(RV).- (Audio) Una vez concluida la celebración de la Santa Misa y el rezo del ángelus
dominical, Benedicto XVI se trasladó al helipuerto del Parque del Bicentenario de
la Ciudad mexicana de León con destino al Colegio de Miraflores. Tras almorzar, a
primeras horas de la tarde, el Papa se dirigió en automóvil descubierto hasta la cercana
Catedral de León, distante 5 km, donde tuvo lugar la celebración de las Vísperas con
los Obispos de México y de toda América Latina.
En su homilía, el Santo Padre
comenzó manifestando su gran gozo por rezar con todos ellos en esa Basílica-Catedral
de León, dedicada a Nuestra Señora de la Luz:
En la bella imagen que se
venera en este templo, la Santísima Virgen tiene en una mano a su Hijo con gran ternura,
y extiende la otra para socorrer a los pecadores. Así ve a María la Iglesia de todos
los tiempos, que la alaba por habernos dado al Redentor, y se confía a ella por ser
la Madre que su divino Hijo nos dejó desde la cruz. Por eso, nosotros la imploramos
frecuentemente como «esperanza nuestra», porque nos ha mostrado a Jesús y transmitido
las grandezas que Dios ha hecho y hace con la humanidad, de una manera sencilla, como
explicándolas a los pequeños de la casa.
No hay motivos, dijo el Papa,
para rendirse al despotismo del mal. Y pidamos al Señor Resucitado que manifieste
su fuerza en nuestras debilidades y penurias.
Esperaba con gran ilusión
este encuentro con ustedes, Pastores de la Iglesia de Cristo que peregrina en México
y en los diversos países de este gran Continente, como una ocasión para mirar juntos
a Cristo que les ha encomendado la hermosa tarea de anunciar el evangelio en estos
pueblos de recia raigambre católica. La situación actual de sus diócesis plantea ciertamente
retos y dificultades de muy diversa índole. Pero, sabiendo que el Señor ha resucitado,
podemos proseguir confiados, con la convicción de que el mal no tiene la última palabra
de la historia, y que Dios es capaz de abrir nuevos espacios a una esperanza que no
defrauda (cf. Rm 5,5).
Tras agradecer el cordial saludo que le dirigió
el Arzobispo de Tlalnepantla y Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano
y del Consejo Episcopal Latinoamericano, haciéndose intérprete y portavoz de todos,
el Pontífice rogó a los Pastores de las diversas Iglesias particulares, que, al regresar
a sus sedes, trasmitan a sus fieles el afecto entrañable del Papa, que lleva muy dentro
de su corazón todos sus sufrimientos y aspiraciones.
Al ver en sus rostros
el reflejo de las preocupaciones de la grey que apacientan, me vienen a la mente las
Asambleas del Sínodo de los Obispos, en las que los participantes aplauden cuando
intervienen quienes ejercen su ministerio en situaciones particularmente dolorosas
para la vida y la misión de la Iglesia. Ese gesto brota de la fe en el Señor, y significa
fraternidad en los trabajos apostólicos, así como gratitud y admiración por los que
siembran el evangelio entre espinas, unas en forma de persecución, otras de marginación
o menosprecio. Tampoco faltan preocupaciones por la carencia de medios y recursos
humanos, o las trabas impuestas a la libertad de la Iglesia en el cumplimiento de
su misión.
El Sucesor de Pedro les dijo también que participa de estos
sentimientos y agradece su solicitud pastoral paciente y humilde:
Las iniciativas
que se realicen con motivo del Año de la fe deben estar encaminadas a conducir a los
hombres hacia Cristo, cuya gracia les permitirá dejar las cadenas del pecado que los
esclaviza y avanzar hacia la libertad auténtica y responsable. A esto está ayudando
también la Misión continental promovida en Aparecida, que tantos frutos de renovación
eclesial está ya cosechando en las Iglesias particulares de América Latina y el Caribe.
Entre ellos, el estudio, la difusión y meditación de la Sagrada Escritura, que anuncia
el amor de Dios y nuestra salvación. En este sentido, los exhorto a seguir abriendo
los tesoros del evangelio, a fin de que se conviertan en potencia de esperanza, libertad
y salvación para todos los hombres (cf. Rm 1,16). Y sean también fieles testigos e
intérpretes de la palabra del Hijo encarnado, que vivió para cumplir la voluntad del
Padre y, siendo hombre con los hombres, se desvivió por ellos hasta la muerte.
Tras
recomendarles a sus queridos hermanos en el Episcopado, que en el actual horizonte
pastoral y evangelizador “es de capital relevancia cuidar con gran esmero de los seminaristas,
animándolos a que no se precien «de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado»,
por ser “sus primeros colaboradores en la comunión sacramental del sacerdocio”, y
que lo mismo cabe decir de las diversas formas de vida consagrada, cuyos carismas
han de ser valorados con gratitud y acompañados con responsabilidad y respeto al don
recibido, el Papa les pidió también “una atención cada vez más especial” por los laicos
más comprometidos en la catequesis, la animación litúrgica, la acción caritativa y
el compromiso social.
