(RV).- El Santo Padre Benedicto XVI concelebró esta mañana a las 9,30 en la Basílica
vaticana la Eucaristía con unos 40 cardenales y 50 obispos en la Solemnidad de Pentecostés.
En su homilía el Pontífice se refirió al “misterio” de esta solemnidad, que constituye,
dijo, el “bautismo de la Iglesia”, “la forma inicial”, “el impulso para su misión”
Asimismo
el Papa destacó que “el Espíritu Santo nos guía hacia las alturas de Dios, para que
podamos vivir ya en esta tierra el germen de la vida divina que está en nosotros”.
Y recordó, como afirma san Pablo, que en efecto, “el fruto del Espíritu es amor,
alegría y paz” (Gal 5, 22). Porque como dijo Su Santidad, “notamos que el Apóstol
usa el plural para describir las obras de la carne, que provocan la dispersión del
ser humano, mientras usa el singular para definir la acción del Espíritu”, y habla
de ‘fruto’, tal como a la dispersión de Babel se contrapone la unidad de Pentecostés.
(Audio) Pentecostés
es la fiesta de la unión, de la comprensión y de la comunión humana. Todos podemos
constatar cómo en nuestro mundo, aun si estamos cada vez más cercanos unos de otros
con el desarrollo de los medios de comunicación, y las distancias geográficas parecen
desaparecer, la comprensión y la comunión entre las personas muchas veces es superficial
y difícil.
Un mundo, el nuestro, ha señalado el Papa donde los desequilibrios
se hacen conflictivos; el diálogo entre las generaciones fatigoso; los hombres son
cada vez más agresivos y malhumorados; y comprenderse parece demasiado difícil. Se
prefiere encerrarse en el propio yo, y en los propios intereses.
Luego, Benedicto
XVI ha contrapuesto la narración de Pentecostés a la antigua historia de la construcción
de la Torre de Babel. En ella se describe un reino en el que los hombres han concentrado
tanto poder de llegar a pensar en no tener que hacer más referencia a un Dios lejano
y de ser tan fuertes, de poder construir por sí solos un camino que conduzca al cielo
para abrir sus puertas y colocarse en el lugar de Dios. Pero justo en esta situación
se verifica algo extraño y singular.
(Audio) Mientras los
hombres estaban trabajando juntos para construir la torre, de repente se dieron cuenta
que estaban construyendo el uno contra el otro. Mientras trataban de ser como Dios,
corrían el peligro de no ser ni tan siquiera hombres, porque habían perdido un elemento
fundamental del ser personas humanas: la capacidad de ponerse de acuerdo, de entenderse
y de actuar juntos.
Este pasaje bíblico, ha observado el Santo Padre, lo
podemos ver a lo largo de la historia, pero también en nuestro mundo. Con el progreso
de la ciencia y de la técnica hemos alcanzado el poder de dominar las fuerzas de la
naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivos, llegando casi hasta
al mismo ser humano.
(Audio) En esta situación,
orar a Dios parece algo superado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir
y realizar todo aquello que queremos. Pero no nos percatamos de que estamos reviviendo
la misma experiencia de Babel.
Hemos multiplicado las posibilidades para
comunicarnos, informar, pero ¿podemos decir que haya crecido la capacidad de comprendernos?
se ha preguntado el Pontífice ¿Puede haber verdaderamente unidad y concordia entre
nosotros? La respuesta la encontramos en la Sagrada Escritura ha dicho el Papa:
(Audio)
La unidad
puede existir solamente con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón
nuevo y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar. Esto es lo que se verificó
en Pentecostés. Aquella mañana, cincuenta días después de la Pascua, un viento impetuoso
sopló sobre Jerusalén y la llama del Espíritu Santo descendió sobre los discípulos
congregados, se posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego divino, un fuego
de amor, capaz de transformar.
Y así, ha explicado Benedicto XVI, desapareció
el miedo, el corazón sintió una fuerza nueva, las lenguas iniciaron a hablar con franqueza,
de modo que todos pudieran comprender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado.
En Pentecostés, donde había división y enajenamiento, nacieron unidad y comprensión.
Jesús, hablando del Espíritu Santo, nos explica qué es la Iglesia y cómo debe vivir
para ser lugar de unidad y de comunión en la Verdad.
(Audio) Nos dice que
actuar como cristianos significa no permanecer cerrados en el propio «yo», sino orientarse
hacia el todo; significa acoger en sí mismos a la Iglesia toda entera o, aún mejor,
dejar interiormente que ella nos acoja.
“De esta manera -ha indicado el
Santo Padre- cuando yo hablo, pienso, actúo como cristiano, no lo hago encerrándome
en mi ‘yo’, sino siempre en el ‘todo’ a partir de todo”: así el Espíritu Santo, Espíritu
de unidad y de verdad, puede continuar resonando en los corazones y en las mentes
de los hombres e impulsándolos a encontrarse y acogerse recíprocamente”.
