Hoy es más necesario que hace 50 años, el Papa al inaugurar el Año de la Fe
(RV).- (Con Audio) Esta mañana a las 10.00, el Papa Benedicto XVI ha presidido en
la plaza de san Pedro, ante la fachada de la Basílica Vaticana, la Santa Misa de apertura
del Año de la Fe, que el Pontífice ha proclamado en ocasión del 50 aniversario de
inicio del Concilio Vaticano II, que abría sus puertas en un día como hoy de 1962.
Aquella solemne ceremonia ha recordado en tantos aspectos la de esta mañana, en la
que han participado, el patriarca ortodoxo de Constantinopla, el arzobispo anglicano
de Canterbury, patriarcas y arzobispos mayores de las Iglesias católicas Orientales,
presidentes de las Conferencias Episcopales, cardenales y obispos de todo el mundo,
muchos de ellos llegados al Vaticano, donde se está celebrando el Sínodo de los obispos
sobre el tema de la Nueva Evangelización.
En su homilía Benediucto XVI ha invitado
“a entrar más profundamente en el movimiento espiritual” que caracterizó aquel gran
Concilio, “para hacerlo nuestro y realizarlo en su verdadero sentido”, volver a las
verdaderas enseñanzas que nos dejó, “redescubrir la belleza de la fe en Cristo”, “la
fe apostólica, animada por el impulso interior de comunicar a Cristo a todos y a cada
uno de los hombres durante la peregrinación de la Iglesia por los caminos de la historia”.
(ER – RV)
Hoy es más necesario, que hace 50 años, anunciar a Cristo,
alegría y esperanza que libera del pesimismo en el desierto de un mundo sin Dios.
Con esta exhortación, Benedicto XVI inauguró el Año de la Fe:
«Venerables
hermanos, queridos hermanos y hermanas Hoy, con gran alegría, a los 50 años
de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, damos inicio al Año de la fe».
Inaugurando de forma solemne este Año - que concluirá el 24 de noviembre de 2013,
Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo - Benedicto XVI señaló los
signos que enriquecieron esta celebración: la procesión de entrada, que recordó la
de los Padres conciliares en la Basílica de San Pedro; la entronización del Evangeliario,
copia del que se utilizó durante el Concilio; y la entrega de los siete mensajes finales
del Concilio y del Catecismo de la Iglesia Católica, que iba a hacer antes de la bendición.
Más allá de ser una conmemoración, el Año de la fe que el Papa acaba de inaugurar
- como explicó él mismo - está vinculado coherentemente con todo el camino de la
Iglesia en los últimos 50 años: desde el Concilio, mediante el magisterio del siervo
de Dios Pablo VI, que convocó un «Año de la fe» en 1967, hasta el Gran Jubileo del
2000, con el que el beato Juan Pablo II propuso de nuevo a toda la humanidad a Jesucristo
como único Salvador, ayer, hoy y siempre:
«El evangelio de hoy nos dice que
Jesucristo, consagrado por el Padre en el Espíritu Santo, es el verdadero y perenne
protagonista de la evangelización. El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él
me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). Esta misión de
Cristo, este dinamismo suyo continúa en el espacio y en el tiempo, atraviesa los siglos
y los continentes. Es un movimiento que parte del Padre y, con la fuerza del Espíritu,
lleva la buena noticia a los pobres en sentido material y espiritual».
Tras
reiterar que la Iglesia es el instrumento principal y necesario de esta obra de Cristo,
el Papa recordó la emocionante tensión conciliar en hacer «resplandecer la verdad
y la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente,
ni encadenarla al pasado». Y con el anhelo de reavivar esa tensión en toda la Iglesia
para volver a anunciar a Cristo al hombre contemporáneo y que la nueva evangelización
no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la confusión, Benedicto XVI recordó
la importancia de los documentos conciliares.
