49ª Jornada Mundial de oración por las vocaciones, el Mensaje
(RV).- El amor que es Dios, en el centro de las reflexiones que Benedicto XVI propone
para la Cuadragésimo Novena Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones próxima
a celebrarse el 29 de abril, IV Domingo de Pascua bajo el tema “Las vocaciones don
de la caridad de Dios”, y en el que destaca que “en todo momento, en el origen de
la llamada divina está la iniciativa del amor infinito de Dios, que se manifiesta
plenamente en Jesucristo”.
El mensaje recuerda la exhortación apostólica Pastores
dabo vobis, del Beato Juan Pablo II quien refiriéndose en concreto al ministerio sacerdotal
afirmaba que «todo gesto ministerial, a la vez que lleva a amar y servir a la Iglesia,
ayuda a madurar cada vez más en el amor y en el servicio a Jesucristo, Cabeza, Pastor
y Esposo de la Iglesia; en un amor que se configura siempre como respuesta al amor
precedente, libre y gratuito, de Dios en Cristo». Al respecto el Sucesor de Pedro
añade que toda vocación específica nace de la iniciativa de Dios y es don de la caridad
de Dios.
Es preciso –escribe el Papa en su mensaje- volver a anunciar, especialmente
a las nuevas generaciones, la belleza cautivadora de ese amor divino, que precede
y acompaña: es el resorte secreto, es la motivación que nunca falla, ni siquiera en
las circunstancias más difíciles.
Y tras recordar que la grandeza de la vida
cristiana consiste en efecto en amar “como” lo hace Dios y que se trata de un amor
que se manifiesta en el don total de sí mismo fiel y fecundo el Santo Padre subraya
que en la apertura al amor de Dios y como fruto de este amor, nacen y crecen todas
las vocaciones: con el trato frecuente con la Palabra y los Sacramentos, especialmente
la Eucaristía, será posible vivir el amor al prójimo en el que se aprende a descubrir
el rostro de Cristo Señor.
Hacia el final de su mensaje dirigiéndose a los
“Hermanos en el episcopado, presbíteros, diáconos, consagrados y consagradas, catequistas,
agentes de pastoral y todos los que se dedican a la educación de las nuevas generaciones,
los exhorta con viva solicitud a prestar atención a todos los que en las comunidades
parroquiales, las asociaciones y los movimientos advierten la manifestación de los
signos de una llamada al sacerdocio o a una especial consagración subrayando que es
importante que se creen en la Iglesia las condiciones favorables para que puedan aflorar
tantos “sí”, en respuesta generosa a la llamada del amor de Dios.
Al respecto
Benedicto XVI da algunas indicaciones para la pastoral vocacional cuya tarea será
la de ofrecer puntos de orientación para un camino fructífero y en la que un elemento
central debe ser el amor a la Palabra de Dios, a través de una creciente familiaridad
con la Sagrada Escritura y una oración personal y comunitaria atenta y constante,
para ser capaces de sentir la llamada divina en medio de tantas voces que llenan la
vida diaria. Pero, sobre todo, que la Eucaristía sea el “centro vital” de todo camino
vocacional: es aquí donde el amor de Dios nos toca en el sacrificio de Cristo, expresión
perfecta del amor, y es aquí donde aprendemos una y otra vez a vivir la «gran medida»
del amor de Dios. Palabra, oración y Eucaristía son el tesoro precioso para comprender
la belleza de una vida totalmente gastada por el Reino.
El mensaje del Papa
indica su deseo de que las Iglesias locales, en todos sus estamentos, sean un “lugar”
de discernimiento atento y de profunda verificación vocacional, ofreciendo a los jóvenes
un sabio y vigoroso acompañamiento espiritual. De esta manera, explica, la comunidad
cristiana se convierte ella misma en manifestación de la caridad de Dios que custodia
en sí toda llamada.
Asimismo dirige su pensamiento a las familias, «comunidad
de vida y de amor», indicando que las nuevas generaciones pueden tener una admirable
experiencia de este amor oblativo. Ellas, efectivamente, no sólo son el lugar privilegiado
de la formación humana y cristiana, sino que pueden convertirse en «el primer y mejor
seminario de la vocación a la vida de consagración al Reino de Dios» haciendo descubrir,
precisamente en el seno del hogar, la belleza e importancia del sacerdocio y de la
vida consagrada.
