(RV).- Benedicto XVI presidió esta tarde a las cinco, en la Basílica Vaticana, la
tradicional celebración de la Pasión del Señor. Con la Liturgia de la Palabra - propia
del Viernes Santo - centrada en la pasión y muerte de Jesús en la Cruz. Con la Oración
universal, que invoca los beneficios de la Redención sobre todos los hombres. Con
la Adoración de la Cruz, que venera precisamente la Cruz gloriosa del Señor y con
la Santa Comunión, que ofrece a los fieles la prenda de su Redención. El Predicador
de la Casa Pontificia, P. Raniero Cantalamessa, pronunció la homilía tomada del Apocalipsis
1,18: "Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos".
Texto
completo de la Prédica del Viernes Santo 2012 en la Basílica de San Pedro P.
Raniero Cantalamessa, OFM Cap
Algunos padres de la Iglesia han encerrado en
una imagen todo el misterio de la redención. Imaginemos, decían, que tenga lugar en
el estadio una lucha épica. Un valiente ha enfrentado al cruel tirano que tenía esclavizada
la ciudad, y con enorme esfuerzo y sufrimiento, lo ha vencido. Tú estabas en las graderías,
no has luchado, ni te has esforzado ni te han herido. Pero si admiras al valiente,
si te alegras con él por su victoria, si le tejes coronas, provocas y agitas a la
asamblea por él, si te inclinas con alegría por el vencedor, le besas la cabeza y
le das la mano, en definitiva, si tanto deliras por él, hasta considerar como tuya
su victoria, te digo ciertamente que tú tendrás parte en el premio del vencedor.
Pero
aún hay más: supongamos que el vencedor no tenga ninguna necesidad del premio que
ganó, pero quiera más que nada, ver honrado a su sostenedor y considerar el premio
por el que luchó, como la coronación del amigo. ¿En tal caso aquel hombre no obtendrá
quizás la corona, incluso si no ha luchado ni ha sido herido? ¡Por supuesto que sí!
Así, dicen estos padres, sucede entre Cristo y nosotros. "Él, en la cruz,
ha vencido a su antiguo enemigo". "Nuestras espadas --exclama san Juan Crisóstomo--,
no están ensangrentadas, no estábamos en la lucha, no tenemos heridas, la batalla
ni siquiera la hemos visto, y he aquí que obtenemos la victoria. Suya fue la lucha,
nuestra la corona. Y visto que hemos ganado también nosotros, debemos imitar lo que
hacen los soldados en estos casos: con voces de alegría exaltamos la victoria, entonamos
himnos de alabanza al Señor".
No se podría explicar de una manera mejor el
significado de la liturgia que estamos celebrando. ¿Pero lo que estamos haciendo
es también eso una imagen, la representación de una realidad del pasado, o es la misma
realidad? ¡Las dos cosas! "Nosotros, --decía san Agustín al pueblo--, sabemos y creemos
con fe certera que Cristo murió una sóla vez por nosotros [...]. Sabéis perfectamente
que todo esto sucedió una sola vez y sin embargo la solemnidad lo renueva periódicamente
[...]. Verdad histórica y solemnidad litúrgica no están en conflicto entre sí, como
si la segunda fuera falsa y sólo la primera correspondiera con la verdad. De aquello
que la historia afirma que ha sucedido, en realidad, una sola vez, la solemnidad a
menudo lo renueva en los corazones de los fieles".
La liturgia "renueva" el
evento: ¡Cuántas discusiones, durante cinco siglos, sobre el significado de esta palabra,
especialmente cuando se aplica al sacrificio de la cruz y a la misa! Pablo VI utilizó
un verbo que podría allanar el camino para un entendimiento ecuménico sobre este tema:
el verbo "representar", entendido en el sentido fuerte de re-presentar, es decir,
hacer nuevamente presente y operante el hecho.
Hay una diferencia sustancial
entre la representación de la muerte de Cristo y aquella, por ejemplo, de la muerte
de Julio César en la tragedia homónima de Shakespeare. Nadie atiende, siendo vivo,
al aniversario de su muerte; Cristo sí, porque Él ha resucitado. Sólo él puede decir,
como lo hace en el Apocalipsis: "Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos
de los siglos". (Ap. 1,18). Debemos estar atentos en este día, al visitar los llamados
"Repositorios" o al participar en las procesiones del Cristo muerto, no merezcamos
el reproche que Cristo resucitado dirige a las pías mujeres en la mañana de Pascua:
"¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?" (Lc. 24,5).