El Concilio no propuso nada
nuevo en materia de fe, ni quiso sustituir lo antiguo, sino que se preocupó de que
dicha fe siga viviéndose hoy, en un mundo en transformación, planteamiento que el
beato Juan XXIII dio al Vaticano II y que se debe actualizar durante este Año de la
fe, en diálogo con el mundo moderno:
«¡Si hoy la Iglesia propone un nuevo
Año de la fe y la nueva evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino
porque hay necesidad, todavía más que hace 50 años!».
Ante el aumento de la
«desertificación» espiritual y las trágicas páginas de historia que nos muestran lo
que es un mundo sin Dios, ante el vacío que se ha difundido hoy, Benedicto XVI alentó
a testimoniar la esperanza cristiana, afianzada en la alegría de la fe, que libera
del pesimismo:
«Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto,
de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia
vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor
de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos
de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita
o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia
vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva
la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la Gracia de Dios que libera del pesimismo.
Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasformada
por Dios, y así indicar el camino».
Representando este Año de la fe: como
una peregrinación en los desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente
lo que es esencial, es decir el Evangelio y la fe de la Iglesia, que el Concilio Ecuménico
Vaticano II expresa luminosamente, así como el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado
hace 20 años, el Papa concluyó su homilía invocando el amparo de la Virgen, Madre
de Dios y de la Iglesia:
«Venerados y queridos hermanos, el 11 de octubre de
1962 se celebraba la fiesta de María Santísima, Madre de Dios. Le confiamos a ella
el Año de la fe, como lo hice hace una semana, peregrinando a Loreto. La Virgen María
brille siempre como estrella en el camino de la nueva evangelización. Que ella nos
ayude a poner en práctica la exhortación del apóstol Pablo: «La palabra de Cristo
habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría;
corregíos mutuamente… Todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre
del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,16-17). Amén»
(CdM - RV)
TEXTO COMPLETO DE LA HOMILÍA DEL SANTO PADRE INICIO
DEL AÑO DE LA FE 50 AÑOS DE LA INAUGURACIÓN DEL VATICANO II
Venerables
hermanos, queridos hermanos y hermanas Hoy, con gran alegría, a los 50 años
de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, damos inicio al Año de la fe. Me
complace saludar a todos, en particular a Su Santidad Bartolomé I, Patriarca de Constantinopla,
y a Su Gracia Rowan Williams, Arzobispo de Canterbury. Un saludo especial a los Patriarcas
y a los Arzobispos Mayores de las Iglesias Católicas Orientales, y a los Presidentes
de las Conferencias Episcopales. Para rememorar el Concilio, en el que algunos de
los aquí presentes – a los que saludo con particular afecto – hemos tenido la gracia
de vivir en primera persona, esta celebración se ha enriquecido con algunos signos
específicos: la procesión de entrada, que ha querido recordar la que de modo memorable
hicieron los Padres conciliares cuando ingresaron solemnemente en esta Basílica; la
entronización del Evangeliario, copia del que se utilizó durante el Concilio; y la
entrega de los siete mensajes finales del Concilio y del Catecismo de la Iglesia Católica,
que haré al final, antes de la bendición. Estos signos no son meros recordatorios,
sino que nos ofrecen también la perspectiva para ir más allá de la conmemoración.
