RV) .- En este V Domingo de Cuaresma, en su viaje apostólico en México, Benedicto
XVI, celebró la Santa Misa en el Parque del Bicentenario de León. Con el Santo Padre,
concelebraron unos 250 prelados entre cardenales y obispos junto a los Presidentes
de las 22 Conferencias Episcopales de América Latina y del Caribe, además de casi
tres mil sacerdotes.
En su homilía, Benedicto XVI comenzó diciendo:
Queridos
hermanos y hermanas, me complace estar entre ustedes, y deseo agradecer vivamente
a Monseñor José Guadalupe Martín Rábago, Arzobispo de León, sus amables palabras de
bienvenida. Saludo al episcopado mexicano, así como a los Señores Cardenales y demás
Obispos aquí presentes, en particular a los procedentes de Latinoamérica y el Caribe.
Vaya también mi saludo caluroso a las Autoridades que nos acompañan, así como a todos
los que se han congregado para participar en esta Santa Misa presidida por el Sucesor
de Pedro.
Tras recordar que en el salmo responsorial se había invocado
“Crea en mí, Señor, un corazón puro”; el Papa explicó que esta exclamación muestra
la profundidad con la que hemos de prepararnos para celebrar la próxima semana el
gran misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Y añadió que nos ayuda,
asimismo, a mirar muy dentro del corazón humano, especialmente en los momentos de
dolor y de esperanza a la vez, como los que atraviesa en la actualidad el pueblo mexicano
y también otros de Latinoamérica.
El Pontífice también recordó que ese anhelo
de un corazón puro, sincero, humilde, era muy sentido ya por Israel, a medida que
tomaba conciencia de la persistencia del mal y del pecado en su seno, como un poder
prácticamente implacable e imposible de superar. Por lo que sólo quedaba confiar en
la misericordia de Dios omnipotente, así como tener la esperanza de que él cambiara
desde dentro, desde el corazón, una situación insoportable, oscura y sin futuro.
De
este modo, dijo el Papa, fue abriéndose paso el recurso a la misericordia infinita
del Señor, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Y al
destacar que la historia de Israel narra también grandes proezas y batallas, pero
a la hora de afrontar su existencia más auténtica, su destino más decisivo, la salvación,
más que en sus propias fuerzas, pone su esperanza en Dios, que puede recrear un corazón
nuevo, no insensible y engreído, el Papa dijo:
Esto nos puede recordar
hoy a cada uno de nosotros y a nuestros pueblos que, cuando se trata de la vida personal
y comunitaria, en su dimensión más profunda, no bastarán las estrategias humanas para
salvarnos. Se ha de recurrir también al único que puede dar vida en plenitud, porque
él mismo es la esencia de la vida y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por
su Hijo Jesucristo.
Su Santidad también afirmó que el Evangelio de este
domingo prosigue haciéndonos ver cómo este antiguo anhelo de vida plena se ha cumplido
realmente en Cristo, tal como lo explica san Juan en un pasaje en el que se cruza
el deseo de unos griegos de ver a Jesús y el momento en que el Señor está por ser
glorificado. A la pregunta de los griegos, representantes del mundo pagano, Jesús
responde diciendo: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado».
“Respuesta
extraña –dijo el Santo Padre– que parece incoherente con la pregunta de los griegos.
Pero no es así –prosiguió–, puesto que la respuesta de Jesús, anunciando su pasión
inminente, viene a decir que un encuentro ocasional en aquellos momentos sería superfluo
y tal vez engañoso. Al que los griegos quieren ver en realidad, lo verán levantado
en la cruz, desde la cual atraerá a todos hacia sí y allí comenzará su «gloria», a
causa de su sacrificio de expiación por todos, como el grano de trigo caído en tierra
que muriendo, germina y da fruto abundante.
De este modo, afirmó Benedicto
XVI, “encontrarán a quien seguramente sin saberlo andaban buscando en su corazón,
al verdadero Dios que se hace reconocible para todos los pueblos”:
Este es
también el modo en que Nuestra Señora de Guadalupe mostró su divino Hijo a san Juan
Diego. No como a un héroe portentoso de leyenda, sino como al verdaderísimo Dios,
por quien se vive, al Creador de las personas, de la cercanía y de la inmediación,
del Cielo y de la Tierra (cf. Nican Mopohua, v. 33). Ella hizo en aquel momento lo
que ya había ensayado en las Bodas de Caná. Ante el apuro de la falta de vino, indicó
claramente a los sirvientes que la vía a seguir era su Hijo: «Hagan lo que él les
diga» (Jn 2,5).