(Audio)
Y así se hace
cada vez más claro por qué Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés. Donde los
hombres quieren hacerse Dios, pueden solo ponerse el uno contra el otro. Donde en
cambio se colocan en la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu que
los sostiene y une.
“No podemos ser, a la vez, egoístas y generosos, seguir
la tendencia de dominar sobre los demás y sentir la alegría del servicio desinteresado”,
ha afirmado el Papa. Debemos siempre elegir cual impulso seguir y lo podemos hacer
en modo auténtico solamente con la ayuda del Espíritu de Cristo. El Espíritu Santo
nos guía hacia las alturas de Dios, para que podamos vivir ya en esta tierra el germen
de la vida divina que está en nosotros. A la dispersión de Babel se contrapone la
unidad de Pentecostés.
(Audio) Queridos amigos,
debemos vivir según el Espíritu de unidad y de verdad, y por esto debemos orar para
que el Espíritu nos ilumine y nos guíe para vencer la fascinación de seguir nuestras
verdades, y para acoger la verdad de Cristo transmitida en la Iglesia.
(María
Fernanda Bernasconi y Eduardo Rubió – RV)
Texto completo de la Homilía del
Santo Padre:
Queridos hermanos y hermanas:
Estoy feliz por celebrar
con ustedes esta Santa Misa, animada hoy, también por el Coro de la Academia de Santa
Cecilia y por la Orquesta Juvenil –a la que agradezco-, en la Solemnidad de Pentecostés.
Este misterio constituye el bautismo de la Iglesia, es un evento que le ha dado, por
así decir, la forma inicial y el impulso para su misión. Y esta «forma» y este «impulso»
son siempre válidos, siempre actuales, y se renuevan de modo particular mediante las
acciones litúrgicas. Esta mañana quisiera detenerme en un aspecto esencial del misterio
de Pentecostés, que en nuestros días conserva toda su importancia. Pentecostés es
la fiesta de la unión, de la comprensión y de la comunión humana. Todos podemos constatar
cómo en nuestro mundo, aun si estamos cada vez más cercanos unos de otros con el desarrollo
de los medios de comunicación, y las distancias geográficas parecen desaparecer, la
comprensión y la comunión entre las personas muchas veces es superficial y difícil.
Permanecen desequilibrios que no rara vez conducen a conflictos; el diálogo entre
las generaciones se hace fatigoso y en ocasiones prevalece la contraposición; asistimos
a eventos cotidianos en los cuales nos parece que los hombres se están haciendo más
agresivos y malhumorados; comprenderse parece demasiado difícil y se prefiere permanecer
en el propio yo, en los propios intereses. En esta situación ¿podemos verdaderamente
encontrar y vivir aquella unidad de la que tenemos tanta necesidad?
La narración
de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la primera lectura
(cfr At 2,1-11), contiene en fondo uno de los últimos grandes frescos que encontramos
al inicio del Antiguo Testamento: la antigua historia de la construcción de la Torre
de Babel (cfr Gen 11,1-9). Pero ¿qué cosa es Babel? Es la descripción de un reino
en el que los hombres han concentrado tanto poder de llegar a pensar en no tener que
hacer mas referencia a un Dios lejano y de ser talmente fuertes, de poder construir
por sí solos un camino que conduzca al cielo para abrir sus puertas y colocarse en
el lugar de Dios. Pero justo en esta situación se verifica algo extraño y singular.
Mientras los hombres estaban trabajando juntos para construir la torre, de repente
se dieron cuenta que estaban construyendo el uno contra el otro. Mientras trataban
de ser como Dios, corrían el peligro de no ser más ni siquiera hombres, porque habían
perdido un elemento fundamental del ser personas humanas: la capacidad de ponerse
de acuerdo, de entenderse y de actuar juntos.
Este pasaje bíblico contiene
una perenne verdad; lo podemos ver a lo largo de la historia, pero también en nuestro
mundo. Con el progreso de la ciencia y de la técnica hemos alcanzado el poder de dominar
las fuerzas de la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivientes,
llegando casi hasta el mismo ser humano. En esta situación, orar a Dios parece algo
superado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir y realizar todo aquello
que queremos. Pero no nos percatamos de que estamos reviviendo la misma experiencia
de Babel. Es verdad, hemos multiplicado las posibilidades de comunicar, de obtener
informaciones, de transmitir noticias, pero ¿podemos decir que haya crecido la capacidad
de comprendernos, o tal vez, paradójicamente, nos comprendemos menos? Entre los hombres
¿no parece tal vez serpentear un sentido de desconfianza, de sospecha, de temor recíproco,
hasta convertirnos inclusive peligrosos los unos para los otros? Regresamos entonces
a la pregunta inicial: ¿Puede haber verdaderamente unidad, concordia? Y ¿cómo?