Nos invitan a entrar más profundamente en el movimiento espiritual que ha caracterizado
el Vaticano II, para hacerlo nuestro y realizarlo en su verdadero sentido. Y este
sentido ha sido y sigue siendo la fe en Cristo, la fe apostólica, animada por el impulso
interior de comunicar a Cristo a todos y a cada uno de los hombres durante la peregrinación
de la Iglesia por los caminos de la historia. El Año de la fe que hoy inauguramos
está vinculado coherentemente con todo el camino de la Iglesia en los últimos 50 años:
desde el Concilio, mediante el magisterio del siervo de Dios Pablo VI, que convocó
un «Año de la fe» en 1967, hasta el Gran Jubileo del 2000, con el que el beato Juan
Pablo II propuso de nuevo a toda la humanidad a Jesucristo como único Salvador, ayer,
hoy y siempre. Estos dos Pontífices, Pablo VI y Juan Pablo II, convergieron profunda
y plenamente en poner a Cristo como centro del cosmos y de la historia, y en el anhelo
apostólico de anunciarlo al mundo. Jesús es el centro de la fe cristiana. El cristiano
cree en Dios por medio de Jesucristo, que ha revelado su rostro. Él es el cumplimiento
de las Escrituras y su intérprete definitivo. Jesucristo no es solamente el objeto
de la fe, sino, como dice la carta a los Hebreos, «el que inició y completa nuestra
fe» (12,2). El evangelio de hoy nos dice que Jesucristo, consagrado por el Padre
en el Espíritu Santo, es el verdadero y perenne protagonista de la evangelización:
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar
a los pobres» (Lc 4,18). Esta misión de Cristo, este dinamismo suyo continúa en el
espacio y en el tiempo, atraviesa los siglos y los continentes. Es un movimiento que
parte del Padre y, con la fuerza del Espíritu, lleva la buena noticia a los pobres
en sentido material y espiritual. La Iglesia es el instrumento principal y necesario
de esta obra de Cristo, porque está unida a Él como el cuerpo a la cabeza. «Como el
Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21). Así dice el Resucitado a
los discípulos, y soplando sobre ellos, añade: «Recibid el Espíritu Santo» (v. 22).
Dios por medio de Jesucristo es el principal artífice de la evangelización del mundo;
pero Cristo mismo ha querido transmitir a la Iglesia su misión, y lo ha hecho y lo
sigue haciendo hasta el final de los tiempos infundiendo el Espíritu Santo en los
discípulos, aquel mismo Espíritu que se posó sobre él y permaneció en él durante toda
su vida terrena, dándole la fuerza de «proclamar a los cautivos la libertad, y a los
ciegos la vista»; de «poner en libertad a los oprimidos» y de «proclamar el año de
gracia del Señor» (Lc 4,18-19). El Concilio Vaticano II no ha querido incluir el
tema de la fe en un documento específico. Y, sin embargo, estuvo completamente animado
por la conciencia y el deseo, por así decir, de adentrase nuevamente en el misterio
cristiano, para proponerlo de nuevo eficazmente al hombre contemporáneo. A este respecto
se expresaba así, dos años después de la conclusión de la asamblea conciliar, el siervo
de Dios Pablo VI: «Queremos hacer notar que, si el Concilio no habla expresamente
de la fe, habla de ella en cada página, al reconocer su carácter vital y sobrenatural,
la supone íntegra y con fuerza, y construye sobre ella sus enseñanzas. Bastaría recordar
[algunas] afirmaciones conciliares… para darse cuenta de la importancia esencial que
el Concilio, en sintonía con la tradición doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe,
a la verdadera fe, a aquella que tiene como fuente a Cristo y por canal el magisterio
de la Iglesia» (Audiencia general, 8 marzo 1967). Así decía Pablo VI. Pero debemos
ahora remontarnos a aquel que convocó el Concilio Vaticano II y lo inauguró: el beato
Juan XXIII. En el discurso de apertura, presentó el fin principal del Concilio en
estos términos: «El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito
de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz… La
tarea principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de este o aquel
tema de la doctrina… Para eso no era necesario un Concilio... Es preciso que esta
doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se profundice y
presente según las exigencias de nuestro tiempo» (AAS 54 [1962], 790. 791-792). A
la luz de estas palabras, se comprende lo que yo mismo tuve entonces ocasión de experimentar:
durante el Concilio había una emocionante tensión con relación a la tarea común de
hacer resplandecer la verdad y la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla
a las exigencias del presente ni encadenarla al pasado: en la fe resuena el presente
eterno de Dios que trasciende el tiempo y que, sin embargo, solamente puede ser acogido
por nosotros en el hoy irrepetible. Por esto mismo considero que lo más importante,
especialmente en una efeméride tan significativa como la actual, es que se reavive
