(RV).- (Con Audio) El 11 de octubre de 1962, con el ingreso solemne de los padres
conciliares en la basílica de San Pedro, se inauguró el concilio Vaticano II. Juan
XXIII había fijado para ese día el inicio del concilio con la intención de encomendar
la gran asamblea eclesial que había convocado a la bondad maternal de María, y de
anclar firmemente el trabajo del concilio en el misterio de Jesucristo. Aquella noche,
mas de cien mil personas se congregaron en la plaza San Pedro llevando antorchas;
esta celebración espontánea era una elocuente imagen de la Iglesia pueblo de Dios.
Mons. Capovilla invitó al Papa a mirar a través de las cortinas. El Pontífice
se asomó y quedó sobrecogido. "Abre la ventana, daré la bendición, pero no hablaré",
le dijo a su secretario. Los reflectores de la plaza estaban apagados porque no se
preveía ninguna celebración, pero el gran murmullo y las luces de las velas y de las
antorchas que se levantaron al aparecer el Santo Padre indicaban la presencia de una
gran multitud. Entonces Juan XXIII, iluminado por la luz del pueblo de Dios y bajo
una esplendida luna de octubre, improvisó aquel famoso discurso que completó aquel
día memorable.
Escuchemos la voz del beato Juan XXIII en el “discurso de
la luna” (completo) Audio):
Extracto
de las palabras del Papa :
"Queridos hijitos, escucho sus voces. La
mía es una sola voz, pero resume la voz del mundo entero; de hecho, todo el mundo
está representado aquí. Se diría que ¡hasta la luna se ha apurado esta noche para
observar este espectáculo... Mi persona no cuenta nada. El que les habla hoy es un
hermano, convertido en Padre por la voluntad de nuestro Señor. Pero todos juntos,
paternidad y fraternidad son gracia de Dios. Hagamos honor a la impresión de esta
noche y que sean siempre nuestros sentimientos como ahora los manifestamos delante
del cielo y de la tierra. Fe, esperanza y caridad. Amor de Dios, amor de los hermanos,
y así todos juntos ayudamos a la santa paz del Señor, a las obras de bien. Al volver
a sus casas encontrarán a sus niños. Dénles una caricia a sus niños y díganles: ‘ésta
es la caricia del papa’. Quizás encuentren alguna lágrima para enjugar. Digan a los
que sufren una palabra de aliento. Sepan los afligidos que el Papa está con sus hijos,
especialmente en las horas del dolor y de la amargura. En fin, recordemos todos el
vínculo del amor y, cantando o llorando, pero siempre llenos de confianza en Cristo
que nos ayuda y escucha, sigamos serenos y confiados en nuestro camino..."