(RV).- (Audio) La dinámica de la
palabra y el silencio, que marca toda la oración de Jesús, y concierne también a nuestra
vida de plegaria en el centro de las reflexiones de la catequesis que Benedicto XVI
desarrolló en diversos idiomas aludiendo a que el silencio tiene la capacidad de abrir
en la profundidad de nuestro ser un espacio interior, para que Dios habite, su mensaje
permanezca, y nuestro amor por Él penetre la mente, y en el corazón. (Patricia
L. Jáuregui Romero - RV)
SÍNTESIS DE CATEQUESIS Y SALUDOS DEL PAPA EN NUESTRO
IDIOMA
Queridos hermanos y hermanas: Deseo hablar hoy sobre la dinámica
de la palabra y el silencio, que marca toda la oración de Jesús, y concierne también
a nuestra vida de plegaria en dos direcciones. La primera es la disposición para acoger
la Palabra de Dios. Es necesario favorecer el silencio interior y exterior para que
dicha Palabra pueda ser escuchada. Con frecuencia, los Evangelios nos presentan al
Señor que se retira solo a un lugar apartado para orar. El silencio tiene la capacidad
de abrir en la profundidad de nuestro ser un espacio interior, para que Dios habite,
para que permanezca su mensaje, y nuestro amor por Él penetre la mente, el corazón,
y aliente toda la existencia. En segundo lugar, en nuestra oración nos encontramos
ante el silencio de Dios, en el que puede advertirse un sentido de abandono o la sensación
de que Él no nos escucha, ni responde. Pero este silencio, como le sucede a Jesús,
no es señal de ausencia. El cristiano sabe que el Señor está presente y escucha, aun
en la oscuridad del dolor, del rechazo y de la soledad. Jesús nos asegura que Dios
conoce nuestras necesidades; nos conoce en lo más intimo y nos ama. Y esto debe ser
suficiente.
Saludo a los fieles de lengua española, en particular a los peregrinos
de la Diócesis de Ciudad Obregón, así como a los provenientes de España y Latinoamérica.
Invito a todos a aprender de Cristo el modo que tiene de dirigirse a Dios, para comprender
mejor su voluntad y así llevarla a la práctica. Muchas gracias.
Traducción
completa de la catequesis del Papa
Queridos hermanos y hermanas,
en
una serie de catequesis precedentes he hablado sobre la oración de Jesús y no quisiera
concluir esta reflexión, sin detenerme brevemente sobre el tema del silencio de Jesús,
tan importante en la relación con Dios.
En la Exhortación apostólica Postsinodal
Verbum Domini, había hecho referencia al papel que el silencio asume en la vida de
Jesús, sobre todo en el Gólgota: "Aquí estamos frente a la "Palabra de la Cruz "(1
Cor 1,18). El verbo enmudece, se convierte en silencio mortal, ya que se "dijo" hasta
callar, que no retuviera nada de lo que teníamos que comunicar "(n. 12). Frente a
este silencio de la cruz, San Máximo el Confesor pone en los labios de la Madre de
Dios la siguiente expresión: "Sin palabra está la Palabra del Padre, que hizo a todas
las criaturas que hablan, sin vida están los ojos apagados de aquel que a su palabra
y a su gesto se mueve todo lo que tiene la vida "(La Vida de María, n 89:.. Textos
marianos del primer milenio, 2, Roma 1989, p 253).
La cruz de Cristo no sólo
muestra el silencio de Jesús como su última palabra al Padre, sino que también revela
que Dios habla a través del silencio: "El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía
del Omnipotente y Padre es la etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios,
la Palabra encarnada. Colgado en la cruz, se ha lamentado por el dolor causado por
este silencio: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado" (Mc 15:34, Mt 27:46).
Continuando en la obediencia hasta el último aliento de vida, en la oscuridad de la
muerte, Jesús ha invocado al Padre. A Él se ha confiado en el momento del pasaje,
a través de la muerte, a la vida eterna: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu"
(Lucas 23:46) "(ib., Verbum Domini, 21). La experiencia de Jesús en la cruz es profundamente
reveladora de la situación del hombre que reza y de la culminación de la oración:
después de haber escuchadoy reconocido la Palabra de Dios, debemos mesurarnos con
el silencio de Dios, expresión importante de la misma Palabra divina.