El Papa pone de relieve que en el marco de la Jornada mundial
de Oración por las vocaciones, los pastores y todos los fieles laicos han de colaborar
siempre para que en la Iglesia se multipliquen esas «casas y escuelas de comunión»
siguiendo el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret, reflejo armonioso en la tierra
de la vida de la Santísima Trinidad. El mensaje del Papa lleva fecha del 18 de octubre
de 2011. (PLJR -RV)
TEXTO DEL MENSAJE DE BENEDICTO XVI
MENSAJE
DEL PAPA PARA LA XLIX JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES. 29
DE ABRIL DE 2012 – IV DOMINGO DE PASCUA
Tema: Las vocaciones don de la
caridad de Dios
Queridos hermanos y hermanas
La XLIX Jornada Mundial
de Oración por las Vocaciones, que se celebrará el 29 de abril de 2012, cuarto domingo
de Pascua, nos invita a reflexionar sobre el tema: Las vocaciones don de la caridad
de Dios. La fuente de todo don perfecto es Dios Amor - Deus caritas est -: «quien
permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16). La Sagrada Escritura
narra la historia de este vínculo originario entre Dios y la humanidad, que precede
a la misma creación. San Pablo, escribiendo a los cristianos de la ciudad de Éfeso,
eleva un himno de gratitud y alabanza al Padre, el cual con infinita benevolencia
dispone a lo largo de los siglos la realización de su plan universal de salvación,
que es un designio de amor. En el Hijo Jesús –afirma el Apóstol- «nos eligió antes
de la fundación del mundo para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el
amor» (Ef 1,4). Somos amados por Dios incluso “antes” de venir a la existencia. Movido
exclusivamente por su amor incondicional, él nos “creó de la nada” (cf. 2M 7,28) para
llevarnos a la plena comunión con Él. Lleno de gran estupor ante la obra de la
providencia de Dios, el Salmista exclama: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus
dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes
de él, el ser humano, para que te cuides de él?» (Sal 8,4-5). La verdad profunda de
nuestra existencia está, pues, encerrada en ese sorprendente misterio: toda criatura,
en particular toda persona humana, es fruto de un pensamiento y de un acto de amor
de Dios, amor inmenso, fiel, eterno (cf. Jr 31,3). El descubrimiento de esta realidad
es lo que cambia verdaderamente nuestra vida en lo más hondo. En una célebre página
de las Confesiones, san Agustín expresa con gran intensidad su descubrimiento de Dios,
suma belleza y amor, un Dios que había estado siempre cerca de él, y al que al final
le abrió la mente y el corazón para ser transformado: «¡Tarde te amé, Hermosura tan
antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por
fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú
creaste. Tú estabas conmigo, más yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas
cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste
mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume,
y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me
tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti» (X, 27,38). Con estas imágenes,
el Santo de Hipona intentaba describir el misterio inefable del encuentro con Dios,
con su amor que transforma toda la existencia. Se trata de un amor sin reservas
que nos precede, nos sostiene y nos llama durante el camino de la vida y tiene su
raíz en la absoluta gratuidad de Dios. Refiriéndose en concreto al ministerio sacerdotal,
mi predecesor, el beato Juan Pablo II, afirmaba que «todo gesto ministerial, a la
vez que lleva a amar y servir a la Iglesia, ayuda a madurar cada vez más en el amor
y en el servicio a Jesucristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia; en un amor que
se configura siempre como respuesta al amor precedente, libre y gratuito, de Dios
en Cristo» (Exhort. ap. Pastores dabo vobis, 25). En efecto, toda vocación específica
nace de la iniciativa de Dios; es don de la caridad de Dios. Él es quien da el “primer
paso” y no como consecuencia de una bondad particular que encuentra en nosotros, sino
en virtud de la presencia de su mismo amor «derramado en nuestros corazones por el
Espíritu» (Rm 5,5).
En todo momento, en el origen de la llamada divina
está la iniciativa del amor infinito de Dios, que se manifiesta plenamente en Jesucristo.
Como escribí en mi primera encíclica Deus caritas est, «de hecho, Dios es visible
de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro
encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado
en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las
que Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente.
El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre
viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante
su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía» (n. 17). El amor de
Dios permanece para siempre, es fiel a sí mismo, a la «palabra dada por mil generaciones»
(Sal 105,8). Es preciso por tanto volver a anunciar, especialmente a las nuevas generaciones,
la belleza cautivadora de ese amor divino, que precede y acompaña: es el resorte secreto,
es la motivación que nunca falla, ni siquiera en las circunstancias más difíciles. Queridos
hermanos y hermanas, tenemos que abrir nuestra vida a este amor; cada día Jesucristo
nos llama a la perfección del amor del Padre (cf. Mt 5,48). La grandeza de la vida
cristiana consiste en efecto en amar “como” lo hace Dios; se trata de un amor que
se manifiesta en el don total de sí mismo fiel y fecundo. San Juan de la Cruz, respondiendo
a la priora del monasterio de Segovia, apenada por la dramática situación de suspensión