Con estos vivos deseos el Obispo de Roma los invitó
“a ser vigías que proclamen día y noche la gloria de Dios, que es la vida del hombre”:
Estén
del lado de quienes son marginados por la fuerza, el poder o una riqueza que ignora
a quienes carecen de casi todo. La Iglesia no puede separar la alabanza de Dios del
servicio a los hombres. El único Dios Padre y Creador es el que nos ha constituido
hermanos: ser hombre es ser hermano y guardián del prójimo. En este camino, junto
a toda la humanidad, la Iglesia tiene que revivir y actualizar lo que fue Jesús: el
Buen Samaritano, que viniendo de lejos se insertó en la historia de los hombres, nos
levantó y se ocupó de nuestra curación.
Y concluyó afirmando que “la Iglesia
en América Latina, que muchas veces se ha unido a Jesucristo en su pasión, ha de seguir
siendo semilla de esperanza, que permita ver a todos cómo los frutos de la resurrección
alcanzan y enriquecen estas tierras”.
A la vez que pidió a la Madre de Dios,
“en su advocación de María Santísima de la Luz”, que “disipe las tinieblas de nuestro
mundo y alumbre nuestro camino, para que podamos confirmar en la fe al pueblo latinoamericano
en sus fatigas y anhelos, con entereza, valentía y fe firme en quien todo lo puede
y a todos ama hasta el extremo”.
Texto y audio completo de las vísperas
en la Basílica-Catedral de León (Audio)
Señores
Cardenales, Queridos hermanos en el Episcopado
Es un gran
gozo rezar con todos ustedes en esta Basílica-Catedral de León, dedicada a Nuestra
Señora de la Luz. En la bella imagen que se venera en este templo, la Santísima Virgen
tiene en una mano a su Hijo con gran ternura, y extiende la otra para socorrer a los
pecadores. Así ve a María la Iglesia de todos los tiempos, que la alaba por habernos
dado al Redentor, y se confía a ella por ser la Madre que su divino Hijo nos dejó
desde la cruz. Por eso, nosotros la imploramos frecuentemente como «esperanza nuestra»,
porque nos ha mostrado a Jesús y transmitido las grandezas que Dios ha hecho y hace
con la humanidad, de una manera sencilla, como explicándolas a los pequeños de la
casa.
Un signo decisivo de estas grandezas nos la ofrece la lectura
breve que hemos proclamado en estas Vísperas. Los habitantes de Jerusalén y sus jefes
no reconocieron a Cristo, pero, al condenarlo a muerte, dieron cumplimiento de hecho
a las palabras de los profetas (cf. Hch 13,27). Sí, la maldad y la ignorancia de los
hombres no es capaz de frenar el plan divino de salvación, la redención. El mal no
puede tanto.
Otra maravilla de Dios nos la recuerda el segundo salmo
que acabamos de recitar: Las «peñas» se transforman «en estanques, el pedernal en
manantiales de agua» (Sal 113,8). Lo que podría ser piedra de tropiezo y de escándalo,
con el triunfo de Jesús sobre la muerte se convierte en piedra angular: «Es el Señor
quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente» (Sal 117,23). No hay motivos, pues,
para rendirse al despotismo del mal. Y pidamos al Señor Resucitado que manifieste
su fuerza en nuestras debilidades y penurias.
Esperaba con gran ilusión
este encuentro con ustedes, Pastores de la Iglesia de Cristo que peregrina en México
y en los diversos países de este gran Continente, como una ocasión para mirar juntos
a Cristo que les ha encomendado la hermosa tarea de anunciar el evangelio en estos
pueblos de recia raigambre católica. La situación actual de sus diócesis plantea ciertamente
retos y dificultades de muy diversa índole. Pero, sabiendo que el Señor ha resucitado,
podemos proseguir confiados, con la convicción de que el mal no tiene la última palabra
de la historia, y que Dios es capaz de abrir nuevos espacios a una esperanza que no
defrauda (cf. Rm 5,5).
Agradezco el cordial saludo que me ha dirigido
el Señor Arzobispo de Tlalnepantla y Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano
y del Consejo Episcopal Latinoamericano, haciéndose intérprete y portavoz de todos.
Y les ruego a ustedes, Pastores de las diversas Iglesias particulares, que, al regresar
a sus sedes, trasmitan a sus fieles el afecto entrañable del Papa, que lleva muy dentro
de su corazón todos sus sufrimientos y aspiraciones.
Al ver en sus
rostros el reflejo de las preocupaciones de la grey que apacientan, me vienen a la
mente las Asambleas del Sínodo de los Obispos, en las que los participantes aplauden
cuando intervienen quienes ejercen su ministerio en situaciones particularmente dolorosas
para la vida y la misión de la Iglesia. Ese gesto brota de la fe en el Señor, y significa
fraternidad en los trabajos apostólicos, así como gratitud y admiración por los que
siembran el evangelio entre espinas, unas en forma de persecución, otras de marginación
o menosprecio. Tampoco faltan preocupaciones por la carencia de medios y recursos
humanos, o las trabas impuestas a la libertad de la Iglesia en el cumplimiento de
su misión.
