(RV).- “El Domingo de Ramos es el gran pórtico que nos lleva a la Semana Santa, la
semana en la que el Señor Jesús se dirige hacia la culminación de su vida terrena”.
Así comenzaba su homilía el Santo Padre en este domingo que nos abre a la Semana Mayor
del Año, la más cargada de contenidos significativos a través del apasionante Año
Litúrgico.
Benedicto XVI, luego de recordar su recorrido en medio del pueblo
con la petición de Bartimeo, de recobrar la vista; su entrada en Jerusalén con la
aclamación: «¡Hosanna!, bendito el que viene en el nombre del Señor y la esperanza
que brota de esta realidad, pregunta: “¿cuál es el contenido, la resonancia más profunda
de este grito de júbilo?” y responde que “la respuesta está en toda la Escritura,
que nos recuerda cómo el Mesías lleva a cumplimiento la promesa de la bendición de
Dios, la promesa originaria que Dios había hecho a Abraham, el padre de todos los
creyentes”.
En este contexto, el Pontífice afirma que “Podemos descubrir aquí
un primer gran mensaje que nos trae la festividad de hoy: la invitación a mirar de
manera justa a la humanidad entera, a cuantos conforman el mundo, a sus diversas culturas
y civilizaciones”.
Seguidamente, volviendo al texto del Evangelio de hoy y
preguntando: “¿Qué late realmente en el corazón de los que aclaman a Cristo como Rey
de Israel?”, el Papa afirma: “¿Quién es para nosotros Jesús de Nazaret? ¿Qué idea
tenemos del Mesías, qué idea tenemos de Dios?”. “Esta es una cuestión crucial que
no podemos eludir –destaca- sobre todo en esta semana en la que estamos llamados a
seguir a nuestro Rey, que elige como trono la cruz; estamos llamados a seguir a un
Mesías que no nos asegura una felicidad terrena fácil, sino la felicidad del cielo,
la eterna bienaventuranza de Dios. Ahora, hemos de preguntarnos –agrega- ¿Cuáles son
nuestras verdaderas expectativas? ¿Cuáles son los deseos más profundos que nos han
traído hoy aquí para celebrar el Domingo de Ramos e iniciar la Semana Santa?”.
En
este contexto, Benedicto XVI se dirigió a los jóvenes que hoy celebran la jornada
mundial de la juventud exhortándolos a que el Domingo de Ramos sea para ellos “el
día de la decisión, la decisión de acoger al Señor y de seguirlo hasta el final, la
decisión de hacer de su Pascua de muerte y resurrección el sentido mismo de su vida
de cristianos”.
“Queridos hermanos y hermanas, que reinen particularmente en
este día dos sentimientos –finalizó su homilía el Santo Padre- la alabanza, como hicieron
aquellos que acogieron a Jesús en Jerusalén con su «hosanna»; y el agradecimiento,
porque en esta Semana Santa el Señor Jesús renovará el don más grande que se puede
imaginar, nos entregará su vida, su cuerpo y su sangre, su amor. Pero a un don tan
grande debemos corresponder de modo adecuado, o sea, con el don de nosotros mismos,
de nuestro tiempo, de nuestra oración, de nuestro estar en comunión profunda de amor
con Cristo que sufre, muere y resucita por nosotros” (CA-RV)
Texto y
audio completo de la homilía del Santo Padre (Audio)
Queridos
hermanos y hermanas!
El Domingo de Ramos es el gran pórtico que nos
lleva a la Semana Santa, la semana en la que el Señor Jesús se dirige hacia la culminación
de su vida terrena. Él va a Jerusalén para cumplir las Escrituras y para ser colgado
en la cruz, el trono desde el cual reinará por los siglos, atrayendo a sí a la humanidad
de todos los tiempos y ofrecer a todos el don de la redención. Sabemos por los evangelios
que Jesús se había encaminado hacia Jerusalén con los doce, y que poco a poco se había
ido sumado a ellos una multitud creciente de peregrinos. San Marcos nos dice que ya
al salir de Jericó había una «gran muchedumbre» que seguía a Jesús (cf. 10,46).
