(RV).- Como todos los años en la solemnidad del Corpus Christi, el Santo Padre Benedicto
XVI presidió esta tarde a las 19,00 la Santa Misa en el atrio de la Basílica de San
Juan de Letrán -Catedral de Roma- de la que el Papa es su Obispo.
El Papa
reflexionó en su homilía sobre dos aspectos del Misterio eucarístico, entrelazados
entre sí: el culto de la Eucaristía y su sacralidad.
Después de la ceremonia
litúrgica, el Pontífice presidió la tradicional procesión eucarística desde la basílica
de san Juan de Letrán a la basílica romana de Santa María la Mayor, a través de la
Via Merulana. Y regresó a la Ciudad del Vaticano alrededor de las nueve y media de
la noche.
Dirigiéndose a los numerosos queridos hermanos y hermanas que participaron
en esta celebración, Su Santidad refiriéndose al culto de la Eucaristía y a su sacralizad
afirmó que “es importante volver a tomarlos en consideración para preservarlos de
visiones incompletas del mismo Misterio, como las que se han verificado en el pasado
reciente”.
(Audio) Una interpretación
unilateral del Concilio Vaticano II ha penalizado esta dimensión, restringiendo prácticamente
la Eucaristía al momento de la celebración. En efecto, fue muy importante reconocer
la centralidad de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne
alrededor de la dúplice mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo alimenta y lo une
a Sí, en la oferta del Sacrificio.
Aludiendo a la valoración de la asamblea
litúrgica, en la que el Señor obra y realiza su misterio de comunión, el Papa dijo
que “como sucede a menudo, queriendo subrayar un aspecto, se acaba con sacrificar
otro”:
(Audio) En este caso,
la acentuación realizada sobre la celebración de la Eucaristía ha disminuido la adoración,
como acto de fe y de oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento
del altar. Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual
de los fieles. En efecto, concentrando toda la relación con Jesús eucaristía sólo
en el momento de la Santa Misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto
del tiempo y del espacio existenciales.
Benedicto XVI dijo que de este
modo, se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros
y con nosotros. Por eso reafirmó que “el Sacramento de la Caridad de Cristo debe permear
toda la vida cotidiana”.
(Audio) En realidad,
es un error contraponer la celebración y la adoración, como si estuvieran en competencia
la una contra la otra. Es precisamente, todo lo contrario: el culto del Santísimo
Sacramento constituye el ‘ambiente’ espiritual en el cual la comunidad puede celebrar
bien y en verdad la Eucaristía. Sólo si está precedida, acompañada y seguida por esta
conducta interior de fe y de adoración, la acción litúrgica puede expresar su pleno
significado y valor. El encuentro con Jesús en la Santa Misa se realiza verdadera
y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que Él, en el Sacramento, habita
su casa, nos espera, nos invita a su mesa y, luego, una vez que la asamblea se ha
disuelto, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña
con su intercesión, y sigue recogiendo nuestros sacrificios espirituales y ofreciéndolos
al Padre.
Su Santidad subrayó asimismo que en el momento de la adoración,
“estamos todos en el mismo plano, de rodillas ante el Sacramento del Amor”. De modo
que “el sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico”.
(Audio) Es una experiencia
muy bella y significativa, que hemos vivido varias veces en la Basílica de San Pedro
y también en las inolvidables vigilias con los jóvenes – recuerdo, por ejemplo las
de Colonia, Londres, Zagreb y Madrid. Es evidente para todos que estos momentos de
vigilia eucarística preparan la celebración de la Santa Misa, preparan los corazones
al encuentro, de forma que éste resulta más fructuoso. Estar todos en silencio prolongado
ante el Señor presente en su Sacramento es una de las experiencias más auténticas
de nuestro ser Iglesia, que se acompaña de forma complementaria con la de celebrar
la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando, acercándose juntos a la mesa
del Pan de vida.
También explicó que la comunión y la contemplación van
juntas y no se pueden separar. Porque para comunicar verdaderamente con otra persona,
tengo que conocerla, saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, y mirarla
con amor. De modo que “el verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre esta
reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes, llenos de respeto y de
veneración, de forma que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no
superficial”.
“Lamentablemente –prosiguió diciendo el Pontífice–, si falta
esta dimensión, también la misma comunión sacramental puede llegar a ser, de parte
nuestra, un gesto superficial.
(Audio) Ahora quisiera
pasar, brevemente, al segundo aspecto: la sacralidad de la Eucaristía. También aquí
hemos sufrido, en el pasado reciente, un malentendido sobre el mensaje auténtico
de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana en lo que respecta al culto recibió
el influjo de cierta mentalidad secularista, de los años sesenta y setenta del siglo
pasado. Es verdad, y permanece siempre válido, que el centro del culto ya no está
en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en
su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se
debe deducir que lo sagrado ya no existe, sino que ha encontrado su cumplimiento
en Jesucristo, Amor divino encarnado.
