No dejar correr el agua de la historia sin comprometerse
(RV).- Cuba y el mundo necesitan cambios. Benedicto XVI alentó a los cubanos a perseverar
en la luz de Cristo, como testigos de la caridad, respondiendo al mal con el bien.
En su homilía en la Plaza de la Revolución de La Habana, el Papa hizo hincapié en
la importancia de la acción de gracias al Señor, con «voz alegre y confiada, que busca
cimentar en el amor y la verdad el camino de la fe», acompañados por María: «Bendito
sea Dios» que nos reúne en esta emblemática plaza, para que ahondemos más profundamente
en su vida. Siento una gran alegría de encontrarme hoy entre ustedes y presidir esta
Santa Misa en el corazón de este Año jubilar dedicado a la Virgen de la Caridad del
Cobre.
Tras saludar cordialmente al Cardenal Jaime Ortega y Alamino, Arzobispo
de La Habana, agradeciendo las corteses palabras que le dirigió en nombre de todos,
a los Cardenales, y hermanos Obispos de Cuba y de otros países, que han querido participar
en esta solemne celebración, a los sacerdotes, seminaristas, religiosos y a los numerosos
fieles congregados, así como a las Autoridades presentes, el Papa se refirió a las
lecturas de la Santa Misa, en particular a «los tres jóvenes, perseguidos por el soberano
babilonio, que prefieren afrontar la muerte abrasados por el fuego antes que traicionar
su conciencia y su fe.
Ellos encontraron la fuerza de «alabar, glorificar
y bendecir a Dios» en la convicción de que el Señor del cosmos y la historia no los
abandonaría a la muerte y a la nada. En efecto, Dios nunca abandona a sus hijos, nunca
los olvida. Él está por encima de nosotros y es capaz de salvarnos con su poder. Al
mismo tiempo, es cercano a su pueblo y, por su Hijo Jesucristo, ha deseado poner su
morada entre nosotros».
Con el Evangelio proclamado, en que «Jesús se revela
como el Hijo de Dios Padre, el Salvador, el único que puede mostrar la verdad y dar
la genuina libertad», Benedicto XVI reflexionó sobre las diversas actitudes de los
hombres ante la verdad «buscarla siempre supone un ejercicio de auténtica libertad:
«Muchos,
sin embargo, prefieren los atajos e intentan eludir esta tarea. Algunos, como Poncio
Pilato, ironizan con la posibilidad de poder conocer la verdad (cf. Jn 18, 38), proclamando
la incapacidad del hombre para alcanzarla o negando que exista una verdad para todos.
Esta actitud, como en el caso del escepticismo y el relativismo, produce un cambio
en el corazón, haciéndolos fríos, vacilantes, distantes de los demás y encerrados
en sí mismos. Personas que se lavan las manos como el gobernador romano y dejan correr
el agua de la historia sin comprometerse».
Por otra parte, hay otros que
interpretan mal esta búsqueda de la verdad, llevándolos a la irracionalidad y al fanatismo,
encerrándose en «su verdad» e intentando imponerla a los demás. Son como aquellos
legalistas obcecados que, al ver a Jesús golpeado y sangrante, gritan enfurecidos:
«¡Crucifícalo!» (cf. Jn 19, 6), destacó el Santo Padre, añadiendo que «sin
embargo, quien actúa irracionalmente no puede llegar a ser discípulo de Jesús. Fe
y razón son necesarias y complementarias en la búsqueda de la verdad. Dios creó al
hombre con una innata vocación a la verdad y para esto lo dotó de razón. No es ciertamente
la irracionalidad, sino el afán de verdad, lo que promueve la fe cristiana. Todo ser
humano ha de indagar la verdad y optar por ella cuando la encuentra, aún a riesgo
de afrontar sacrificios: «Además, la verdad sobre el hombre es un presupuesto
ineludible para alcanzar la libertad, pues en ella descubrimos los fundamentos de
una ética con la que todos pueden confrontarse, y que contiene formulaciones claras
y precisas sobre la vida y la muerte, los deberes y los derechos, el matrimonio, la
familia y la sociedad, en definitiva, sobre la dignidad inviolable del ser humano.
Este patrimonio ético es lo que puede acercar a todas las culturas, pueblos y religiones,
las autoridades y los ciudadanos, y a los ciudadanos entre sí, a los creyentes en
Cristo con quienes no creen en él.
