inferiores con respecto a los que disponemos
hoy. Pienso, por ejemplo, en el beato José de Anchieta, joven jesuita español del
siglo XVI, que partió a las misiones en Brasil cuando tenía menos de veinte años y
se convirtió en un gran apóstol del Nuevo Mundo. Pero pienso también en los que os
dedicáis generosamente a la misión de la Iglesia. De ello obtuve un sorprendente testimonio
en la Jornada Mundial de Madrid, sobre todo en el encuentro con los voluntarios. Hay
muchos jóvenes hoy que dudan profundamente de que la vida sea un don y no ven con
claridad su camino. Ante las dificultades del mundo contemporáneo, muchos se preguntan
con frencuencia: ¿Qué puedo hacer? La luz de la fe ilumina esta oscuridad, nos hace
comprender que cada existencia tiene un valor inestimable, porque es fruto del amor
de Dios. Él ama también a quien se ha alejado de él; tiene paciencia y espera, es
más, él ha entregado a su Hijo, muerto y resucitado, para que nos libere radicalmente
del mal. Y Cristo ha enviado a sus discípulos para que lleven a todos los pueblos
este gozoso anuncio de salvación y de vida nueva. En su misión de evangelización,
la Iglesia cuenta con vosotros. Queridos jóvenes: Vosotros sois los primeros misioneros
entre los jóvenes. Al final del Concilio Vaticano II, cuyo 50º aniversario estamos
celebrando en este año, el siervo de Dios Pablo VI entregó a los jóvenes del mundo
un Mensaje que empezaba con estas palabras: «A vosotros, los jóvenes de uno y otro
sexo del mundo entero, el Concilio quiere dirigir su último mensaje. Pues sois vosotros
los que vais a recoger la antorcha de manos de vuestros mayores y a vivir en el mundo
en el momento de las más gigantescas transformaciones de su historia. Sois vosotros
quienes, recogiendo lo mejor del ejemplo y las enseñanzas de vuestros padres y maestros,
vais a formar la sociedad de mañana; os salvaréis o pereceréis con ella». Concluía
con una llamada: «¡Construid con entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores!»
(Mensaje a los Jóvenes, 8 de diciembre de 1965). Queridos jóvenes, esta
invitación es de gran actualidad. Estamos atravesando un período histórico muy particular.
El progreso técnico nos ha ofrecido posibilidades inauditas de interacción entre los
hombres y la población, mas la globalización de estas relaciones sólo será positiva
y hará crecer el mundo en humanidad si se basa no en el materialismo sino en el amor,
que es la única realidad capaz de colmar el corazón de cada uno y de unir a las personas.
Dios es amor. El hombre que se olvida de Dios se queda sin esperanza y es incapaz
de amar a su semejante. Por ello, es urgente testimoniar la presencia de Dios, para
que cada uno la pueda experimentar. La salvación de la humanidad y la salvación de
cada uno de nosotros están en juego. Quien comprenda esta necesidad, sólo podrá exclamar
con Pablo: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Co 9,16).
2. Sed
discípulos de Cristo Esta llamada misionera se os dirige también por otra
razón: Es necesaria para vuestro camino de fe personal. El beato Juan Pablo II escribió:
«La fe se refuerza dándola» (Enc. Redemptoris Missio, 2). Al anunciar el Evangelio
vosotros mismos crecéis arraigándoos cada vez más profundamente en Cristo, os convertís
en cristianos maduros. El compromiso misionero es una dimensión esencial de la fe;
no se puede ser un verdadero creyente si no se evangeliza. El anuncio del Evangelio
no puede ser más que la consecuencia de la alegría de haber encontrado en Cristo la
roca sobre la que construir la propia existencia. Esforzándoos en servir a los demás
y en anunciarles el Evangelio, vuestra vida, a menudo dispersa en diversas actividades,
encontrará su unidad en el Señor, os construiréis también vosotros mismos, creceréis
y maduraréis en humanidad. ¿Qué significa ser misioneros? Significa ante
todo ser discípulos de Cristo, escuchar una y otra vez la invitación a seguirle, la
invitación a mirarle: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).