La
respuesta la encontramos en la Sagrada Escritura: la unidad puede existir solamente
con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva,
una capacidad nueva de comunicar. Ésto es aquello que se verificó en Pentecostés.
Aquella mañana, cincuenta días después de la Pascua, un viento impetuoso sopló sobre
Jerusalén y la llama del Espíritu Santo descendió sobre los discípulos congregados,
se posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor, capaz
de transformar. El temor desapareció, el corazón sintió una nueva fuerza, las lenguas
se liberaron e iniciaron a hablar con franqueza, en modo que todos pudieran comprender
el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En Pentecostés, donde había división
y enajenamiento, nacieron la unidad y la comprensión.
Pero miremos el Evangelio
de hoy, en el que Jesús afirma «Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá
en toda la verdad» (Jn 16,13). Aquí Jesús, hablando del Espíritu Santo, nos explica
qué cosa es la Iglesia y cómo ella debe vivir para ser sí misma, para ser el lugar
de la unidad y de la comunión en la Verdad; nos dice que actuar como cristianos significa
no permanecer cerrados en el propio «yo», sino orientarse hacia el todo; significa
acoger en sí mismos a la Iglesia toda entera o, aún mejor, dejar interiormente que
ella nos acoja. Entonces, cuando hablo, pienso, actúo como cristiano, no lo hago
encerrándome en mi yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir de todo: así
el Espíritu Santo, Espíritu de unidad y de verdad, puede continuar resonando en los
corazones y en las mentes de los hombres e impulsándolos a encontrarse y acogerse
recíprocamente. El Espíritu, justamente por el hecho de que actúa así, nos introduce
en toda la verdad, que es Jesús, nos guía en el profundizarla, en comprenderla: nosotros
no crecemos en el conocimiento cerrándonos en nuestro yo, sino solamente siendo capaces
de escuchar y de compartir, solamente en el «nosotros» de la Iglesia, con una actitud
de profunda humildad interior. Y así se hace cada vez más claro por qué Babel es Babel
y Pentecostés es Pentecostés. Donde los hombres quieren hacerse Dios, pueden solo
ponerse el uno contra el otro. Donde en cambio se colocan en la verdad del Señor,
se abren a la acción de su Espíritu que los sostiene y une.
La contraposición
entre Babel y Pentecostés resuena también en la segunda lectura, donde el Apóstol
dice: “Los exhorto a que se dejen conducir por el Espíritu de Dios, y así no serán
arrastrados por los deseos de la carne” (Gal 5,16). San Pablo nos explica que nuestra
vida personal está marcada por un conflicto interior, por una división entre los impulsos
que provienen de la carne y aquellos que provienen del Espíritu; y nosotros no podemos
seguirlos todos. No podemos, en efecto, ser contemporáneamente egoístas y generosos,
seguir la tendencia de dominar sobre los demás y sentir la alegría del servicio desinteresado.
Debemos siempre elegir cual impulso seguir y lo podemos hacer en modo auténtico solamente
con la ayuda del Espíritu de Cristo. San Pablo menciona las obras de la carne, son
los pecados de egoísmo y de violencia, como enemistad, discordia, rivalidad, desacuerdos;
son pensamientos y acciones que no nos hacen vivir en modo verdaderamente humano y
cristiano, en el amor. Es una dirección que conduce a perder la propia vida. En cambio
el Espíritu Santo nos guía hacia las alturas de Dios, para que podamos vivir ya en
esta tierra el germen de la vida divina que está en nosotros. Afirma, en efecto, san
Pablo: «El fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz» (Gal 5,22). Notamos que el
Apóstol usa el plural para describir las obras de la carne, que provocan la dispersión
del ser humano, mientras usa el singular para definir la acción del Espíritu, habla
de «fruto», igual que como a la dispersión de Babel se contrapone la unidad de Pentecostés.
Queridos amigos, debemos vivir según el Espíritu de unidad y de verdad, y
por esto debemos orar para que el Espíritu nos ilumine y nos guíe para vencer la fascinación
de seguir nuestras verdades, y para acoger la verdad de Cristo transmitida en la Iglesia.
La narración de Lucas sobre Pentecostés nos dice que Jesús antes de subir al cielo
les pidió a los Apóstoles que permanecieran juntos para prepararse para recibir el
don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo a
la espera del evento prometido (cfr At 1,14). En recogimiento con María, como en su
nacimiento, la Iglesia también hoy ora: «Veni Sancte Spiritus! – Ven Espíritu Santo,
colma los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Amén.