en toda la Iglesia aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo
al hombre contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso interior a la nueva
evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la confusión, es necesario
que ella se apoye en una base concreta y precisa, que son los documentos del Concilio
Vaticano II, en los cuales ha encontrado su expresión. Por esto, he insistido repetidamente
en la necesidad de regresar, por así decirlo, a la «letra» del Concilio, es decir
a sus textos, para encontrar también en ellos su auténtico espíritu, y he repetido
que la verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos. La referencia a los
documentos evita caer en los extremos de nostalgias anacrónicas o de huidas hacia
adelante, y permite acoger la novedad en la continuidad. El Concilio no ha propuesto
nada nuevo en materia de fe, ni ha querido sustituir lo que era antiguo. Más bien,
se ha preocupado para que dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una
fe viva en un mundo en transformación. Si sintonizamos con el planteamiento auténtico
que el beato Juan XXIII quiso dar al Vaticano II, podremos actualizarlo durante este
Año de la fe, dentro del único camino de la Iglesia que desea continuamente profundizar
en el depisito de la fe que Cristo le ha confiado. Los Padres conciliares querían
volver a presentar la fe de modo eficaz; y sí se abrieron con confianza al diálogo
con el mundo moderno era porque estaban seguros de su fe, de la roca firme sobre la
que se apoyaban. En cambio, en los años sucesivos, muchos aceptaron sin discernimiento
la mentalidad dominante, poniendo en discusión las bases mismas del depositum fidei,
que desgraciadamente ya no sentían como propias en su verdad. Si hoy la Iglesia
propone un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización, no es para conmemorar una
efeméride, sino porque hay necesidad, todavía más que hace 50 años. Y la respuesta
que hay que dar a esta necesidad es la misma que quisieron dar los Papas y los Padres
del Concilio, y que está contenida en sus documentos. También la iniciativa de crear
un Consejo Pontificio destinado a la promoción de la nueva evangelización, al que
agradezco su especial dedicación con vistas al Año de la fe, se inserta en esta perspectiva.
En estos decenios ha aumentado la «desertificación» espiritual. Si ya en tiempos del
Concilio se podía saber, por algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía
significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a
nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a partir de la experiencia
de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de
creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve
a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo,
son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados
de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de
fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta
forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la Gracia de Dios
que libera del pesimismo. Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar testimonio
de una vida nueva, trasformada por Dios, y así indicar el camino. La primera lectura
nos ha hablado de la sabiduría del viajero (cf. Sir 34,9-13): el viaje es metáfora
de la vida, y el viajero sabio es aquel que ha aprendido el arte de vivir y lo comparte
con los hermanos, como sucede con los peregrinos a lo largo del Camino de Santiago,
o en otros caminos, que no por casualidad se han multiplicado en estos años. ¿Por
qué tantas personas sienten hoy la necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizás
porque en ellos encuentran, o al menos intuyen, el sentido de nuestro estar en el
mundo? Así podemos representar este Año de la fe: como una peregrinación en los desiertos
del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que es esencial: ni bastón,
ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas, como dice el Señor a los apóstoles
al enviarlos a la misión (cf. Lc 9,3), sino el evangelio y la fe de la Iglesia, de
los que el Concilio Ecuménico Vaticano II son una luminosa expresión, como lo es también
el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado hace 20 años. Venerados y queridos
hermanos, el 11 de octubre de 1962 se celebraba la fiesta de María Santísima, Madre
de Dios. Le confiamos a ella el Año de la fe, como lo hice hace una semana, peregrinando
a Loreto. La Virgen María brille siempre como estrella en el camino de la nueva evangelización.
Que ella nos ayude a poner en práctica la exhortación del apóstol Pablo: «La palabra
de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda
sabiduría; corregíos mutuamente… Todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo
en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,16-17).
Amén .