Un discípulo es, de hecho, una persona que se pone a la escucha de la palabra de Jesús
(cf. Lc 10,39), al que se reconoce como el buen Maestro que nos ha amado hasta dar
la vida. Por ello, se trata de que cada uno de vosotros se deje plasmar cada día por
la Palabra de Dios; ésta os hará amigos del Señor Jesucristo, capaces de incorporar
a otros jóvenes en esta amistad con él. Os aconsejo que hagáis memoria
de los dones recibidos de Dios para transmitirlos a su vez. Aprended a leer vuestra
historia personal, tomad también conciencia de la maravillosa herencia de las generaciones
que os han precedido: Numerosos creyentes nos han transmitido la fe con valentía,
enfrentándose a pruebas e incomprensiones. No olvidemos nunca que formamos parte de
una enorme cadena de hombres y mujeres que nos han transmitido la verdad de la fe
y que cuentan con nosotros para que otros la reciban. El ser misioneros presupone
el conocimiento de este patrimonio recibido, que es la fe de la Iglesia. Es necesario
conocer aquello en lo que se cree, para poder anunciarlo. Como escribí en la introducción
de YouCat, el catecismo para jóvenes que os regalé en el Encuentro Mundial de Madrid,
«tenéis que conocer vuestra fe de forma tan precisa como un especialista en informática
conoce el sistema operativo de su ordenador, como un buen músico conoce su pieza musical.
Sí, tenéis que estar más profundamente enraizados en la fe que la generación de vuestros
padres, para poder enfrentaros a los retos y tentaciones de este tiempo con fuerza
y decisión» (Prólogo).
3. Id Jesús envió a sus discípulos
en misión con este encargo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la
creación. El que crea y sea bautizado se salvará» (Mc 16,15-16). Evangelizar significa
llevar a los demás la Buena Nueva de la salvación y esta Buena Nueva es una persona:
Jesucristo. Cuando le encuentro, cuando descubro hasta qué punto soy amado por Dios
y salvado por él, nace en mí no sólo el deseo, sino la necesidad de darlo a conocer
a otros. Al principio del Evangelio de Juan vemos a Andrés que, después de haber encontrado
a Jesús, se da prisa para llevarle a su hermano Simón (cf. Jn 1,40-42). La evangelización
parte siempre del encuentro con Cristo, el Señor. Quien se ha acercado a él y ha hecho
la experiencia de su amor, quiere compartir en seguida la belleza de este encuentro
que nace de esta amistad. Cuanto más conocemos a Cristo, más deseamos anunciarlo.
Cuanto más hablamos con él, más deseamos hablar de él. Cuanto más nos hemos dejado
conquistar, más deseamos llevar a otros hacia él. Por medio del bautismo,
que nos hace nacer a una vida nueva, el Espíritu Santo se establece en nosotros e
inflama nuestra mente y nuestro corazón. Es él quien nos guía a conocer a Dios y a
entablar una amistad cada vez más profunda con Cristo; es el Espíritu quien nos impulsa
a hacer el bien, a servir a los demás, a entregarnos. Mediante la confirmación somos
fortalecidos por sus dones para testimoniar el Evangelio con más madurez cada vez.
El alma de la misión es el Espíritu de amor, que nos empuja a salir de nosotros mismos,
para «ir» y evangelizar. Queridos jóvenes, dejaos conducir por la fuerza del amor
de Dios, dejad que este amor venza la tendencia a encerrarse en el propio mundo, en
los propios problemas, en las propias costumbres. Tened el valor de «salir» de vosotros
mismos hacia los demás y guiarlos hasta el encuentro con Dios.
4. Llegad
a todos los pueblos Cristo resucitado envió a sus discípulos a testimoniar
su presencia salvadora a todos los pueblos, porque Dios, en su amor sobreabundante,
quiere que todos se salven y que nadie se pierda. Con el sacrificio de amor de la
Cruz, Jesús abrió el camino para que cada hombre y cada mujer puedan conocer a Dios
y entrar en comunión de amor con él. Él constituyó una comunidad de discípulos para
llevar el anuncio de salvación del Evangelio hasta los confines de la tierra, para
llegar a los hombres y mujeres de cada lugar y de todo tiempo.¡Hagamos nuestro este
deseo de Jesús! Queridos amigos, abrid los ojos y mirad en torno a vosotros.