Tras recordar que en la Carta a
los Hebreos, que resonó esta tarde en la segunda Lectura, nos habla precisamente de
la novedad del sacerdocio de Cristo, “Sumo Sacerdote de los bienes futuros”, el Santo
Padre afirmó que “no dice que el sacerdocio haya terminado”. Cristo –añadió– “es mediador
de una Nueva Alianza”, establecida en su sangre, que purifica “nuestra conciencia
de las obras que llevan a la muerte”. Él no abolió lo sagrado, sino que lo llevó a
su cumplimiento, inaugurando un culto nuevo, que aun siendo verdaderamente espiritual,
mientras estemos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y de ritos, que
desaparecerán sólo al final, en la Jerusalén celeste, donde ya no habrá ningún templo.
Por esta razón el Obispo de Roma afirmó que gracias a Cristo, “la sacralidad
es más verdadera, más intensa, y, como sucede para los mandamientos, más exigente”.
Y agregó que “no basta la observancia ritual, sino que se requiere la purificación
del corazón y la implicación de la vida”.
(Audio) Me complace también
subrayar que lo sagrado tiene una función educativa y que su desaparición empobrece,
inevitablemente, la cultura, en particular, la formación de las nuevas generaciones.
Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada, que no requiera signos sagrados,
se aboliera esta procesión ciudadana del Corpus Domini, el perfil espiritual de Roma
quedaría ‘mermado’ y nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada.
O, pensemos también en una mamá y en un papá que, en nombre de una fe desacralizada,
privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad, acabarían por dejar
el campo libre a tantos subrogados presentes en la sociedad del consumo, a otros ritos
y a otros signos, que con mayor facilidad se pueden volver ídolos.
Hacia
el final de su homilía el Papa recordó que Dios, nuestro Padre, no hizo lo mismo con
la humanidad: envió a su Hijo al mundo, no para abolir, sino para dar cumplimiento
también a lo sagrado. En el culmen de esta misión, en la Última Cena, Jesús instituyó
el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, el Memorial de su Sacrificio pascual. De
este modo, Él se puso a Sí mismo en lugar de los sacrificios antiguos, pero lo hizo
en el interior de un rito, que mandó perpetuar a los Apóstoles, como signo supremo
y verdadero de lo Sagrado, que es Él mismo.
Con esta fe –concluyó diciendo
el Papa en su homilía– nosotros celebramos hoy y cada día el Misterio eucarístico
y lo adoramos como centro de nuestra vida y corazón del mundo”.
(María Fernanda
Bernasconi – RV).
Texto completo de la homilía del Santo Padre:
¡Queridos
hermanos y hermanas!
Esta tarde, quisiera meditar con vosotros sobre dos
aspectos, entrelazados entre sí, del Misterio eucarístico: el culto de la Eucaristía
y su sacralidad. Es importante volver a tomarlos en consideración para preservarlos
de visiones incompletas del mismo Misterio, como las que se han verificado en el pasado
reciente.
Ante todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en
particular de la adoración del Santísimo Sacramento. Es la experiencia, que viviremos
también esta tarde, después de la Misa, antes de la procesión, durante su desarrollo
y cuando termine. Una interpretación unilateral del Concilio Vaticano II ha penalizado
esta dimensión, restringiendo prácticamente la Eucaristía al momento de la celebración.
En efecto, fue muy importante reconocer la centralidad de la celebración, en la que
el Señor convoca a su pueblo, lo reúne alrededor de la dúplice mesa de la Palabra
y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a Sí, en la oferta del Sacrificio. Esta valoración
de la asamblea litúrgica, en la que el Señor obra y realiza su misterio de comunión,
permanece naturalmente válida, pero se debe colocar en su justo equilibrio. En efecto
– como sucede a menudo – queriendo subrayar un aspecto, se acaba con sacrificar otro.
En este caso, la acentuación realizada sobre la celebración de la Eucaristía ha disminuido
la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente
en el Sacramento del altar. Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre
la vida espiritual de los fieles. En efecto, concentrando toda la relación con Jesús
eucaristía sólo en el momento de la Santa Misa, se corre el riesgo de vaciar de su
presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y, de este modo, se percibe
menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros
– una presencia concreta, cercana, entre nuestras casas, como «Corazón que late» de
la ciudad, del país y del territorio, con sus distintas expresiones y actividades.
El Sacramento de la Caridad de Cristo debe permear toda la vida cotidiana.
En
realidad, es un error contraponer la celebración y la adoración, como si estuvieran
en competencia la una contra la otra. Es precisamente, todo lo contrario: el culto
del Santísimo Sacramento constituye el ‘ambiente’ espiritual en el cual la comunidad
puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. Sólo si está precedida, acompañada
y seguida por esta conducta interior de fe y de adoración, la acción litúrgica puede
expresar su pleno significado y valor. El encuentro con Jesús en la Santa Misa se
realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que Él, en
el Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa y, luego, una vez
que la asamblea se ha disuelto, permanece con nosotros, con su presencia discreta
y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión, y sigue recogiendo nuestros sacrificios
espirituales y ofreciéndolos al Padre.
