(RV).- En la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, Apóstoles y patronos de Roma, Benedicto
XVI presidió esta mañana a las 9,00 la solemne celebración Eucarística, en la patriarcal
basílica vaticana, durante la cual impuso el sagrado Palio a 44 nuevos arzobispos
Metropolitanos. Entre ellos dos mexicanos, un peruano, un guatemalteco, un venezolano
y un argentino.
En su homilía el Obispo de Roma afirmó que “gracias a la luz
y la fuerza que viene de lo alto, el papado constituye el fundamento de la Iglesia
peregrina en el tiempo”; si bien emergen también, a lo largo de los siglos, “la debilidad
de los hombres, que sólo la apertura a la acción de Dios puede transformar”.
“En
verdad –dijo también el Papa–, la promesa que Jesús hace a Pedro es ahora mucho más
grande que las hechas a los antiguos profetas: Éstos, en efecto, fueron amenazados
sólo por enemigos humanos, mientras Pedro ha de ser protegido de las ‘puertas del
infierno’, del poder destructor del mal”. Y añadió que “Pedro es confortado con respecto
al futuro de la Iglesia, de la nueva comunidad fundada por Jesucristo y que se extiende
a todas las épocas, más allá de la existencia personal del mismo Pedro”.
El
Pontífice recordó a los queridos Metropolitanos que el palio que les impuso, les recordará
siempre que han sido constituidos “en y para el gran misterio de comunión que es la
Iglesia”, edificio espiritual construido sobre Cristo piedra angular y, en su dimensión
terrena e histórica, sobre la roca de Pedro. Y animados por esta certeza, afirmó “sintámonos
juntos cooperadores de la verdad, la cual –sabemos– es una y ‘sinfónica’, y reclama
de cada uno de nosotros y de nuestra comunidad el empeño constante de conversión al
único Señor en la gracia del único Espíritu.
Su Santidad concluyó su homilía
implorando de la Santa Madre de Dios que “nos guíe y nos acompañe siempre en el camino
de la fe y de la caridad”.
Benedicto XVI comenzó su homilía recordando que
se encontraban reunidos alrededor del altar para celebrar la solemnidad de los santos
apóstoles Pedro y Pablo, patronos principales de la Iglesia de Roma.
Y destacó
la presencia de los arzobispos metropolitanos nombrados durante este último año, que
acababan de recibir el palio, a quienes dirigió su especial y afectuoso saludo; junto
a la delegación del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, enviada por Su Santidad
Bartolomé I, que acogió con reconocimiento fraterno y cordial; a la vez que “con espíritu
ecuménico”, manifestó su alegría al saludar y dar las gracias al Coro de la Abadía
de Westminster, que animó esta liturgia junto con la Capilla Sixtina. Tras saludar
a los embajadores y a las autoridades civiles presentes, el Papa dijo:
(Audio)
Como todos
saben, delante de la Basílica de San Pedro, están colocadas dos imponentes estatuas
de los apóstoles Pedro y Pablo, fácilmente reconocibles por sus enseñas: las llaves
en las manos de Pedro y la espada entre las de Pablo. También sobre el portal mayor
de la Basílica de San Pablo Extramuros están representadas juntas escenas de la vida
y del martirio de estas dos columnas de la Iglesia. La tradición cristiana siempre
ha considerado inseparables a san Pedro y a san Pablo: juntos, en efecto, representan
todo el Evangelio de Cristo. En Roma, además, su vinculación como hermanos en la fe
ha adquirido un significado particular.
Tras recordar que la comunidad
cristiana de esta ciudad los consideró una especie de contrapunto de los míticos Rómulo
y Remo, la pareja de hermanos a los que se hace remontar la fundación de Roma, Su
Santidad añadió textualmente:
(Audio) Se puede pensar
también en otro paralelismo opuesto, siempre a propósito del tema de la hermandad:
es decir, mientras que la primera pareja bíblica de hermanos nos muestra el efecto
del pecado, por el cual Caín mata a Abel, Pedro y Pablo, aunque humanamente muy diferentes
el uno del otro, y a pesar de que no faltaron conflictos en su relación, han constituido
un modo nuevo de ser hermanos, vivido según el Evangelio, un modo auténtico hecho
posible por la gracia del Evangelio de Cristo que actuaba en ellos.
El
Papa no dejó de recordar que sólo el seguimiento de Jesús conduce a la nueva fraternidad,
lo que representa “el primer mensaje fundamental que la solemnidad de hoy nos ofrece
a cada uno de nosotros, y cuya importancia se refleja también en la búsqueda de aquella
plena comunión, que anhelan el Patriarca ecuménico y el Obispo de Roma, como también
todos los cristianos”.