Hay muchos jóvenes que han perdido el sentido de su existencia. ¡Id! Cristo también
os necesita. Dejaos llevar por su amor, sed instrumentos de este amor inmenso, para
que llegue a todos, especialmente a los que están «lejos». Algunos están lejos geográficamente,
mientras que otros están lejos porque su cultura no deja espacio a Dios; algunos aún
no han acogido personalmente el Evangelio, otros, en cambio, a pesar de haberlo recibido,
viven como si Dios no existiese. Abramos a todos las puertas de nuestro corazón; intentemos
entrar en diálogo con ellos, con sencillez y respeto mutuo. Este diálogo, si es vivido
con verdadera amistad, dará fruto. Los «pueblos» a los que hemos sido enviados no
son sólo los demás países del mundo, sino también los diferentes ámbitos de la vida:
las familias, los barrios, los ambientes de estudio o trabajo, los grupos de amigos
y los lugares de ocio. El anuncio gozoso del Evangelio está destinado a todos los
ambientes de nuestra vida, sin exclusión. Quisiera subrayar dos campos
en los que debéis vivir con especial atención vuestro compromiso misionero. El primero
es el de las comunicaciones sociales, en particular el mundo de Internet. Queridos
jóvenes, como ya os dije en otra ocasión, «sentíos comprometidos a sembrar en la cultura
de este nuevo ambiente comunicativo e informativo los valores sobre los que se apoya
vuestra vida. […] A vosotros, jóvenes, que casi espontáneamente os sentís en sintonía
con estos nuevos medios de comunicación, os corresponde de manera particular la tarea
de evangelizar este “continente digital”» (Mensaje para la XLIII Jornada Mundial de
las Comunicaciones Sociales, 24 mayo 2009). Por ello, sabed usar con sabiduría este
medio, considerando también las insidias que contiene, en particular el riesgo de
la dependencia, de confundir el mundo real con el virtual, de sustituir el encuentro
y el diálogo directo con las personas con los contactos en la red. El segundo
ámbito es el de la movilidad. Hoy son cada vez más numerosos los jóvenes que viajan,
tanto por motivos de estudio, trabajo o diversión. Pero pienso también en todos los
movimientos migratorios, con los que millones de personas, a menudo jóvenes, se trasladan
y cambian de región o país por motivos económicos o sociales. También estos fenómenos
pueden convertirse en ocasiones providenciales para la difusión del Evangelio. Queridos
jóvenes, no tengáis miedo en testimoniar vuestra fe también en estos contextos; comunicar
la alegría del encuentro con Cristo es un don precioso para aquellos con los que os
encontráis.
5. Haced discípulos Pienso que a menudo habéis
experimentado la dificultad de que vuestros coetáneos participen en la experiencia
de la fe. A menudo habréis constatado cómo en muchos jóvenes, especialmente en ciertas
fases del camino de la vida, está el deseo de conocer a Cristo y vivir los valores
del Evangelio, pero no se sienten idóneos y capaces. ¿Qué se puede hacer? Sobre todo,
con vuestra cercanía y vuestro sencillo testimonio abrís una brecha a través de la
cual Dios puede tocar sus corazones. El anuncio de Cristo no consiste sólo en palabras,
sino que debe implicar toda la vida y traducirse en gestos de amor. Es el amor que
Cristo ha infundido en nosotros el que nos hace evangelizadores; nuestro amor debe
conformarse cada vez más con el suyo. Como el buen samaritano, debemos tratar con
atención a los que encontramos, debemos saber escuchar, comprender y ayudar, para
poder guiar a quien busca la verdad y el sentido de la vida hacia la casa de Dios,
que es la Iglesia, donde se encuentra la esperanza y la salvación (cf. Lc 10,29-37).