Es una afirmación
osada, pero verdadera la de ciertos autores ortodoxos. “La anamnesi, o sea el memorial
litúrgico vuelve al evento más verdadero de lo que sucedió históricamente la primera
vez”. En otras palabras es más verdadero y real para nosotros que lo revivimos “según
el Espíritu” de lo que era para quienes lo vivían “según la carne”, antes que el Espíritu
Santo le revelara a la iglesia el significado pleno.
Nosotros no estamos celebrando
solamente un aniversario, sino un misterio. Y nuevamente san Agustín explica la diferencia
entre las dos cosas. La celebración “como en un aniversario”, no pide otra cosa –dice–
si no la de “indicar con una solemnidad religiosa el día del año en el que se fija
el recuerdo de este hecho”; en la celebración como un misterio (“en sacramento”),
“no solamente se conmemora un hecho sino que se hace de tal manera que se entienda
su significado y sea acogido santamente”.
Esto cambia todo. No se trata solamente
de asistir a una representación, sino de “acoger” el significado, de pasar de espectadores
a actores. Nos toca a nosotros por lo tanto elegir qué parte queremos representar
en el drama, quién queremos ser: si Pedro, Judas, Pilato, la muchedumbre, el Cirineo,
Juan, María… Ninguno puede quedarse neutral; no tomar posición es pretender una bien
precisa: la de Pilatos que se lava las manos, o la de la muchedumbre que desde lejos
“estaba mirando” (Lc 23,35). Si volviendo a casa esta noche alguien nos pregunta:
“¿De dónde vienes, dónde has estado?” respondamos al menos en nuestro corazón: “¡En
el Calvario!”.
Todo esto no se realiza automáticamente, solamente por el hecho
de haber participado de esta liturgia. Se trata, decía san Agustín, de “acoger” el
significado del misterio. Esto se realiza con la fe. No hay música si no existe un
oído que escuche, por más que la música de la orquesta toque fuerte; no hay gracia
allá donde no hay una fe que la acoja.
En una homilía pascual del siglo IV,
el obispo pronunciaba estas palabras extraordinariamente modernas y se diría existencialistas:
“Para cada hombre, el principio de la vida es aquel, a partir del cual Cristo fue
inmolado por él. Pero Cristo se ha inmolado por él en cuanto él reconoce la gracia
y se vuelve consciente de la vida que le ha dado aquella inmolación”.
Esto
sucedió sacramentalmente en el bautismo, pero tiene que suceder conscientemente y
siempre de nuevo en la vida. Antes de morir debemos tener el coraje y hacer un acto
de audacia, casi un golpe de mano: apropiarse de la victoria de Cristo. !Una apropiación
indebida! Una cosa lamentablemente común en la sociedad en la que vivimos, pero que
con Jesús ésta no solamente no nos está prohibida, sino que se nos recomienda. “Indebida”
que significa que no nos es debida, que no la hemos merecido nosotros, pero que nos
es dada gratuitamente por la fe.
Más bien vayamos a lo seguro, escuchemos a
un doctor de la iglesia. “Yo –escribe san Bernardo– lo que no puedo obtener por mi
mismo, me lo apropio (literalmente, !lo usurpo!) con confianza del costado traspasado
del Señor, porque está lleno de misericordia. Mi mérito por lo tanto es la misericordia
de Dios. No soy pobre de méritos mientras Él sea rico de misericordia. Pues si la
misericordia del Señor es mucha (Sal 119, 156), yo tendré abundancia de méritos. ¿Y
que es de mi justicia? Oh Señor, me acordaré solamente de tu justicia. De hecho esa
es también la mía, porque tú eres para mí justicia de parte de Dios”. (cf. 1 Cor 1,
30).
¿Acaso este modo de concebir la santidad volvió a san Bernardo menos
celoso de las buenas obras, menos empeñado en adquirir la virtud? Quizás descuidaba
la mortificación de su cuerpo y de reducirlo a esclavitud (cf. 1 Cor 9,27), el apóstol
Pablo quien antes que todos y más que todos había hecho de esta apropiación de la
justicia de Cristo la finalidad de su vida y de su predicación (cf. Fil 3, 7-9).
En
Roma, como en todas las ciudades grandes existen los que no tienen un techo. Tienen
un nombre en todos los idiomas: homeless, clochards, barboni, mendigos: personas humanas
que lo único que tienen son unos pocos trapos que visten y algún objeto que llevan
en bolsas de plástico.
