El misterioso deseo de Dios inscrito en el corazón del hombre, en la catequesis de
Benedicto XVI
(RV).- (Con audio) Ante la presencia de varios miles de fieles de numerosos países,
entre los cuales de unos cinco mil radioescuchas polacos de Radio María, quienes
viajaron a Roma con motivo del Año de la fe, y de otros cinco mil peregrinos procedentes
de Croacia, Benedicto XVI celebró esta mañana a las 10,30 la tradicional audiencia
semana.
En su catequesis el Papa se refirió al aspecto fascinante de la experiencia
humana y cristiana que representa el misterioso deseo de Dios.
Queridos hermanos
y hermanas:
Hemos reflexionado hoy sobre un aspecto fascinante de la
experiencia humana y cristiana: el misterioso deseo de Dios que, como dice el Catecismo
de la Iglesia, «está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado
por Dios y para Dios». Las experiencias humanas fundamentales, como el amor y la amistad,
muestran que en todo deseo humano está el eco de un deseo más grande, que nunca se
satisface plenamente. Y esta dinámica del deseo testimonia que el hombre es un ser
religioso. También en nuestra época, aparentemente cerrada a lo trascendente, se puede
abrir un camino hacia el auténtico sentido religioso de la vida, que muestre cómo
la fe no es absurda o irracional. Es necesario promover una especie de pedagogía del
deseo que, enseñando el gusto por las satisfacciones más auténticas de la vida, y
la búsqueda continua de los bienes más altos, vaya dirigida, no a sofocar el deseo,
sino a purificarlo y liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera profundidad.
Cuando en el deseo se abre la ventana hacia Dios, esto es ya un signo de la presencia
de la fe en el alma, que es un don de Dios.
Saludo cordialmente a los
peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España,
México, Argentina, Chile y otros países latinoamericanos. Pidamos al Señor que se
acreciente nuestra fe en él y que haga ver su rostro a todos los que lo buscan con
sincero corazón. Muchas gracias.
(María Fernanda Bernasconi – RV).
Traducción del texto completo de la catequesis en italiano
Queridos
hermanos y hermanas:
el camino de reflexión que estamos haciendo juntos en
este Año de la Fe nos lleva a meditar hoy sobre un aspecto fascinante de la experiencia
humana y cristiana: el hombre lleva en sí un misterioso anhelo de Dios. Muy significativamente,
el Catecismo de la Iglesia Católica se abre, precisamente, con la siguiente consideración:
"El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido
creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en
Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar" (n. 27).
Esta
declaración, que aún hoy en muchos contextos culturales parece totalmente compartida,
casi obvia, podría percibirse más bien como un desafío en la cultura secularizada
occidental. Muchos de nuestros contemporáneos, de hecho, podrían argumentar que no
tienen ningún deseo de Dios. Para amplios sectores de la sociedad, Él ya no es el
esperado, el deseado, sino más bien una realidad que deja indiferentes, ante la cual
ni siquiera hay hacer el esfuerzo de pronunciarse. En realidad, lo que hemos definido
como "el deseo de Dios" no ha desaparecido por completo y se asoma aún hoy en día,
en muchos sentidos, en el corazón del hombre. El deseo humano tiende siempre hacia
ciertos bienes concretos, a menudo para nada espirituales, y, sin embargo, se enfrenta
al interrogante sobre cuál es realmente "el" bien, y por lo tanto, a confrontarse
con algo que es distinto de sí mismo, que el hombre no puede construir, pero que está
llamado a reconocer. ¿Qué es lo que realmente puede satisfacer el deseo humano?
En
mi primera Encíclica, Deus Caritas Est, intenté analizar cómo esta dinámica se realiza
en la experiencia del amor humano, experiencia que en nuestra época, se percibe más
fácilmente como un momento de éxtasis, de salir de sí mismos, como lugar donde "el
hombre percibe que está inundado por un deseo que lo supera. A través del amor, el
hombre y la mujer experimentan de un modo nuevo, el uno gracias al otro, la grandeza
y la belleza de la vida y de lo verdadero. Si lo que experimento no es una mera ilusión,
si realmente deseo el bien del otro como medio, también hacia mi bien, entonces debo
estar dispuesto a descentralizarme, para ponerme a su servicio, hasta renunciar a
mí mismo. La respuesta a la pregunta sobre el sentido de la experiencia del amor pasa,
por lo tanto, a través de la purificación y la curación de la voluntad, que requiere
el mismo bien que se desea para el otro. Hay que ejercitarse, entrenarse y también
corregirse, para que ese bien pueda ser querido verdaderamente.
El éxtasis
inicial se traduce así como una peregrinación "como camino permanente, como un salir
del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente
de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento
de Dios". (Encíclica Deus caritas est n. 6). A través de este camino, el hombre podrá
profundizar progresivamente en el conocimiento del amor, que había experimentado al
principio. Y se irá vislumbrando, cada vez más, el misterio que representa: ni siquiera
el ser querido, de hecho, es capaz de satisfacer el deseo que habita en el corazón
humano, aún más, cuánto más auténtico es el amor hacia el otro, más queda en pie el
interrogante sobre su origen y su destino, sobre la posibilidad que tiene de durar
para siempre. Por lo tanto, la experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo,
que conduce más allá de sí mismo y a encontrarse ante el misterio que envuelve toda
la existencia.