En este contexto, me complace subrayar
la experiencia que viviremos esta tarde juntos. En el momento de la adoración, estamos
todos en el mismo plano, de rodillas ante el Sacramento del Amor. El sacerdocio común
y el ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico. Es una experiencia
muy bella y significativa, que hemos vivido varias veces en la Basílica de San Pedro
y también en las inolvidables vigilias con los jóvenes – recuerdo, por ejemplo las
de Colonia, Londres, Zagreb y Madrid. Es evidente para todos que estos momentos de
vigilia eucarística preparan la celebración de la Santa Misa, preparan los corazones
al encuentro, de forma que éste resulta más fructuoso. Estar todos en silencio prolongado
ante el Señor presente en su Sacramento es una de las experiencias más auténticas
de nuestro ser Iglesia, que se acompaña de forma complementaria con la de celebrar
la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando, acercándose juntos a la mesa
del Pan de vida. No se pueden separar – van juntas - la comunión y la contemplación.
Para comunicar verdaderamente con otra persona, tengo que conocerla, saber estar en
silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor. El verdadero amor y la verdadera
amistad viven siempre esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes,
llenos de respeto y de veneración, de forma que el encuentro se viva profundamente,
de modo personal y no superficial. Y, lamentablemente, si falta esta dimensión, también
la misma comunión sacramental puede llegar a ser, de parte nuestra, un gesto superficial.
Sin embargo, en la verdadera comunión, preparada por el coloquio de la oración y de
la vida, podemos decirle al Señor palabras de confianza, como las que resonaron hace
poco en el Salmo responsorial: «Yo, Señor, soy tu servidor, tu servidor, lo mismo
que mi madre: por eso rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
e invocaré el nombre del Señor (Sal 116, 16-17).
Ahora quisiera pasar, brevemente,
al segundo aspecto: la sacralidad de la Eucaristía. También aquí hemos sufrido, en
el pasado reciente, un malentendido sobre el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura.
La novedad cristiana en lo que respecta al culto recibió el influjo de cierta mentalidad
secularista, de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y permanece
siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios
antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual.
Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se debe deducir que lo sagrado ya
no existe, sino que ha encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado.
La Carta a los Hebreos, que escuchamos esta tarde en la segunda Lectura, nos habla
precisamente de la novedad del sacerdocio de Cristo, «Sumo Sacerdote de los bienes
futuros» (Hb 9,11), pero no dice que el sacerdocio haya terminado. Cristo «es mediador
de una Nueva Alianza» (Hb 9,15), establecida en su sangre, que purifica «nuestra
conciencia de las obras que llevan a la muerte» (Hb 9,14). Él no abolió lo sagrado,
sino que lo llevó a su cumplimiento, inaugurando un culto nuevo, que aun siendo verdaderamente
espiritual, mientras estemos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y
de ritos, que desaparecerán sólo al final, en la Jerusalén celeste, donde ya no habrá
ningún templo (cfr Ap 21,22) ¡Gracias a Cristo, la sacralidad es más verdadera, más
intensa, y, como sucede para los mandamientos, más exigente! No basta la observancia
ritual, sino que se requiere la purificación del corazón y la implicación de la vida.
Me
complace también subrayar que lo sagrado tiene una función educativa y que su desaparición
empobrece, inevitablemente, la cultura, en particular, la formación de las nuevas
generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada, que no requiera signos
sagrados, se aboliera esta procesión ciudadana del Corpus Domini, el perfil espiritual
de Roma quedaría ‘mermado’ y nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada.
O, pensemos también en una mamá y en un papá que, en nombre de una fe desacralizada,
privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad, acabarían por dejar
el campo libre a tantos subrogados presentes en la sociedad del consumo, a otros ritos
y a otros signos, que con mayor facilidad se pueden volver ídolos. Dios, nuestro Padre,
no hizo lo mismo con la humanidad: envió a su Hijo al mundo, no para abolir, sino
para dar cumplimiento también a lo sagrado. En el culmen de esta misión, en la Última
Cena, Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, el Memorial de su
Sacrificio pascual. De este modo, Él se puso a Sí mismo en lugar de los sacrificios
antiguos, pero lo hizo en el interior de un rito, que mandó perpetuar a los Apóstoles,
como signo supremo y verdadero de lo Sagrado, que es Él mismo. Con esta fe, queridos
hermanos y hermanas, nosotros celebramos hoy y cada día el Misterio eucarístico y
lo adoramos como centro de nuestra vida y corazón del mundo. Amén.