El Sucesor de Pedro participa de estos sentimientos y agradece
su solicitud pastoral paciente y humilde. Ustedes no están solos en los contratiempos,
como tampoco lo están en los logros evangelizadores. Todos estamos unidos en los padecimientos
y en la consolación (cf. 2 Co 1,5). Sepan que cuentan con un lugar destacado en la
plegaria de quien recibió de Cristo el encargo de confirmar en la fe a sus hermanos
(cf. Lc 22,31), que les anima también en la misión de hacer que nuestro Señor Jesucristo
sea cada vez más conocido, amado y seguido en estas tierras, sin dejarse amedrentar
por las contrariedades.
La fe católica ha marcado significativamente
la vida, costumbres e historia de este Continente, en el que muchas de sus naciones
están conmemorando el bicentenario de su independencia. Es un momento histórico en
el que siguió brillando el nombre de Cristo, llegado aquí por obra de insignes y abnegados
misioneros, que lo proclamaron con audacia y sabiduría. Ellos lo dieron todo por Cristo,
mostrandoque el hombre encuentra en él su consistencia y la fuerza
necesaria para vivir en plenitud y edificaruna sociedad digna del ser
humano, como su Creador lo ha querido. Aquel ideal de no anteponer nada al Señor,
y de hacer penetrante la Palabra de Dios en todos, sirviéndose de los propios signos
y mejores tradiciones, sigue siendo una valiosa orientación para los Pastores de hoy.
Las
iniciativas que se realicen con motivo del Año de la fe deben estar encaminadas a
conducir a los hombres hacia Cristo, cuya gracia les permitirá dejar las cadenas del
pecado que los esclaviza y avanzar hacia la libertad auténtica y responsable. A esto
está ayudando también la Misión continental promovida en Aparecida, que tantos frutos
de renovación eclesial está ya cosechando en las Iglesias particulares de América
Latina y el Caribe. Entre ellos, el estudio, la difusión y meditación de la Sagrada
Escritura, que anuncia el amor de Dios y nuestra salvación. En este sentido, los exhorto
a seguir abriendo los tesoros del evangelio, a fin de que se conviertan en potencia
de esperanza, libertad y salvación para todos los hombres (cf. Rm 1,16). Y sean también
fieles testigos e intérpretes de la palabra del Hijo encarnado, que vivió para cumplir
la voluntad del Padre y, siendo hombre con los hombres, se desvivió por ellos hasta
la muerte.
Queridos hermanos en el Episcopado, en el horizonte pastoral
y evangelizador que se abre ante nosotros, es de capital relevancia cuidar con gran
esmero de los seminaristas, animándolos a que no se precien «de saber cosa alguna,
sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1 Co 2,2). No menos fundamental es la cercanía
a los presbíteros, a los que nunca debe faltar la comprensión y el aliento de su Obispo
y, si fuera necesario, también su paterna admonición sobre actitudes improcedentes.
Son sus primeros colaboradores en la comunión sacramental del sacerdocio, a los que
han de mostrar una constante y privilegiada cercanía. Igualmente cabe decir de las
diversas formas de vida consagrada, cuyos carismas han de ser valorados con gratitud
y acompañados con responsabilidad y respeto al don recibido. Y una atención cada vez
más especial se debe a los laicos más comprometidos en la catequesis, la animación
litúrgica, la acción caritativa y el compromiso social. Su formación en la fe es crucial
para hacer presente y fecundo el evangelio en la sociedad de hoy. Y no es justo que
se sientan tratados como quienes apenas cuentan en la Iglesia, no obstante la ilusión
que ponen en trabajar en ella según su propia vocación, y el gran sacrificio que a
veces les supone esta dedicación. En todo esto, es particularmente importante para
los Pastores que reine un espíritu de comunión entre sacerdotes, religiosos y laicos,evitando divisiones estériles, críticas y recelos nocivos.
Con
estos vivos deseos, les invito a ser vigías que proclamen día y noche la gloria de
Dios, que es la vida del hombre. Estén del lado de quienes son marginados por la
fuerza, el poder o una riqueza que ignora a quienes carecen de casi todo. La Iglesia
no puede separar la alabanza de Dios del servicio a los hombres. El único Dios Padre
y Creador es el que nos ha constituido hermanos: ser hombre es ser hermano y guardián
del prójimo. En este camino, junto a toda la humanidad, la Iglesia tiene que revivir
y actualizar lo que fue Jesús: el Buen Samaritano, que viniendo de lejos se insertó
en la historia de los hombres, nos levantó y se ocupó de nuestra curación.
Queridos
hermanos en el Episcopado, la Iglesia en América Latina, que muchas veces se ha unido
a Jesucristo en su pasión, ha de seguir siendo semilla de esperanza, que permita ver
a todos cómo los frutos de la resurrección alcanzan y enriquecen estas tierras.
Que
la Madre de Dios, en su advocación de María Santísima de la Luz, disipe las tinieblas
de nuestro mundo y alumbre nuestro camino, para que podamos confirmar en la fe al
pueblo latinoamericano en sus fatigas y anhelos, con entereza, valentía y fe firme
en quien todo lo puede y a todos ama hasta el extremo. Amén.