Y tal como afirma el pasaje del Evangelio de san Mateo
que se escuchó durante esta misa, Benedicto XVI dijo que Simón Pedro, el discípulo
que, por un don de Dios, puede llegar a ser roca firme, se manifiesta en su debilidad
humana como lo que es: una piedra en el camino, una piedra con la que se puede tropezar
– en griego “skandalon”:
(Audio) Así se manifiesta
la tensión que existe entre el don que proviene del Señor y la capacidad humana; y
en esta escena entre Jesús y Simón Pedro vemos de alguna manera anticipado el drama
de la historia del mismo papado, que se caracteriza por la coexistencia de estos dos
elementos: por una parte, gracias a la luz y la fuerza que viene de lo alto, el papado
constituye el fundamento de la Iglesia peregrina en el tiempo; por otra, emergen también,
a lo largo de los siglos, la debilidad de los hombres, que sólo la apertura a la acción
de Dios puede transformar.
También explicó que en el Evangelio de hoy emerge
con fuerza la clara promesa de Jesús: “el poder del infierno”, es decir las fuerzas
del mal, no prevalecerán:
(Audio) En verdad, la promesa
que Jesús hace a Pedro es ahora mucho más grande que las hechas a los antiguos profetas:
Éstos, en efecto, fueron amenazados sólo por enemigos humanos, mientras Pedro ha de
ser protegido de las «puertas del infierno», del poder destructor del mal. Jeremías
recibe una promesa que tiene que ver con él como persona y con su ministerio profético;
Pedro es confortado con respecto al futuro de la Iglesia, de la nueva comunidad fundada
por Jesucristo y que se extiende a todas las épocas, más allá de la existencia personal
del mismo Pedro.
En cuanto al símbolo de las llaves, que también se escuchó
en el Evangelio, el Obispo de Roma dijo:
(Audio) La llave representa
la autoridad sobre la casa de David. Y en el Evangelio hay otra palabra de Jesús dirigida
a los escribas y fariseos, a los cuales el Señor les reprocha de cerrar el reino de
los cielos a los hombres (cf. Mt 23,13). Estas palabras también nos ayudan a comprender
la promesa hecha a Pedro: a él, en cuanto fiel administrador del mensaje de Cristo,
le corresponde abrir la puerta del reino de los cielos, y juzgar si aceptar o excluir
(cf. Ap 3,7). Las dos imágenes – la de las llaves y la de atar y desatar – expresan
por tanto significados similares y se refuerzan mutuamente.
En cuanto
a la expresión “atar y desatar” y su paralelismo “en la tierra… en los cielos”, Benedicto
XVI afirmó que garantiza que las decisiones de Pedro en el ejercicio de su función
eclesial también son válidas ante Dios:
(Audio) A la luz de estos
paralelismos, aparece claramente que la autoridad de atar y desatar consiste en el
poder de perdonar los pecados. Y esta gracia, que debilita la fuerza del caos y del
mal, está en el corazón del ministerio de la Iglesia. La Iglesia no es una comunidad
de perfectos, sino de pecadores que se deben reconocer necesitados del amor de Dios,
necesitados de ser purificados por medio de la Cruz de Jesucristo.
De
este modo –prosiguió el Pontífice en su homilía– “las palabras de Jesús sobre la autoridad
de Pedro y de los Apóstoles revelan que el poder de Dios es el amor, amor que irradia
su luz desde el Calvario”. Porque Jesús con su muerte ha vencido el poder del infierno,
con su sangre ha derramado sobre el mundo un río inmenso de misericordia, que irriga
con su agua sanadora la humanidad entera.
(Audio) Queridos hermanos,
como recordaba al principio, la tradición iconográfica representa a san Pablo con
la espada, y sabemos que ésta significa el instrumento con el que fue asesinado. Pero,
leyendo los escritos del apóstol de los gentiles, descubrimos que la imagen de la
espada se refiere a su misión de evangelizador.
Por último, dirigiéndose
a los metropolitanos que recibieron el Palio, el Santo Padre les dijo:
(Audio)
Queridos Metropolitanos:
el palio que os he impuesto, os recordará siempre que habéis sido constituidos en
y para el gran misterio de comunión que es la Iglesia, edificio espiritual construido
sobre Cristo piedra angular y, en su dimensión terrena e histórica, sobre la roca
de Pedro. Animados por esta certeza, sintámonos juntos cooperadores de la verdad,
la cual –sabemos– es una y «sinfónica», y reclama de cada uno de nosotros y de nuestra
comunidad el empeño constante de conversión al único Señor en la gracia del único
Espíritu.
Y concluyó su homilía rogando que la Santa Madre de Dios los
guíe y los acompañe siempre en el camino de la fe y de la caridad.
(María
Fernanda Bernasconi – RV).