Tras enfatizar que «el cristianismo,
al resaltar los valores que sustentan la ética, no impone, sino que propone la invitación
de Cristo a conocer la verdad que hace libres, dijo que el creyente está llamado a
ofrecerla a sus contemporáneos, como lo hizo el Señor, incluso ante el sombrío presagio
del rechazo y de la cruz. El encuentro personal con quien es la verdad en persona
nos impulsa a compartir este tesoro con los demás, especialmente con el testimonio».
En este contexto, el Papa alentó a no vacilar en seguir a Jesucristo: «Sólo
renunciando al odio y a nuestro corazón duro y ciego seremos libres, y una vida nueva
brotará en nosotros. Convencido de que Cristo es la verdadera medida del hombre, y
sabiendo que en él se encuentra la fuerza necesaria para afrontar toda prueba, deseo
anunciarles abiertamente al Señor Jesús como Camino, Verdad y Vida. En él todos hallarán
la plena libertad, la luz para entender con hondura la realidad y transformarla con
el poder renovador del amor».
«La Iglesia vive para hacer partícipes a
los demás de lo único que ella tiene, y que no es sino Cristo, esperanza de la gloria
(cf. Col 1,27). Para poder ejercer esta tarea, ha de contar con la esencial
libertad religiosa, que consiste en poder proclamar y celebrar la fe también públicamente,
llevando el mensaje de amor, reconciliación y paz que Jesús trajo al mundo», reiteró
Benedicto XVI, destacando su alegría por los avances en Cuba, alentando a proseguir
por este camino y recordando la importancia fundamental de la libertad religiosa:
«Es
de reconocer con alegría que en Cuba se han ido dando pasos para que la Iglesia lleve
a cabo su misión insoslayable de expresar pública y abiertamente su fe. Sin embargo,
es preciso seguir adelante, y deseo animar a las instancias gubernamentales de la
Nación a reforzar lo ya alcanzado y a avanzar por este camino de genuino servicio
al bien común de toda la sociedad cubana. El derecho a la libertad religiosa, tanto
en su dimensión individual como comunitaria, manifiesta la unidad de la persona humana,
que es ciudadano y creyente a la vez. Legitima también que los creyentes ofrezcan
una contribución a la edificación de la sociedad. Su refuerzo consolida la convivencia,
alimenta la esperanza en un mundo mejor, crea condiciones propicias para la paz y
el desarrollo armónico, al mismo tiempo que establece bases firmes para afianzar los
derechos de las generaciones futuras».
En este contexto el Papa recordó
la misión de la Iglesia y el anhelo de que también en Cuba esté al servicio del saber:
«Cuando
la Iglesia pone de relieve este derecho, no está reclamando privilegio alguno. Pretende
sólo ser fiel al mandato de su divino fundador, consciente de que donde Cristo se
hace presente, el hombre crece en humanidad y encuentra su consistencia. Por eso,
ella busca dar este testimonio en su predicación y enseñanza, tanto en la catequesis
como en ámbitos escolares y universitarios. Es de esperar que pronto llegue aquí también
el momento de que la Iglesia pueda llevar a los campos del saber los beneficios de
la misión que su Señor le encomendó y que nunca puede descuidar».
Evocando
como ejemplo preclaro de esta labor, al insigne sacerdote Félix Varela, educador y
maestro, hijo ilustre de la ciudad de La Habana, que ha pasado a la historia de Cuba
como el primero que enseñó a pensar a su pueblo, Benedicto XVI afirmó que el Padre
Varela nos presenta el camino para una verdadera transformación social: formar hombres
virtuosos para forjar una nación digna y libre, ya que esta trasformación dependerá
de la vida espiritual del hombre, pues «no hay patria sin virtud» (Cartas a Elpidio,
carta sesta, Madrid 1836, 220):
«Cuba y el mundo necesitan cambios, pero
éstos se darán sólo si cada uno está en condiciones de preguntarse por la verdad y
se decide a tomar el camino del amor, sembrando reconciliación y fraternidad. Invocando
la materna protección de María Santísima, pidamos que cada vez que participemos en
la Eucaristía nos hagamos también testigos de la caridad, que responde al mal con
el bien (cf. Rm 12,21), ofreciéndonos como hostia viva a quien amorosamente se entregó
por nosotros. Caminemos a la luz de Cristo, que es el que puede destruir la tiniebla
del error. Supliquémosle que, con el valor y la reciedumbre de los santos, lleguemos
a dar una respuesta libre, generosa y coherente a Dios, sin miedos ni rencores. Amén»
(CdM-RV)
Texto y audio completo de la homilía del
Santo Padre (Audio)
Queridos
hermanos y hermanas:
«Bendito eres, Señor Dios…, bendito tu nombre
santo y glorioso» (Dn 3,52). Este himno de bendición del libro de Daniel resuena hoy
en nuestra liturgia invitándonos reiteradamente a bendecir y alabar a Dios. Somos
parte de la multitud de ese coro que celebra al Señor sin cesar. Nos unimos a este
concierto de acción de gracias, y ofrecemos nuestra voz alegre y confiada, que busca
cimentar en el amor y la verdad el camino de la fe.