En
la última parte del trayecto se produce un acontecimiento particular, que aumenta
la expectativa sobre lo que está por suceder y hace que la atención se centre todavía
más en Jesús. A lo largo del camino, al salir de Jericó, está sentado un mendigo ciego,
llamado Bartimeo. Apenas oye decir que Jesús de Nazaret está llegando, comienza a
gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47). Tratan de acallarlo,
pero en vano, hasta que Jesús lo manda llamar y le invita a acercarse. «¿Qué quieres
que te haga?», le pregunta. Y él contesta: «Rabbuní, que vea» (v. 51). Jesús le dice:
«Anda, tu fe te ha salvado». Bartimeo recobró la vista y se puso a seguir a Jesús
en el camino (cf. v. 52). Y he aquí que, tras este signo prodigioso, acompañado por
aquella invocación: «Hijo de David», un estremecimiento de esperanza atraviesa la
multitud, suscitando en muchos una pregunta: ¿Este Jesús que marchaba delante de ellos
a Jerusalén, no sería quizás el Mesías, el nuevo David? Y, con su ya inminente entrada
en la ciudad santa, ¿no habría llegado tal vez el momento en el que Dios restauraría
finalmente el reino de David?
También la preparación del ingreso de
Jesús con sus discípulos contribuye a aumentar esta esperanza. Como hemos escuchado
en el Evangelio de hoy (cf. Mc 11,1-10), Jesús llegó a Jerusalén desde Betfagé y el
monte de los Olivos, es decir, la vía por la que había de venir el Mesías. Desde allí,
envía por delante a dos discípulos, mandándoles que le trajeran un pollino de asna
que encontrarían a lo largo del camino. Encuentran efectivamente el pollino, lo desatan
y lo llevan a Jesús. A este punto, el ánimo de los discípulos y los otros peregrinos
se deja ganar por el entusiasmo: toman sus mantos y los echan encima del pollino;
otros alfombran con ellos el camino de Jesús a medida que avanza a grupas del asno.
Después cortan ramas de los árboles y comienzan a gritar las palabras del Salmo 118,
las antiguas palabras de bendición de los peregrinos que, en este contexto, se convierten
en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna!, bendito el que viene en el nombre del Señor.
¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!»
(vv. 9-10). Esta alegría festiva, transmitida por los cuatro evangelistas, es un grito
de bendición, un himno de júbilo: expresa la convicción unánime de que, en Jesús,
Dios ha visitado su pueblo y ha llegado por fin el Mesías deseado. Y todo el mundo
está allí, con creciente expectación por lo que Cristo hará una vez que entre en su
ciudad.
Pero, ¿cuál es el contenido, la resonancia más profunda de
este grito de júbilo? La respuesta está en toda la Escritura, que nos recuerda cómo
el Mesías lleva a cumplimiento la promesa de la bendición de Dios, la promesa originaria
que Dios había hecho a Abraham, el padre de todos los creyentes: «Haré de ti una gran
nación, te bendeciré… y en ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn
12,2-3). Es la promesa que Israel siempre había tenido presente en la oración, especialmente
en la oración de los Salmos. Por eso, el que es aclamado por la muchedumbre como bendito
es al mismo tiempo aquel en el cual será bendecida toda la humanidad. Así, a la luz
de Cristo, la humanidad se reconoce profundamente unida y cubierta por el manto de
la bendición divina, una bendición que todo lo penetra, todo lo sostiene, lo redime,
lo santifica.
Podemos descubrir aquí un primer gran mensaje que nos
trae la festividad de hoy: la invitación a mirar de manera justa a la humanidad entera,
a cuantos conforman el mundo, a sus diversas culturas y civilizaciones. La mirada
que el creyente recibe de Cristo es una mirada de bendición: una mirada sabia y amorosa,
capaz de acoger la belleza del mundo y de compartir su fragilidad. En esta mirada
se transparenta la mirada misma de Dios sobre los hombres que él ama y sobre la creación,
obra de sus manos. En el Libro de la Sabiduría, leemos: «Te compadeces de todos, porque
todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan.
Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste;… Tú eres indulgente
con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (Sb 11,23-24.26).
Volvamos
al texto del Evangelio de hoy y preguntémonos: ¿Qué late realmente en el corazón de
los que aclaman a Cristo como Rey de Israel? Ciertamente tenían su idea del Mesías,
una idea de cómo debía actuar el Rey prometido por los profetas y esperado por tanto
tiempo. No es de extrañar que, pocos días después, la muchedumbre de Jerusalén, en
vez de aclamar a Jesús, gritaran a Pilato: «¡Crucifícalo!». Y que los mismos discípulos,
como también otros que le habían visto y oído, permanecieran mudos y desconcertados.
En efecto, la mayor parte estaban desilusionados por el modo en que Jesús había decidido
presentarse como Mesías y Rey de Israel. Este es precisamente el núcleo de la fiesta
de hoy también para nosotros. ¿Quién es para nosotros Jesús de Nazaret? ¿Qué idea
tenemos del Mesías, qué idea tenemos de Dios? Esta es una cuestión crucial que no
podemos eludir, sobre todo en esta semana en la que estamos llamados a seguir a nuestro
Rey, que elige como trono la cruz; estamos llamados a seguir a un Mesías que no nos
asegura una felicidad terrena fácil, sino la felicidad del cielo, la eterna bienaventuranza
de Dios. Ahora, hemos de preguntarnos: ¿Cuáles son nuestras verdaderas expectativas?
¿Cuáles son los deseos más profundos que nos han traído hoy aquí para celebrar el
Domingo de Ramos e iniciar la Semana Santa?
Queridos jóvenes que os
habéis reunido aquí. Esta es de modo particular vuestra Jornada en todo lugar del
mundo donde la Iglesia está presente. Por eso os saludo con gran afecto. Que el Domingo
de Ramos sea para vosotros el día de la decisión, la decisión de acoger al Señor y
de seguirlo hasta el final, la decisión de hacer de su Pascua de muerte y resurrección
el sentido mismo de vuestra vida de cristianos. Como he querido recordar en el mensaje
a los jóvenes para esta Jornada – «alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4) –, esta
es la decisión que conduce a la verdadera alegría, como sucedió con santa Clara de
Asís que, hace ochocientos años, fascinada por el ejemplo de san Francisco y de sus
primeros compañeros, dejó la casa paterna precisamente el Domingo de Ramos para consagrarse
totalmente al Señor: tenía 18 años, y tuvo el valor de la fe y del amor de optar por
Cristo, encontrando en él la alegría y la paz.
Queridos hermanos y
hermanas, que reinen particularmente en este día dos sentimientos: la alabanza, como
hicieron aquellos que acogieron a Jesús en Jerusalén con su «hosanna»; y el agradecimiento,
porque en esta Semana Santa el Señor Jesús renovará el don más grande que se puede
imaginar, nos entregará su vida, su cuerpo y su sangre, su amor. Pero a un don tan
grande debemos corresponder de modo adecuado, o sea, con el don de nosotros mismos,
de nuestro tiempo, de nuestra oración, de nuestro estar en comunión profunda de amor
con Cristo que sufre, muere y resucita por nosotros. Los antiguos Padres de la Iglesia
han visto un símbolo de todo esto en el gesto de la gente que seguía a Jesús en su
ingreso a Jerusalén, el gesto de tender los mantos delante del Señor. Ante Cristo
– decían los Padres –, debemos deponer nuestra vida, nuestra persona, en actitud de
gratitud y adoración. En conclusión, escuchemos de nuevo la voz de uno de estos antiguos
Padres, la de san Andrés, obispo de Creta: «Así es como nosotros deberíamos prosternarnos
a los pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes,
que muy pronto perderían su verdor, su fruto y su aspecto agradable, sino revistiéndonos
de su gracia, es decir, de él mismo... Así debemos ponernos a sus pies como si fuéramos
unas túnicas... Ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino
trofeos de victoria. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños
cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: “Bendito el que viene,
como rey, en nombre del Señor”» (PG 97, 994). Amén.