Y al recordar a los queridos hermanos que participaron en esta
Santa Misa dominical que al llegar hasta allí, pudo acercarse al monumento a Cristo
Rey, en lo alto del Cubilete, Su Santidad agregó:
Mi venerado predecesor,
el beato Papa Juan Pablo II, aunque lo deseó ardientemente, no pudo visitar este lugar
emblemático de la fe del pueblo mexicano en sus viajes a esta querida tierra. Seguramente
se alegrará hoy desde el cielo de que el Señor me haya concedido la gracia de poder
estar ahora con ustedes, como también habrá bendecido a tantos millones de mexicanos
que han querido venerar sus reliquias recientemente en todos los rincones del país.
Pues bien, en este monumento se representa a Cristo Rey. Pero las coronas que le acompañan,
una de soberano y otra de espinas, indican que su realeza no es como muchos la entendieron
y la entienden.
El Papa reiteró que su reinado “no consiste en el poder
de sus ejércitos para someter a los demás por la fuerza o la violencia”. Sino que
se funda en “un poder más grande que gana los corazones: el amor de Dios que él ha
traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio. Éste es
su señorío –dijo– que nadie le podrá quitar ni nadie debe olvidar. Por eso es justo
que, por encima de todo, este santuario sea un lugar de peregrinación, de oración
ferviente, de conversión, de reconciliación, de búsqueda de la verdad y acogida de
la gracia”.
E invitó a pedir a Cristo “que reine en nuestros corazones haciéndolos
puros, dóciles, esperanzados y valientes en la propia humildad”.
También hoy,
desde este parque con el que se quiere dejar constancia del bicentenario del nacimiento
de la nación mexicana, aunando en ella muchas diferencias, pero con un destino y un
afán común, pidamos a Cristo un corazón puro, donde él pueda habitar como príncipe
de la paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor.
Y, para que Dios habite en nosotros, hay que escucharlo, hay que dejarse interpelar
por su Palabra cada día, meditándola en el propio corazón, a ejemplo de María (cf.
Lc 2,51). Así crece nuestra amistad personal con él, se aprende lo que espera de nosotros
y se recibe aliento para darlo a conocer a los demás.
Benedicto XVI recordó
que en Aparecida, Brasil, los Obispos de Latinoamérica y el Caribe han sentido “con
clarividencia la necesidad de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio
arraigada en la historia de estas tierras desde el encuentro personal y comunitario
con Jesucristo”, para que suscite discípulos y misioneros”, tal como se lee en el
Documento conclusivo:
La Misión Continental, que ahora se está llevando
a cabo diócesis por diócesis en este Continente, tiene precisamente el cometido de
hacer llegar esta convicción a todos los cristianos y comunidades eclesiales, para
que resistan a la tentación de una fe superficial y rutinaria, a veces fragmentaria
e incoherente. También aquí se ha de superar el cansancio de la fe y recuperar «la
alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de conocer
a Cristo y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías
para servir a Cristo en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse
a su disposición, sin replegarse en el propio bienestar» (Discurso a la Curia Romana,
22 diciembre 2011).
“Lo vemos muy bien en los santos –dijo también el
Papa– que se entregaron de lleno a la causa del Evangelio con entusiasmo y con gozo,
sin reparar en sacrificios”, incluso el de su propia vida, puesto que su corazón era
una apuesta incondicional por Cristo, de quien habían aprendido lo que significa verdaderamente
amar hasta el final.
En este sentido, el Año de la fe, al que he convocado
a toda la Iglesia, «es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor,
único Salvador del mundo [...]. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia
de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo» (Porta fidei,
11 octubre 2011, 6.7).
El Santo Padre invitó a los fieles presentes en la
celebración de la Santa Misa de este V Domingo de Cuaresma a pedir a la Virgen María
“que nos ayude a purificar nuestro corazón”, especialmente ante la cercana celebración
de las fiestas de Pascua, para que lleguemos a participar mejor en el misterio salvador
de su Hijo, tal como ella lo dio a conocer en estas tierras.