La dinámica
de la palabra y el silencio, que marca la oración de Jesús en toda su vida terrena,
sobre todo en la cruz, toca también nuestra vida de oración en dos direcciones.
La
primera es la que se refiere a la recepción de la Palabra de Dios. Es necesario el
silencio interior y exterior para que esa palabra se puede escuchar. Y este es particularmente
un punto difícil para nosotros en nuestro tiempo. De hecho, la nuestra es una época
que no favorece el recogimiento; es más a veces se tiene la impresión de que haya
miedo a salirse, aunque sea por un instante, del río de palabras e imágenes que marcan
y llenan los días. Por esto en la citada Exhortación Apostólica Verbum Domini, he
recordado la necesidad de educarnos sobre el valor del silencio: "Redescubrir la centralidad
de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia significa también redescubrir el sentido
de paz interior y de meditación. La tradición patrística nos enseña que los misterios
de Cristo están engastados al silencio, y sólo en el silencio la Palabra puede encontrar
morada en nosotros, como ocurrió en María, inseparablemente mujer de la palabra y
el silencio "(n. 21). Este principio de que sin el silencio no se oye, no se escucha,
no se recibe una palabra, este principio vale para la oración personal, especialmente,
pero también para nuestras liturgias: para facilitar una escucha auténtica, éstas
deben también estar llenas de momentos de silencio y de acogida no verbal. Es siempre
válida la observación de San Agustín: Verbo crescente, verba deficiunt - "Cuando la
Palabra de Dios crece, disminuyen las palabras del hombre " (cf. Sermo 288,5: PL 38,1307,
Sermón 120,2 PL 38.677). Los Evangelios presentan a menudo, sobre todo en las decisiones
cruciales, a Jesús se que se retira solo en un lugar apartado de las multitudes y
de los mismos discípulos para orar en silencio y de excavar un espacio interior en
lo profundo de nosotros mismos para hacer que en él habite Dios, para que su palabra
quede dentro de nosotros, para que el amor por Él eche raíces en nuestras mentes
y en nuestros corazones y anime nuestras vidas. Así pues la primera dirección, es
la de volver a aprender el silencio para escuchar, que nos abre a los demás, a la
palabra de Dios
Pero hay también una segunda e importante relación del silencio
con la oración. De hecho, no hay sólo nuestro silencio para prepararnos a la escuchar
la Palabra de Dios; a menudo en nuestras oraciones, nos encontramos con el silencio
de Dios, probamos casi una sensación de abandono, nos parece que Dios no escuche y
no responda. Pero este silencio de Dios, como pasó con Jesús, no marca su ausencia.
El cristiano sabe bien que el Señor está presente y escucha, incluso en la oscuridad
del dolor, del rechazo, y de la soledad. Jesús tranquiliza a los discípulos y a cada
uno de nosotros de que Dios conoce bien nuestras necesidades en cualquier momento
de nuestras vidas. Él enseña a sus discípulos: “Cuando recéis, no habléis mucho, como
hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados. No hagáis como
ellos, porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que os hace falta,
antes de que lo pidáis". (Mt 6,7-8). Un corazón atento, silencioso, abierto, es más
importante que muchas palabras. Dios nos conoce por dentro, más que nosotros mismos,
y nos ama: saber esto debería ser suficiente. En la Biblia la experiencia Job es particularmente
significativa al respecto. Este hombre, en poco tiempo, pierde todo: familiares, bienes,
amigos, salud; pare que la conducta de Dios hacia él sea el abandono, el silencio
total. Y sin embargo, Job, en su relación con Dios, habla con Dios, clama hacia Dios
en su oración. A pesar de todo, conserva intacta su fe y al final descubre el valor
de su experiencia y del silencio de Dios.
De este modo, al final, dirigiéndose
al Creador, puede concluir: « Yo te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto
mis ojos». (Job 42,5). Casi todos nosotros conocemos a Dios sólo de oídas y cuán
más abiertos estamos a su silencio y a nuestro silencio, más empezamos a conocerlo
realmente.