Imaginemos que un día se difunde esta voz: en via Condotti
(¡todos saben lo que significa en Roma la via Condotti!), está la dueña de una boutique
de lujo que, por alguna razón desconocida, por interés o generosidad, invita a todos
los mendigos de la estación Termini a ir a su negocio, a dejar sus trapos sucios,
a ducharse y después a elegir el vestido que deseen entre los que están expuestos
y llevárselos, así, gratuitamente.
Todos dicen en su corazón: “¡Esta es una
fábula, no sucederá nunca!”. Es verdad, pero lo que no sucede nunca entre los hombres
es lo que puede suceder cada día entre los hombres y Dios, porque, ¡delante de Él,
aquellos mendigos somos nosotros! Esto es lo que sucede con una buena confesión: te
despojas de tus trapos sucios, los pecados; recibes el baño de la misericordia y te
levantas “cubierto por ropas de fiesta, envuelto en manto de victoria” (Is. 61, 10).
El
publicano de la parábola que fue al templo a rezar dijo simplemente, pero desde lo
profundo de su corazón: “¡Oh Dios, ten piedad de mí, que soy pecador!”, y “volvió
a su casa justificado”. (Lc. 18,14), reconciliado, hecho nuevo, inocente. Igual, si
tenemos su fe y su arrepentimiento, podrán decirlo de nosotros volviendo a casa después
de esta liturgia.
Entre los personajes de la pasión con los cuales podemos
identificarnos me doy cuenta que he omitido uno, que más que todos espera a quien
quiera seguir su ejemplo: el buen ladrón. El buen ladrón confiesa completamente su
pecado; le dice a su compañero que insulta a Jesús: “¿Es que no temes a Dios, tú que
sufres la misma condena? Y nosotros con razón porque nos lo hemos merecido por nuestros
hechos; en cambio este, nada malo ha hecho” (Lc. 23, 40s.). El buen ladrón se muestra
como un excelente teólogo. Solamente Dios, de hecho, sufre absolutamente como inocente;
cada persona que sufre debe decir: “Yo sufro justamente”, porque aunque si no es el
responsable de la acción que le viene imputada, no está enteramente libre de culpa.
Solamente el dolor de los niños inocentes se asemeja al de Dios y por esto es así
misterioso y sagrado.
Cuántos delitos atroces se quedaron, en los últimos tiempos,
sin un culpable, ¡Cuánto casos no resueltos! El buen ladrón lanza un llamado a los
responsables: hagan como yo, salgan al descubierto, confiesen su culpa; experimentareis
también vosotros la alegría que yo he sentido cuando escuché la palabra de Jesús:
“¡Hoy estarás conmigo en el paraíso!” (Lc 23,43).
Cuántos reos confesos pueden
confirmar que fue así también con ellos: que pasaron del infierno al paraíso el día
que tuvieron el coraje de arrepentirse y confesar su culpa. También yo he conocido
a alguno. El paraíso prometido es la paz de conciencia, la posibilidad de mirarse
en el espejo y mirar a los propios hijos sin necesidad de tener que despreciarse.
No
lleváis a la tumba vuestro secreto; os procuraría una condena más temible que aquella
humana. Nuestro pueblo no es despiadado con quien se ha equivocado, si reconoce el
mal realizado, sinceramente, no solamente por conveniencia. Por el contrario, está
listo a apiadarse y acompañar al arrepentido en su camino de redención (que en todo
caso se vuelve más breve). “Dios perdona muchas cosas, por una obra buena”, dice Lucia
en “Los Novios” de Alessandro Manzoni, al hombre que la había raptada. Aún más, tenemos
que decir, Él perdona muchas cosas debido a un acto de arrepentimiento. Lo ha prometido
solemnemente: “Aunque fuesen sus pecados rojos como la grana, como nieve blanquearán;
y así rojeasen como el carmesí, como lana quedarán” (Is. 1, 18).
Volvamos ahora
a hacer lo que hemos escuchado al inicio, que es nuestra tarea en este día: con voces
de júbilo exaltemos la victoria de la cruz, entonemos himnos de alabanza al Señor.
“O Redemptor, sume carmen temet concinentium”. Y tú, Redentor nuestro, acoge el
canto que elevamos hasta ti (Traducido del italiano por H. Sergio Mora, No RV)