Y pidámosle
también que siga acompañando y amparando a sus queridos hijos mexicanos y latinoamericanos,
para que Cristo reine en sus vidas y les ayude a promover audazmente la paz, la concordia,
la justicia y la solidaridad. Amén.
Texto y audio completo
de la homilía del Santo Padre (Audio)
Queridos
hermanos y hermanas,
Me complace estar entre ustedes, y deseo agradecer
vivamente a Monseñor José Guadalupe Martín Rábago, Arzobispo de León, sus amables
palabras de bienvenida. Saludo al episcopado mexicano, así como a los Señores Cardenales
y demás Obispos aquí presentes, en particular a los procedentes de Latinoamérica y
el Caribe. Vaya también mi saludo caluroso a las Autoridades que nos acompañan, así
como a todos los que se han congregado para participar en esta Santa Misa presidida
por el Sucesor de Pedro.
«Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Sal
50,12), hemos invocado en el salmo responsorial. Esta exclamación muestra la profundidad
con la que hemos de prepararnos para celebrar la próxima semana el gran misterio de
la pasión, muerte y resurrección del Señor. Nos ayuda asimismo a mirar muy dentro
del corazón humano, especialmente en los momentos de dolor y de esperanza a la vez,
como los que atraviesa en la actualidad el pueblo mexicano y también otros de Latinoamérica.
El
anhelo de un corazón puro, sincero, humilde, aceptable a Dios, era muy sentido ya
por Israel, a medida que tomaba conciencia de la persistencia del mal y del pecado
en su seno, como un poder prácticamente implacable e imposible de superar. Quedaba
sólo confiar en la misericordia de Dios omnipotente y la esperanza de que él cambiara
desde dentro, desde el corazón, una situación insoportable, oscura y sin futuro. Así
fue abriéndose paso el recurso a la misericordia infinita del Señor, que no quiere
la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). Un corazón puro,
un corazón nuevo, es el que se reconoce impotente por sí mismo, y se pone en manos
de Dios para seguir esperando en sus promesas. De este modo, el salmista puede decir
convencido al Señor: «Volverán a ti los pecadores» (Sal 50,15). Y, hacia el final
del salmo, dará una explicación que es al mismo tiempo una firme confesión de fe:
«Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (v. 19).
La
historia de Israel narra también grandes proezas y batallas, pero a la hora de afrontar
su existencia más auténtica, su destino más decisivo, la salvación, más que en sus
propias fuerzas, pone su esperanza en Dios, que puede recrear un corazón nuevo, no
insensible y engreído. Esto nos puede recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros
pueblos que, cuando se trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión más
profunda, no bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de recurrir también
al único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la esencia de la vida
y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo Jesucristo.
El
Evangelio de hoy prosigue haciéndonos ver cómo este antiguo anhelo de vida plena se
ha cumplido realmente en Cristo. Lo explica san Juan en un pasaje en el que se cruza
el deseo de unos griegos de ver a Jesús y el momento en que el Señor está por ser
glorificado. A la pregunta de los griegos, representantes del mundo pagano, Jesús
responde diciendo: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado»
(Jn 12,23). Respuesta extraña, que parece incoherente con la pregunta de los griegos.
¿Qué tiene que ver la glorificación de Jesús con la petición de encontrarse con él?
Pero sí que hay una relación. Alguien podría pensar – observa san Agustín – que Jesús
se sentía glorificado porque venían a él los gentiles. Algo parecido al aplauso de
la multitud que da «gloria» a los grandes del mundo, diríamos hoy. Pero no es así.
«Convenía que a la excelsitud de su glorificación precediese la humildad de su pasión»
(In Joannis Ev., 51,9: PL 35, 1766).
La respuesta de Jesús, anunciando
su pasión inminente, viene a decir que un encuentro ocasional en aquellos momentos
sería superfluo y tal vez engañoso. Al que los griegos quieren ver en realidad, lo
verán levantado en la cruz, desde la cual atraerá a todos hacia sí (cf. Jn 12,32).