«Bendito sea Dios»
que nos reúne en esta emblemática plaza, para que ahondemos más profundamente en su
vida. Siento una gran alegría de encontrarme hoy entre ustedes y presidir esta Santa
Misa en el corazón de este Año jubilar dedicado a la Virgen de la Caridad del Cobre.
Saludo
cordialmente al Cardenal Jaime Ortega y Alamino, Arzobispo de La Habana, y le agradezco
las corteses palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Extiendo mi saludo a
los Señores Cardenales, a mis hermanos Obispos de Cuba y de otros países, que han
querido participar en esta solemne celebración. Saludo también a los sacerdotes, seminaristas,
religiosos ºy a todos los fieles aquí congregados, así como a las Autoridades que
nos acompañan.
En la primera lectura proclamada, los tres jóvenes,
perseguidos por el soberano babilonio, prefieren afrontar la muerte abrasados por
el fuego antes que traicionar su conciencia y su fe. Ellos encontraron la fuerza de
«alabar, glorificar y bendecir a Dios» en la convicción de que el Señor del cosmos
y la historia no los abandonaría a la muerte y a la nada. En efecto, Dios nunca abandona
a sus hijos, nunca los olvida. Él está por encima de nosotros y es capaz de salvarnos
con su poder. Al mismo tiempo, es cercano a su pueblo y, por su Hijo Jesucristo, ha
deseado poner su morada entre nosotros.
«Si os mantenéis en mi palabra,
seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres»
(Jn 8,31). En este texto del Evangelio que se ha proclamado, Jesús se revela como
el Hijo de Dios Padre, el Salvador, el único que puede mostrar la verdad y dar la
genuina libertad. Su enseñanza provoca resistencia e inquietud entre sus interlocutores,
y Él los acusa de buscar su muerte, aludiendo al supremo sacrificio en la cruz, ya
cercano. Aun así, los conmina a creer, a mantener la Palabra, para conocer la verdad
que redime y dignifica.
En efecto, la verdad es un anhelo del ser humano,
y buscarla siempre supone un ejercicio de auténtica libertad. Muchos, sin embargo,
prefieren los atajos e intentan eludir esta tarea. Algunos, como Poncio Pilato, ironizan
con la posibilidad de poder conocer la verdad (cf. Jn 18, 38), proclamando la incapacidad
del hombre para alcanzarla o negando que exista una verdad para todos. Esta actitud,
como en el caso del escepticismo y el relativismo, produce un cambio en el corazón,
haciéndolos fríos, vacilantes, distantes de los demás y encerrados en sí mismos. Personas
que se lavan las manos como el gobernador romano y dejan correr el agua de la historia
sin comprometerse.
Por otra parte, hay otros que interpretan mal esta
búsqueda de la verdad, llevándolos a la irracionalidad y al fanatismo, encerrándose
en «su verdad» e intentando imponerla a los demás. Son como aquellos legalistas obcecados
que, al ver a Jesús golpeado y sangrante, gritan enfurecidos: «¡Crucifícalo!» (cf.
Jn 19, 6). Sin embargo, quien actúa irracionalmente no puede llegar a ser discípulo
de Jesús. Fe y razón son necesarias y complementarias en la búsqueda de la verdad.
Dios creó al hombre con una innata vocación a la verdad y para esto lo dotó de razón.
No es ciertamente la irracionalidad, sino el afán de verdad, lo que promueve la fe
cristiana. Todo ser humano ha de indagar la verdad y optar por ella cuando la encuentra,
aun a riesgo de afrontar sacrificios.
Además, la verdad sobre el hombre
es un presupuesto ineludible para alcanzar la libertad, pues en ella descubrimos los
fundamentos de una ética con la que todos pueden confrontarse, y que contiene formulaciones
claras y precisas sobre la vida y la muerte, los deberes y los derechos, el matrimonio,
la familia y la sociedad, en definitiva, sobre la dignidad inviolable del ser humano.
Este patrimonio ético es lo que puede acercar a todas las culturas, pueblos y religiones,
las autoridades y los ciudadanos, y a los ciudadanos entre sí, a los creyentes en
Cristo con quienes no creen en él.