Texto completo de la homilía del Santo Padre
en la Solemnidad de San Pedro y San Pablo:
Señores cardenales, Venerados
hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, Queridos hermanos y hermanas
Estamos
reunidos alrededor del altar para celebrar la solemnidad de los santos apóstoles Pedro
y Pablo, patronos principales de la Iglesia de Roma. Están aquí presentes los arzobispos
metropolitanos nombrados durante este último año, que acaban de recibir el palio,
y a quienes va mi especial y afectuoso saludo. También está presente, enviada por
Su Santidad Bartolomé I, una eminente delegación del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla,
que acojo con reconocimiento fraterno y cordial. Con espíritu ecuménico me alegra
saludar y dar las gracias a “The Choir of Westminster Abbey”, que anima la liturgia
junto con la Capilla Sixtina. Saludo además a los señores embajadores y a las autoridades
civiles: a todos les agradezco su presencia y oración.
Como todos saben, delante
de la Basílica de San Pedro, están colocadas dos imponentes estatuas de los apóstoles
Pedro y Pablo, fácilmente reconocibles por sus enseñas: las llaves en las manos de
Pedro y la espada entre las de Pablo. También sobre el portal mayor de la Basílica
de San Pablo Extramuros están representadas juntas escenas de la vida y del martirio
de estas dos columnas de la Iglesia. La tradición cristiana siempre ha considerado
inseparables a san Pedro y a san Pablo: juntos, en efecto, representan todo el Evangelio
de Cristo. En Roma, además, su vinculación como hermanos en la fe ha adquirido un
significado particular. En efecto, la comunidad cristiana de esta ciudad los consideró
una especie de contrapunto de los míticos Rómulo y Remo, la pareja de hermanos a los
que se hace remontar la fundación de Roma. Se puede pensar también en otro paralelismo
opuesto, siempre a propósito del tema de la hermandad: es decir, mientras que la primera
pareja bíblica de hermanos nos muestra el efecto del pecado, por el cual Caín mata
a Abel, Pedro y Pablo, aunque humanamente muy diferentes el uno del otro, y a pesar
de que no faltaron conflictos en su relación, han constituido un modo nuevo de ser
hermanos, vivido según el Evangelio, un modo auténtico hecho posible por la gracia
del Evangelio de Cristo que actuaba en ellos. Sólo el seguimiento de Jesús conduce
a la nueva fraternidad: aquí se encuentra el primer mensaje fundamental que la solemnidad
de hoy nos ofrece a cada uno de nosotros, y cuya importancia se refleja también en
la búsqueda de aquella plena comunión, que anhelan el Patriarca ecuménico y el Obispo
de Roma, como también todos los cristianos.
En el pasaje del Evangelio de
san Mateo que hemos escuchado hace poco, Pedro hace la propia confesión de fe a Jesús
reconociéndolo como Mesías e Hijo de Dios; la hace también en nombre de los otros
apóstoles. Como respuesta, el Señor le revela la misión que desea confiarle, la de
ser la «piedra», la «roca», el fundamento visible sobre el que está construido todo
el edificio espiritual de la Iglesia (cf. Mt 16, 16-19). Pero ¿de qué manera Pedro
es la roca? ¿Cómo debe cumplir esta prerrogativa, que naturalmente no ha recibido
para sí mismo? El relato del evangelista Mateo nos dice en primer lugar que el reconocimiento
de la identidad de Jesús pronunciado por Simón en nombre de los Doce no proviene «de
la carne y de la sangre», es decir, de su capacidad humana, sino de una particular
revelación de Dios Padre. En cambio, inmediatamente después, cuando Jesús anuncia
su pasión, muerte y resurrección, Simón Pedro reacciona precisamente a partir de la
«carne y sangre»: Él «se puso a increparlo: … [Señor] eso no puede pasarte» (16, 22).
Y Jesús, a su vez, le replicó: «Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo…»
(v. 23). El discípulo que, por un don de Dios, puede llegar a ser roca firme, se manifiesta
en su debilidad humana como lo que es: una piedra en el camino, una piedra con la
que se puede tropezar – en griego skandalon. Así se manifiesta la tensión que existe
entre el don que proviene del Señor y la capacidad humana; y en esta escena entre
Jesús y Simón Pedro vemos de alguna manera anticipado el drama de la historia del
mismo papado, que se caracteriza por la coexistencia de estos dos elementos: por una
parte, gracias a la luz y la fuerza que viene de lo alto, el papado constituye el
fundamento de la Iglesia peregrina en el tiempo; por otra, emergen también, a lo largo
de los siglos, la debilidad de los hombres, que sólo la apertura a la acción de Dios
puede transformar.