Esta extrema confianza que se abre al encuentro profundo con Dios
ha madurado en el silencio. San Francisco Javier rezaba dicendo al Señor: yo te amo,
no porque puedes darme el cielo o condenarme al infierno, sino porque eres mi Dios.
Te amo porque Tú eres Tú.
Al encaminarnos hacia la conclusión de las reflexione
sobre la oración de Jesús, vuelven a la memoria algunas enseñanzas del Catecismo de
la Iglesia Católica. Dice il Catecismo: «El evento de la oración se nos revela plenamente
en el Verbo que se ha hecho carne y que habita entre nosotros. Intentar comprender
su oración, a través de lo que sus testigos nos dicen en el Evangelio, es aproximarnos
a la santidad de Jesús Nuestro Señor como a la zarza ardiendo: primero contemplándole
a Él mismo en oración y después escuchando cómo nos enseña a orar, para conocer finalmente
cómo recibe nuestra plegaria » (n. 2598). Y ¿cómo nos enseña Jesús a rezar? En el
Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica encontramos una respuesta clara: «
Jesús nos enseña a orar no sólo con la oración del Padre nuestro – que ciertamente
es el centro de su enseñanza sobre cómo rezar - sino también cuando Él mismo ora.
Así, además del contenido, nos enseña las disposiciones requeridas por una verdadera
oración: la pureza del corazón, que busca el Reino y perdona a los enemigos; la confianza
audaz y filial, que va más allá de lo que sentimos y comprendemos; la vigilancia,
que protege al discípulo de la tentación. (n. 544).
Recorriendo los Evangelios
hemos visto cómo el Señor es, para nuestra oración, interlocutor, amigo, testimonio
y maestro. En Jesús se revela la novedad de nuestro diálogo con Dios: la oración filial,
que el Padre espera de sus hijos. Y de Jesús aprendemos cómo la oración constante
nos ayuda a interpretar nuestra vida, a cumplir nuestras opciones, a reconocer y a
aceptar nuestra vocación, a descubrir los talentos que Dios nos ha dado, a cumplir
cotidianamente su voluntad, único camino para realizar nuestra existencia.
A
nosotros, a menudo preocupados por la eficacia operativa y por los resultados concretos
que podemos lograr, la oración de Jesús nos indica que tenemos necesidad de detenernos,
de vivir momentos de intimidad con Dios, «desconectándonos» del ruido de cada día,
para escuchar, para llegar a la «raíz» que sostiene y alimenta la vida. Uno de los
momentos más lindos de la oración de Jesús es justo cuando Él, para afrontar las enfermedades,
los problemas y los límites e sus interlocutores, se dirige a su Padre en la oración
y enseña así al que está en alrededor dónde hay que buscar la fuente, para recibir
esperanza y salvación. Pero, ya he recordado, como ejemplo conmovedor, la oración
de Jesús ante la tumba de Lázaro. El Evangelista Juan cuenta: Entonces quitaron la
piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, te doy gracias porque
me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero le he dicho por esta gente que me rodea,
para que crean que tú me has enviado». Después de decir esto, gritó con voz fuerte:
«¡Lázaro, ven afuera!”» (Gv 11,41-43). Pero el punto más alto de profundidad en la
oración al Padre, Jesús lo alcanza en el momento de la Pasión y de la Muerte, pronunciando
su extremo «sí» al proyecto de Dios y mostrándonos cómo la voluntad humana encuentra
su cumplimiento justo en la adhesión plena a la voluntad divina y no en la contraposición.
En la oración y en su grito al Padre, desde la cruz, confluyen «todas las angustias
de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las
súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación... He aquí que el Padre
las recibe y, por encima de toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo. Así
se realiza y se consuma el drama de la oración en la Economía de la creación y de
la salvación» (Catecismo de la Iglesia Católica 2606)
Queridos hermanos y hermanas,
pidamos confiados al Señor vivir el camino de nuestra oración filial, aprendiendo
cotidianamente de su Hijo Unigénito, que se hizo hombre por nosotros, cómo debe ser
nuestra forma de dirigirnos a Dios. Las palabras de san Pablo sobre la vida cristiana
en general, valen también para nuestra oración: « Porque tengo la certeza de que ni
la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro,
ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura
podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor
» (Rm 8,38-39).