Queridos amigos, nunca olvidéis que el primer acto de amor que podéis hacer hacia
el prójimo es el de compartir la fuente de nuestra esperanza: Quien no da a Dios,
da muy poco. Jesús ordena a sus apóstoles: «Haced discípulos a todos los pueblos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles
a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). Los medios que tenemos para «hacer
discípulos» son principalmente el bautismo y la catequesis. Esto significa que debemos
conducir a las personas que estamos evangelizando para que encuentren a Cristo vivo,
en modo particular en su Palabra y en los sacramentos. De este modo podrán creer en
él, conocerán a Dios y vivirán de su gracia. Quisiera que cada uno se preguntase:
¿He tenido alguna vez el valor de proponer el bautismo a los jóvenes que aún no lo
han recibido? ¿He invitado a alguien a seguir un camino para descubrir la fe cristiana?
Queridos amigos, no tengáis miedo de proponer a vuestros coetáneos el encuentro con
Cristo. Invocad al Espíritu Santo: Él os guiará para poder entrar cada vez más en
el conocimiento y el amor de Cristo y os hará creativos para transmitir el Evangelio.
6. Firmes
en la fe Ante las dificultades de la misión de evangelizar, a veces tendréis
la tentación de decir como el profeta Jeremías: «¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no
sé hablar, que sólo soy un niño». Pero Dios también os contesta: «No digas que eres
niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene» (Jr 1,6-7). Cuando
os sintáis ineptos, incapaces y débiles para anunciar y testimoniar la fe, no temáis.
La evangelización no es una iniciativa nuestra que dependa sobre todo de nuestros
talentos, sino que es una respuesta confiada y obediente a la llamada de Dios, y por
ello no se basa en nuestra fuerza, sino en la suya. Esto lo experimentó el apóstol
Pablo: «Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan
extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2Co 4,7). Por ello
os invito a que os arraiguéis en la oración y en los sacramentos. La evangelización
auténtica nace siempre de la oración y está sostenida por ella. Primero tenemos que
hablar con Dios para poder hablar de Dios. En la oración le encomendamos al Señor
las personas a las que hemos sido enviados y le suplicamos que les toque el corazón;
pedimos al Espíritu Santo que nos haga sus instrumentos para la salvación de ellos;
pedimos a Cristo que ponga las palabras en nuestros labios y nos haga ser signos de
su amor. En modo más general, pedimos por la misión de toda la Iglesia, según la petición
explícita de Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su
mies» (Mt 9,38). Sabed encontrar en la eucaristía la fuente de vuestra vida de fe
y de vuestro testimonio cristiano, participando con fidelidad en la misa dominical
y cada vez que podáis durante la semana. Acudid frecuentemente al sacramento de la
reconciliación, que es un encuentro precioso con la misericordia de Dios que nos acoge,
nos perdona y renueva nuestros corazones en la caridad. No dudéis en recibir el sacramento
de la confirmación, si aún no lo habéis recibido, preparándoos con esmero y solicitud.
Es, junto con la eucaristía, el sacramento de la misión por excelencia, que nos da
la fuerza y el amor del Espíritu Santo para profesar la fe sin miedo. Os aliento también
a que hagáis adoración eucarística; detenerse en la escucha y el diálogo con Jesús
presente en el sacramento es el punto de partida de un nuevo impulso misionero. Si
seguís por este camino, Cristo mismo os dará la capacidad de ser plenamente fieles
a su Palabra y de testimoniarlo con lealtad y valor. A veces seréis llamados a demostrar
vuestra perseverancia, en particular cuando la Palabra de Dios suscite oposición o
cerrazón. En ciertas regiones del mundo, por la falta de libertad religiosa, algunos
de vosotros sufrís por no poder dar testimonio de la propia fe en Cristo. Hay quien
ya ha pagado con la vida el precio de su pertenencia a la Iglesia. Os animo a que
permanezcáis firmes en la fe, seguros de que Cristo está a vuestro lado en esta prueba.
Él os repite: «Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien
de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será
grande en el cielo» (Mt 5,11-12).
7. Con toda la Iglesia Queridos
jóvenes, para permanecer firmes en la confesión de la fe cristiana allí donde habéis
sido enviados, necesitáis a la Iglesia. Nadie puede ser testigo del Evangelio en solitario.