En el Evangelio de hoy emerge con fuerza la clara promesa
de Jesús: «el poder del infierno», es decir las fuerzas del mal, no prevalecerán,
«non prevalebunt». Viene a la memoria el relato de la vocación del profeta Jeremías,
cuando el Señor, al confiarle la misión, le dice: «Yo te convierto hoy en plaza fuerte,
en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes
y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo; lucharán contra
ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte» (Jr 1, 18-19). En verdad,
la promesa que Jesús hace a Pedro es ahora mucho más grande que las hechas a los antiguos
profetas: Éstos, en efecto, fueron amenazados sólo por enemigos humanos, mientras
Pedro ha de ser protegido de las «puertas del infierno», del poder destructor del
mal. Jeremías recibe una promesa que tiene que ver con él como persona y con su ministerio
profético; Pedro es confortado con respecto al futuro de la Iglesia, de la nueva comunidad
fundada por Jesucristo y que se extiende a todas las épocas, más allá de la existencia
personal del mismo Pedro.
Pasemos ahora al símbolo de las llaves, que hemos
escuchado en el Evangelio. Nos recuerdan el oráculo del profeta Isaías sobre el funcionario
Eliaquín, del que se dice: «Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo
que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá» (Is 22,22). La llave
representa la autoridad sobre la casa de David. Y en el Evangelio hay otra palabra
de Jesús dirigida a los escribas y fariseos, a los cuales el Señor les reprocha de
cerrar el reino de los cielos a los hombres (cf. Mt 23,13). Estas palabras también
nos ayudan a comprender la promesa hecha a Pedro: a él, en cuanto fiel administrador
del mensaje de Cristo, le corresponde abrir la puerta del reino de los cielos, y juzgar
si aceptar o excluir (cf. Ap 3,7). Las dos imágenes – la de las llaves y la de atar
y desatar – expresan por tanto significados similares y se refuerzan mutuamente. La
expresión «atar y desatar» forma parte del lenguaje rabínico y alude por un lado a
las decisiones doctrinales, por otro al poder disciplinar, es decir a la facultad
de aplicar y de levantar la excomunión. El paralelismo «en la tierra… en los cielos»
garantiza que las decisiones de Pedro en el ejercicio de su función eclesial también
son válidas ante Dios.
En el capítulo 18 del Evangelio según Mateo, dedicado
a la vida de la comunidad eclesial, encontramos otras palabras de Jesús dirigidas
a los discípulos: «En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado
en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los cielos»
(Mt 18,18). Y san Juan, en el relato de las apariciones de Cristo resucitado a los
Apóstoles, en la tarde de Pascua, refiere estas palabras del Señor: «Recibid el Espíritu
Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23). A la luz de estos paralelismos, aparece
claramente que la autoridad de atar y desatar consiste en el poder de perdonar los
pecados. Y esta gracia, que debilita la fuerza del caos y del mal, está en el corazón
del ministerio de la Iglesia. Ella no es una comunidad de perfectos, sino de pecadores
que se deben reconocer necesitados del amor de Dios, necesitados de ser purificados
por medio de la Cruz de Jesucristo. Las palabras de Jesús sobre la autoridad de Pedro
y de los Apóstoles revelan que el poder de Dios es el amor, amor que irradia su luz
desde el Calvario. Así, podemos también comprender porqué, en el relato del evangelio,
tras la confesión de fe de Pedro, sigue inmediatamente el primer anuncio de la pasión:
en efecto, Jesús con su muerte ha vencido el poder del infierno, con su sangre ha
derramado sobre el mundo un río inmenso de misericordia, que irriga con su agua sanadora
la humanidad entera.
Queridos hermanos, como recordaba al principio, la tradición
iconográfica representa a san Pablo con la espada, y sabemos que ésta significa el
instrumento con el que fue asesinado. Pero, leyendo los escritos del apóstol de los
gentiles, descubrimos que la imagen de la espada se refiere a su misión de evangelizador.
Él, por ejemplo, sintiendo cercana la muerte, escribe a Timoteo: «He luchado el noble
combate» (2 Tm 4,7). No es ciertamente la batalla de un caudillo, sino la de quien
anuncia la Palabra de Dios, fiel a Cristo y a su Iglesia, por quien se ha entregado
totalmente. Y por eso el Señor le ha dado la corona de la gloria y lo ha puesto, al
igual que a Pedro, como columna del edificio espiritual de la Iglesia.
Queridos
Metropolitanos: el palio que os he impuesto, os recordará siempre que habéis sido
constituidos en y para el gran misterio de comunión que es la Iglesia, edificio espiritual
construido sobre Cristo piedra angular y, en su dimensión terrena e histórica, sobre
la roca de Pedro. Animados por esta certeza, sintámonos juntos cooperadores de la
verdad, la cual –sabemos– es una y «sinfónica», y reclama de cada uno de nosotros
y de nuestra comunidad el empeño constante de conversión al único Señor en la gracia
del único Espíritu. Que la Santa Madre de Dios nos guíe y nos acompañe siempre en
el camino de la fe y de la caridad. Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros. Amén.