El cristianismo, al resaltar los
valores que sustentan la ética, no impone, sino que propone la invitación de Cristo
a conocer la verdad que hace libres. El creyente está llamado a ofrecerla a sus contemporáneos,
como lo hizo el Señor, incluso ante el sombrío presagio del rechazo y de la cruz.
El encuentro personal con quien es la verdad en persona nos impulsa a compartir este
tesoro con los demás, especialmente con el testimonio.
Queridos amigos,
no vacilen en seguir a Jesucristo. En él hallamos la verdad sobre Dios y sobre el
hombre. Él nos ayuda a derrotar nuestros egoísmos, a salir de nuestras ambiciones
y a vencer lo que nos oprime. El que obra el mal, el que comete pecado, es esclavo
del pecado y nunca alcanzará la libertad (cf. Jn 8,34). Sólo renunciando al odio y
a nuestro corazón duro y ciego seremos libres, y una vida nueva brotará en nosotros.
Convencido de que Cristo es la verdadera medida del hombre, y sabiendo
que en él se encuentra la fuerza necesaria para afrontar toda prueba, deseo anunciarles
abiertamente al Señor Jesús como Camino, Verdad y Vida. En él todos hallarán la plena
libertad, la luz para entender con hondura la realidad y transformarla con el poder
renovador del amor.
La Iglesia vive para hacer partícipes a los demás
de lo único que ella tiene, y que no es sino Cristo, esperanza de la gloria (cf. Col
1,27). Para poder ejercer esta tarea, ha de contar con la esencial libertad religiosa,
que consiste en poder proclamar y celebrar la fe también públicamente, llevando el
mensaje de amor, reconciliación y paz que Jesús trajo al mundo. Es de reconocer con
alegría que en Cuba se han ido dando pasos para que la Iglesia lleve a cabo su misión
insoslayable de expresar pública y abiertamente su fe. Sin embargo, es preciso seguir
adelante, y deseo animar a las instancias gubernamentales de la Nación a reforzar
lo ya alcanzado y a avanzar por este camino de genuino servicio al bien común de toda
la sociedad cubana.
El derecho a la libertad religiosa, tanto en su
dimensión individual como comunitaria, manifiesta la unidad de la persona humana,
que es ciudadano y creyente a la vez. Legitima también que los creyentes ofrezcan
una contribución a la edificación de la sociedad. Su refuerzo consolida la convivencia,
alimenta la esperanza en un mundo mejor, crea condiciones propicias para la paz y
el desarrollo armónico, al mismo tiempo que establece bases firmes para afianzar los
derechos de las generaciones futuras.
Cuando la Iglesia pone de relieve
este derecho, no está reclamando privilegio alguno. Pretende sólo ser fiel al mandato
de su divino fundador, consciente de que donde Cristo se hace presente, el hombre
crece en humanidad y encuentra su consistencia. Por eso, ella busca dar este testimonio
en su predicación y enseñanza, tanto en la catequesis como en ámbitos escolares y
universitarios. Es de esperar que pronto llegue aquí también el momento de que la
Iglesia pueda llevar a los campos del saber los beneficios de la misión que su Señor
le encomendó y que nunca puede descuidar.
Ejemplo preclaro de esta
labor fue el insigne sacerdote Félix Varela, educador y maestro, hijo ilustre de esta
ciudad de La Habana, que ha pasado a la historia de Cuba como el primero que enseñó
a pensar a su pueblo. El Padre Varela nos presenta el camino para una verdadera transformación
social: formar hombres virtuosos para forjar una nación digna y libre, ya que esta
trasformación dependerá de la vida espiritual del hombre, pues «no hay patria sin
virtud» (Cartas a Elpidio, carta sesta, Madrid 1836, 220). Cuba y el mundo necesitan
cambios, pero éstos se darán sólo si cada uno está en condiciones de preguntarse por
la verdad y se decide a tomar el camino del amor, sembrando reconciliación y fraternidad.
Invocando
la materna protección de María Santísima, pidamos que cada vez que participemos en
la Eucaristía nos hagamos también testigos de la caridad, que responde al mal con
el bien (cf. Rm 12,21), ofreciéndonos como hostia viva a quien amorosamente se entregó
por nosotros. Caminemos a la luz de Cristo, que es el que puede destruir la tiniebla
del error. Supliquémosle que, con el valor y la reciedumbre de los santos, lleguemos
a dar una respuesta libre, generosa y coherente a Dios, sin miedos ni rencores. Amén.