Allí comenzará su «gloria», a causa de su sacrificio de expiación por todos, como
el grano de trigo caído en tierra que muriendo, germina y da fruto abundante. Encontrarán
a quien seguramente sin saberlo andaban buscando en su corazón, al verdadero Dios
que se hace reconocible para todos los pueblos. Este es también el modo en que Nuestra
Señora de Guadalupe mostró su divino Hijo a san Juan Diego. No como a un héroe portentoso
de leyenda, sino como al verdaderísimo Dios, por quien se vive, al Creador de las
personas, de la cercanía y de la inmediación, del Cielo y de la Tierra (cf. Nican
Mopohua, v. 33). Ella hizo en aquel momento lo que ya había ensayado en las Bodas
de Caná. Ante el apuro de la falta de vino, indicó claramente a los sirvientes que
la vía a seguir era su Hijo: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2,5).
Queridos hermanos, al venir aquí he podido acercarme al monumento a Cristo Rey, en
lo alto del Cubilete. Mi venerado predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, aunque
lo deseó ardientemente, no pudo visitar este lugar emblemático de la fe del pueblo
mexicano en sus viajes a esta querida tierra. Seguramente se alegrará hoy desde el
cielo de que el Señor me haya concedido la gracia de poder estar ahora con ustedes,
como también habrá bendecido a tantos millones de mexicanos que han querido venerar
sus reliquias recientemente en todos los rincones del país. Pues bien, en este monumento
se representa a Cristo Rey. Pero las coronas que le acompañan, una de soberano y otra
de espinas, indican que su realeza no es como muchos la entendieron y la entienden.
Su reinado no consiste en el poder de sus ejércitos para someter a los demás por la
fuerza o la violencia. Se funda en un poder más grande que gana los corazones: el
amor de Dios que él ha traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la que ha
dado testimonio. Éste es su señorío, que nadie le podrá quitar ni nadie debe olvidar.
Por eso es justo que, por encima de todo, este santuario sea un lugar de peregrinación,
de oración ferviente, de conversión, de reconciliación, de búsqueda de la verdad y
acogida de la gracia. A él, a Cristo, le pedimos que reine en nuestros corazones haciéndolos
puros, dóciles, esperanzados y valientes en la propia humildad.
También
hoy, desde este parque con el que se quiere dejar constancia del bicentenario del
nacimiento de la nación mexicana, aunando en ella muchas diferencias, pero con un
destino y un afán común, pidamos a Cristo un corazón puro, donde él pueda habitar
como príncipe de la paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder
del amor. Y, para que Dios habite en nosotros, hay que escucharlo, hay que dejarse
interpelar por su Palabra cada día, meditándola en el propio corazón, a ejemplo de
María (cf. Lc 2,51). Así crece nuestra amistad personal con él, se aprende lo que
espera de nosotros y se recibe aliento para darlo a conocer a los demás.
En
Aparecida, los Obispos de Latinoamérica y el Caribe han sentido con clarividencia
la necesidad de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada
en la historia de estas tierras «desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo,
que suscite discípulos y misioneros» (Documento conclusivo, 11). La Misión Continental,
que ahora se está llevando a cabo diócesis por diócesis en este Continente, tiene
precisamente el cometido de hacer llegar esta convicción a todos los cristianos y
comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación de una fe superficial y rutinaria,
a veces fragmentaria e incoherente. También aquí se ha de superar el cansancio de
la fe y recuperar «la alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad
interior de conocer a Cristo y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también
las energías para servir a Cristo en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano,
para ponerse a su disposición, sin replegarse en el propio bienestar» (Discurso a
la Curia Romana, 22 diciembre 2011). Lo vemos muy bien en los santos, que se entregaron
de lleno a la causa del evangelio con entusiasmo y con gozo, sin reparar en sacrificios,
incluso el de la propia vida. Su corazón era una apuesta incondicional por Cristo,
de quien habían aprendido lo que significa verdaderamente amar hasta el final.
En
este sentido, el Año de la fe, al que he convocado a toda la Iglesia, «es una invitación
a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo [...]. La
fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se
comunica como experiencia de gracia y gozo» (Porta fidei, 11 octubre 2011, 6.7).
Pidamos
a la Virgen María que nos ayude a purificar nuestro corazón, especialmente ante la
cercana celebración de las fiestas de Pascua, para que lleguemos a participar mejor
en el misterio salvador de su Hijo, tal como ella lo dio a conocer en estas tierras.
Y pidámosle también que siga acompañando y amparando a sus queridos hijos mexicanos
y latinoamericanos, para que Cristo reine en sus vidas y les ayude a promover audazmente
la paz, la concordia, la justicia y la solidaridad. Amén.