Jesús envió a sus discípulos a la misión en grupos: «Haced discípulos» está puesto
en plural. Por tanto, nosotros siempre damos testimonio en cuanto miembros de la comunidad
cristiana; nuestra misión es fecundada por la comunión que vivimos en la Iglesia,
y gracias a esa unidad y ese amor recíproco nos reconocerán como discípulos de Cristo
(cf. Jn 13,35). Doy gracias a Dios por la preciosa obra de evangelización que realizan
nuestras comunidades cristianas, nuestras parroquias y nuestros movimientos eclesiales.
Los frutos de esta evangelización pertenecen a toda la Iglesia: «Uno siembra y otro
siega» (Jn 4,37). En este sentido, quiero dar gracias por el gran don de
los misioneros, que dedican toda su vida a anunciar el Evangelio hasta los confines
de la tierra. Asimismo, doy gracias al Señor por los sacerdotes y consagrados, que
se entregan totalmente para que Jesucristo sea anunciado y amado. Deseo alentar aquí
a los jóvenes que son llamados por Dios, a que se comprometan con entusiasmo en estas
vocaciones: «Hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35). A los que dejan todo
para seguirlo, Jesús ha prometido el ciento por uno y la vida eterna (cf. Mt 19,29). También
doy gracias por todos los fieles laicos que allí donde se encuentran, en familia o
en el trabajo, se esmeran en vivir su vida cotidiana como una misión, para que Cristo
sea amado y servido y para que crezca el Reino de Dios. Pienso, en particular, en
todos los que trabajan en el campo de la educación, la sanidad, la empresa, la política
y la economía y en tantos ambientes del apostolado seglar. Cristo necesita vuestro
compromiso y vuestro testimonio. Que nada – ni las dificultades, ni las incomprensiones
– os hagan renunciar a llevar el Evangelio de Cristo a los lugares donde os encontréis;
cada uno de vosotros es valioso en el gran mosaico de la evangelización.
8. «Aquí
estoy, Señor» Queridos jóvenes, al concluir quisiera invitaros a que escuchéis
en lo profundo de vosotros mismos la llamada de Jesús a anunciar su Evangelio. Como
muestra la gran estatua de Cristo Redentor en Río de Janeiro, su corazón está abierto
para amar a todos, sin distinción, y sus brazos están extendidos para abrazar a todos.
Sed vosotros el corazón y los brazos de Jesús. Id a dar testimonio de su amor, sed
los nuevos misioneros animados por el amor y la acogida. Seguid el ejemplo de los
grandes misioneros de la Iglesia, como san Francisco Javier y tantos otros. Al
final de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, bendije a algunos jóvenes de
diversos continentes que partían en misión. Ellos representaban a tantos jóvenes que,
siguiendo al profeta Isaías, dicen al Señor: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8). La Iglesia
confía en vosotros y os agradece sinceramente el dinamismo que le dais. Usad vuestros
talentos con generosidad al servicio del anuncio del Evangelio. Sabemos que el Espíritu
Santo se regala a los que, en pobreza de corazón, se ponen a disposición de tal anuncio.
No tengáis miedo. Jesús, Salvador del mundo, está con nosotros todos los días, hasta
el fin del mundo (cf. Mt 28,20). Esta llamada, que dirijo a los jóvenes
de todo el mundo, asume una particular relevancia para vosotros, queridos jóvenes
de América Latina. En la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que
tuvo lugar en Aparecida en 2007, los obispos lanzaron una «misión continental». Los
jóvenes, que en aquel continente constituyen la mayoría de la población, representan
un potencial importante y valioso para la Iglesia y la sociedad. Sed vosotros los
primeros misioneros. Ahora que la Jornada Mundial de la Juventud regresa a América
Latina, exhorto a todos los jóvenes del continente: Transmitid a vuestros coetáneos
del mundo entero el entusiasmo de vuestra fe. Que la Virgen María, Estrella
de la Nueva Evangelización, invocada también con las advocaciones de Nuestra Señora
de Aparecida y Nuestra Señora de Guadalupe, os acompañe en vuestra misión de testigos
del amor de Dios. A todos imparto, con particular afecto, mi Bendición Apostólica.