Consideraciones similares se podrían hacer también con respecto
a otras experiencias humanas, tales como la amistad, la experiencia de la belleza,
el amor por el conocimiento: todo bien experimentado por hombre tiende hacia el misterio
que rodea al hombre mismo; y cada deseo que se asoma al corazón humano se hace eco
de un deseo fundamental que nunca se está totalmente satisfecho. Sin lugar a dudas
de este deseo profundo, que también esconde algo de enigmático, no se puede llegar
directamente a la fe. El hombre, en definitiva, sabe bien lo que no le sacia, pero
no puede adivinar o definir lo que le haría experimentar aquella felicidad que lleva
en el corazón la nostalgia. No se puede conocer a Dios sólo por la voluntad del hombre.
Desde este punto de vista sigue el misterio: el hombre es buscador del Absoluto, un
buscador que da pequeños pasos de incertidumbre. Y, sin embargo, ya la experiencia
misma del deseo, del "corazón inquieto", como le llama San Agustín, es muy significativa.
Ésta nos dice que el hombre es, en el fondo, un ser religioso (cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, 28), un "mendigo de Dios." Podemos decir con las palabras de Pascal:
"El hombre supera infinitamente al hombre" (Pensamientos, ed Chevalier 438, ed Brunschvicg
434.). Los ojos reconocen los objetos cuando son iluminados por la luz. De ahí el
deseo de conocer la misma luz que hace brillar las cosas del mundo y que, con ellas,
enciende el sentido de la belleza.
En consecuencia, debemos creer que es posible
también en nuestra época, aparentemente refractaria a la dimensión trascendente, abrir
un camino hacia el auténtico sentido religioso de la vida, que muestra cómo el don
de la fe no es absurdo, no es irracional. Sería muy útil para este fin, promover una
especie de pedagogía del deseo, tanto para el camino de aquellos que aún no creen,
como para aquellos que ya han recibido el don de la fe. Una pedagogía que comprende
al menos dos aspectos. En primer lugar, aprender a volver a aprender el gusto de las
auténticas alegrías de la vida. No todas las satisfacciones producen en nosotros
el mismo efecto: algunas dejan una huella positiva, son capaces de pacificar el ánimo,
nos hacen más activos y generosos. Otras, en cambio, después de la luz inicial, parecen
decepcionar las expectativas que habían despertado y dejan a veces detrás de sí amargura,
insatisfacción o una sensación de vacío. Educar a saborear las alegrías verdaderas
desde temprana edad, en todos los ámbitos de la vida – la familia, la amistad, la
solidaridad con los que sufren, renunciar al propio yo para servir a los demás, el
amor por el conocimiento, por el arte, por la belleza de la naturaleza -, todo esto
significa ejercer el gusto interior y producir anticuerpos efectivos contra la banalización
y el aplanamiento predominante hoy. Los adultos también necesitan redescubrir estas
alegrías, desear realidades auténticas, purificarse de la mediocridad en la que pueden
encontrarse enredados. Entonces será más fácil dejar caer o rechazar todo aquello
que, aunque en principio parece atractivo, resulta en cambio insípido, y es fuente
de adicción y no de libertad. Y esto hará que emerja aquel deseo de Dios del que estamos
hablando.
Un segundo aspecto, que va de la mano con el anterior, es no estar
nunca satisfecho con lo que se ha logrado. Sólo las alegrías más verdaderas son capaces
de liberarnos de aquella sana inquietud que conduce a ser más exigentes - querer un
bien mayor, más profundo - y a la vez a percibir siempre con más claridad que nada
finito puede llenar nuestro corazón. Así aprenderemos a tender, desarmados, hacia
aquel bien que no se puede construir o adquirir por nuestros propios esfuerzos; a
no dejarnos desanimar por la dificultad o por los obstáculos que vienen de nuestro
pecado.
En este sentido, no debemos olvidar, sin embargo, que el dinamismo
del deseo está siempre abierto a la redención. Incluso cuando éste se te adentra por
malos caminos, cuando persigue paraísos artificiales y parece perder la capacidad
de anhelar el verdadero bien. Incluso en el abismo del pecado no se apaga, en el hombre,
la chispa que le permite reconocer el verdadero bien, de saborearlo, y de iniciar
así un camino de ascesis, al cual Dios, por el don de su gracia, nunca nos hace faltar
su ayuda. Todos, por otra parte, tenemos necesidad de seguir un camino de purificación
y de curación del deseo. Somos peregrinos hacia la patria celestial, hacia aquel bien
completo, eterno, que nada nos podrá más arrebatar. No se trata, por lo tanto, de
ahogar el deseo que está en el corazón del hombre, sino de liberarlo, para que pueda
alcanzar su verdadera altura. Cuando en el deseo se abre la ventana hacia Dios, esto
ya es un signo de la presencia de la fe en el alma, fe que es una gracia de Dios.
San Agustín afirma:"Con la espera, Dios fortalece nuestro deseo; con el deseo ensancha
el alma y dilatándola, la hace más capaz "(Comentario sobre la Primera Epístola de
Juan, 4,6: PL 35, 2009).
En esta peregrinación, sintámonos hermanos de todos
los hombres, compañeros de viaje, incluso de aquellos que no creen, de los que están
en búsqueda, de los que se dejan interrogar con sinceridad por el dinamismo de su
propio deseo de verdad y de bondad. Recemos, en este Año de la fe, para que Dios muestre
su rostro a todos aquellos que lo buscan con corazón sincero.