en la que se encontraba el santo en aquellos años, la invita a actuar de acuerdo con
Dios: «No piense otra cosa sino que todo lo ordena Dios. Y donde no hay amor, ponga
amor, y sacará amor» (Epistolario, 26). En este terreno oblativo, en la apertura
al amor de Dios y como fruto de este amor, nacen y crecen todas las vocaciones. Y
bebiendo de este manantial mediante la oración, con el trato frecuente con la Palabra
y los Sacramentos, especialmente la Eucaristía, será posible vivir el amor al prójimo
en el que se aprende a descubrir el rostro de Cristo Señor (cf. Mt 25,31-46). Para
expresar el vínculo indisoluble que media entre estos “dos amores” – el amor a Dios
y el amor al prójimo – que brotan de la misma fuente divina y a ella se orientan,
el Papa san Gregorio Magno se sirve del ejemplo de la planta pequeña: «En el terreno
de nuestro corazón, [Dios] ha plantado primero la raíz del amor a él y luego se ha
desarrollado, como copa, el amor fraterno» (Moralium Libri, sive expositio in Librum
B. Job, Lib. VII, cap. 24, 28; PL 75, 780D). Estas dos expresiones del único amor
divino han de ser vividas con especial intensidad y pureza de corazón por quienes
se han decidido a emprender un camino de discernimiento vocacional en el ministerio
sacerdotal y la vida consagrada; constituyen su elemento determinante. En efecto,
el amor a Dios, del que los presbíteros y los religiosos se convierten en imágenes
visibles – aunque siempre imperfectas – es la motivación de la respuesta a la llamada
de especial consagración al Señor a través de la ordenación presbiteral o la profesión
de los consejos evangélicos. La fuerza de la respuesta de san Pedro al divino Maestro:
«Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15), es el secreto de una existencia entregada y vivida
en plenitud y, por esto, llena de profunda alegría. La otra expresión concreta
del amor, el amor al prójimo, sobre todo hacia los más necesitados y los que sufren,
es el impulso decisivo que hace del sacerdote y de la persona consagrada alguien que
suscita comunión entre la gente y un sembrador de esperanza. La relación de los consagrados,
especialmente del sacerdote, con la comunidad cristiana es vital y llega a ser parte
fundamental de su horizonte afectivo. A este respecto, al Santo Cura de Ars le gustaba
repetir: «El sacerdote no es sacerdote para sí mismo; lo es para vosotros» (Le curé
d’Ars. Sa pensée – Son cœur, Foi Vivante, 1966, p. 100). Queridos Hermanos en
el episcopado, queridos presbíteros, diáconos, consagrados y consagradas, catequistas,
agentes de pastoral y todos los que os dedicáis a la educación de las nuevas generaciones,
os exhorto con viva solicitud a prestar atención a todos los que en las comunidades
parroquiales, las asociaciones y los movimientos advierten la manifestación de los
signos de una llamada al sacerdocio o a una especial consagración. Es importante que
se creen en la Iglesia las condiciones favorables para que puedan aflorar tantos “sí”,
en respuesta generosa a la llamada del amor de Dios. Será tarea de la pastoral
vocacional ofrecer puntos de orientación para un camino fructífero. Un elemento central
debe ser el amor a la Palabra de Dios, a través de una creciente familiaridad con
la Sagrada Escritura y una oración personal y comunitaria atenta y constante, para
ser capaces de sentir la llamada divina en medio de tantas voces que llenan la vida
diaria. Pero, sobre todo, que la Eucaristía sea el “centro vital” de todo camino vocacional:
es aquí donde el amor de Dios nos toca en el sacrificio de Cristo, expresión perfecta
del amor, y es aquí donde aprendemos una y otra vez a vivir la «gran medida» del amor
de Dios. Palabra, oración y Eucaristía son el tesoro precioso para comprender la belleza
de una vida totalmente gastada por el Reino. Deseo que las Iglesias locales, en
todos sus estamentos, sean un “lugar” de discernimiento atento y de profunda verificación
vocacional, ofreciendo a los jóvenes un sabio y vigoroso acompañamiento espiritual.
De esta manera, la comunidad cristiana se convierte ella misma en manifestación de
la caridad de Dios que custodia en sí toda llamada. Esa dinámica, que responde a las
instancias del mandamiento nuevo de Jesús, se puede llevar a cabo de manera elocuente
y singular en las familias cristianas, cuyo amor es expresión del amor de Cristo que
se entregó a sí mismo por su Iglesia (cf. Ef 5,32). En las familias, «comunidad de
vida y de amor» (Gaudium et spes, 48), las nuevas generaciones pueden tener una admirable
experiencia de este amor oblativo. Ellas, efectivamente, no sólo son el lugar privilegiado
de la formación humana y cristiana, sino que pueden convertirse en «el primer y mejor
seminario de la vocación a la vida de consagración al Reino de Dios» (Exhort. ap.
Familiaris consortio, 53), haciendo descubrir, precisamente en el seno del hogar,
la belleza e importancia del sacerdocio y de la vida consagrada. Los pastores y todos
los fieles laicos han de colaborar siempre para que en la Iglesia se multipliquen
esas «casas y escuelas de comunión» siguiendo el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret,
reflejo armonioso en la tierra de la vida de la Santísima Trinidad. Con estos deseos,
imparto de corazón la Bendición Apostólica a vosotros, Venerables Hermanos en el episcopado,
a los sacerdotes, a los diáconos, a los religiosos, a las religiosas y a todos los
fieles laicos, en particular a los jóvenes que con corazón dócil se ponen a la escucha
de la voz de Dios, dispuestos a acogerla con adhesión generosa y fiel.