“Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras”
(RV).- Este 7 de febrero a las 11,30 se presentó en la Sala de Prensa de la Santa
Sede el Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI para la Cuaresma de este año, bajo el
tema: “Prestemos atención los unos a los otros, para estímulo de la caridad y las
obras buenas”. Intervinieron en la presentación el Cardenal Robert Sarah, Presidente
del Consejo pontificio “Cor Unum”, con Monseñor Giampietro Dal Toso y Monseñor Segundo
Tejado Muñoz, respectivamente secretario y subsecretario del mencionado dicasterio.
En su mensaje, firmado en la Ciudad del Vaticano el 3 de noviembre del año
pasado el Papa comienza explicando que “la Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad
de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana”, a saber: la caridad. Y agrega
que “este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de
los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario”,
puesto que se trata de “un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el
silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual”.
El Santo Padre
propone algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta
a los Hebreos: “Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las
buenas obras” (10, 24). Y explica que el fruto de acoger a Cristo es una vida que
se despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor “con
corazón sincero y llenos de fe” (v. 22), de mantenernos firmes “en la esperanza que
profesamos” (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos
“la caridad y las buenas obras” (v. 24). Mientras recuerda que para sostener esta
conducta evangélica es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración
de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25).
En el primer punto subtitulado “Fijémonos”: la responsabilidad para con el
hermano; Benedicto XVI afirma que también hoy resuena con fuerza la voz del Señor
que nos llama a cada uno de nosotros a hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue
pidiendo que seamos “guardianes” de nuestros hermanos (cf. Gn 4, 9), que entablemos
relaciones caracterizadas por el cuidado recíproco, por la atención al bien del otro
y a todo su bien. Porque “el gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar
conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura
e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también
en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor
ama infinitamente”.
“La atención al otro conlleva desear el bien para él o
para ella en todos los aspectos: físico, moral y espiritual”, escribe más adelante
Benedicto XVI. Y señala que “la cultura contemporánea parece haber perdido el sentido
del bien y del mal, por lo que es necesario reafirmar con fuerza que el bien existe
y vence, porque Dios es ‘bueno y hace el bien’ (Sal 119,68). El bien es lo que suscita,
protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión. La responsabilidad para
con el prójimo significa, por tanto, querer y hacer el bien del otro, deseando que
también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir
los ojos a sus necesidades”.
Tras plantear la pregunta de “¿qué es lo que
impide esta mirada humana y amorosa hacia el hermano?”, el Papa escribe que “con frecuencia
son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses
y las propias preocupaciones a todo lo demás”. Mientras “nunca debemos ser incapaces
de tener misericordia para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca
deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre”;
porque “el encuentro con el otro y el hecho de abrir el corazón a su necesidad son
ocasión de salvación y de bienaventuranza”.
En el tercer punto el Papa se refiere
al estímulo de la caridad y las buenas obras, como camino hacia la santidad. Y recuerda
que “lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar
el Espíritu, de negarse a ‘comerciar con los talentos’ que se nos ha dado para nuestro
bien y el de los demás (cf. Mt 25,25 ss). “Ante un mundo que exige de los cristianos
un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor –concluye su Mensaje– todos han
de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las
buenas obras” (cf. Hb 6,10). Llamada que es especialmente intensa en el tiempo santo
de preparación a la Pascua. (María Fernanda Bernasconi – RV).
Sigue
el texto completo del Mensaje del Santo Padre, firmado en el Vaticano el 3 de noviembre
del año pasado:
Queridos hermanos y hermanas
La Cuaresma nos ofrece
una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la
caridad. En efecto, este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra
de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como
comunitario. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por
el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.
Este año deseo
proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta
a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las
buenas obras» (10,24). Esta frase forma parte de una perícopa en la que el escritor
sagrado exhorta a confiar en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón
y el acceso a Dios. El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según
las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón sincero
y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes «en la esperanza que profesamos» (v.
23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos «la caridad y
las buenas obras» (v. 24). Asimismo, se afirma que para sostener esta conducta evangélica
es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad,
mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25). Me detengo en el
versículo 24, que, en pocas palabras, ofrece una enseñanza preciosa y siempre actual
sobre tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la
santidad personal.
1. “Fijémonos”: la responsabilidad para con el hermano.
El
primer elemento es la invitación a «fijarse»: el verbo griego usado es katanoein,
que significa observar bien, estar atentos, mirar conscientemente, darse cuenta de
una realidad. Lo encontramos en el Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos
a «fijarse» en los pájaros del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita
y atenta providencia divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que hay en nuestro
propio ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc 6,41). Lo encontramos
también en otro pasaje de la misma Carta a los Hebreos, como invitación a «fijarse
en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe. Por tanto, el verbo
que abre nuestra exhortación invita a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús,
y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse extraños, indiferentes a la
suerte de los hermanos. Sin embargo, con frecuencia prevalece la actitud contraria:
la indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia
del respeto por la «esfera privada». También hoy resuena con fuerza la voz del Señor
que nos llama a cada uno de nosotros a hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue
pidiendo que seamos «guardianes» de nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos
relaciones caracterizadas por el cuidado reciproco, por la atención al bien del otro
y a todo su bien. El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia
de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de
Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe,
debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente.
Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la
misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón. El Siervo de
Dios Pablo VI afirmaba que el mundo actual sufre especialmente de una falta de fraternidad:
«El mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en
el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres
y entre los pueblos» (Carta. enc. Populorum progressio [26 de marzo de 1967],
n. 66).
La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en
todos los aspectos: físico, moral y espiritual. La cultura contemporánea parece haber
perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es necesario reafirmar con fuerza
que el bien existe y vence, porque Dios es «bueno y hace el bien» (Sal 119,68). El
bien es lo que suscita, protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión.
La responsabilidad para con el prójimo significa, por tanto, querer y hacer el bien
del otro, deseando que también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el
hermano significa abrir los ojos a sus necesidades. La Sagrada Escritura nos pone
en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de «anestesia
espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás. El evangelista
Lucas refiere dos parábolas de Jesús, en las cuales se indican dos ejemplos de esta
situación que puede crearse en el corazón del hombre. En la parábola del buen Samaritano,
el sacerdote y el levita «dieron un rodeo», con indiferencia, delante del hombre al
cual los salteadores habían despojado y dado una paliza (cf. Lc 10,30-32), y en la
del rico epulón, ese hombre saturado de bienes no se percata de la condición del pobre
Lázaro, que muere de hambre delante de su puerta (cf. Lc 16,19). En ambos casos se
trata de lo contrario de «fijarse», de mirar con amor y compasión. ¿Qué es lo que
impide esta mirada humana y amorosa hacia el hermano? Con frecuencia son la riqueza
material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias
preocupaciones a todo lo demás. Nunca debemos ser incapaces de «tener misericordia»
para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro
corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre. En cambio, precisamente
la humildad de corazón y la experiencia personal del sufrimiento pueden ser la fuente
de un despertar interior a la compasión y a la empatía: «El justo reconoce los derechos
del pobre, el malvado es incapaz de conocerlos» (Pr 29,7). Se comprende así la bienaventuranza
de «los que lloran» (Mt 5,4), es decir, de quienes son capaces de salir de sí mismos
para conmoverse por el dolor de los demás. El encuentro con el otro y el hecho de
abrir el corazón a su necesidad son ocasión de salvación y de bienaventuranza.
El
«fijarse» en el hermano comprende además la solicitud por su bien espiritual. Y aquí
deseo recordar un aspecto de la vida cristiana que a mi parecer ha caído en el olvido:
la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy
sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material
de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual
para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en las comunidades
verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas no sólo se interesaban por
la salud corporal del hermano, sino también por la de su alma, por su destino último.
En la Sagrada Escritura leemos: «Reprende al sabio y te amará. Da consejos al sabio
y se hará más sabio todavía; enseña al justo y crecerá su doctrina» (Pr 9,8ss). Cristo
mismo nos manda reprender al hermano que está cometiendo un pecado (cf. Mt 18,15).
El verbo usado para definir la corrección fraterna —elenchein— es el mismo que indica
la misión profética, propia de los cristianos, que denuncian una generación que se
entrega al mal (cf. Ef 5,11). La tradición de la Iglesia enumera entre las obras de
misericordia espiritual la de «corregir al que se equivoca». Es importante recuperar
esta dimensión de la caridad cristiana. Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí
en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad,
se adecuan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca
de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino
del bien. Sin embargo, lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de
condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia, y brota
de la verdadera solicitud por el bien del hermano. El apóstol Pablo afirma: «Si alguno
es sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu
de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Ga 6,1).
En nuestro mundo impregnado de individualismo, es necesario que se redescubra la importancia
de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad. Incluso «el justo
cae siete veces» (Pr 24,16), dice la Escritura, y todos somos débiles y caemos (cf.
1 Jn 1,8). Por lo tanto, es un gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad
dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por
los caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca
y reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con
cada uno de nosotros.
2. “Los unos en los otros”: el don de la reciprocidad.
Este
ser «guardianes» de los demás contrasta con una mentalidad que, al reducir la vida
sólo a la dimensión terrena, no la considera en perspectiva escatológica y acepta
cualquier decisión moral en nombre de la libertad individual. Una sociedad como la
actual puede llegar a ser sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las
exigencias espirituales y morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser
así. El apóstol Pablo invita a buscar lo que «fomente la paz y la mutua edificación»
(Rm 14,19), tratando de «agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación»
(ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio «sino el de la mayoría, para que se salven»
(1 Co 10,33). Esta corrección y exhortación mutua, con espíritu de humildad y de caridad,
debe formar parte de la vida de la comunidad cristiana.
Los discípulos del
Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula
los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me
pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación. Aquí
tocamos un elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada
con la de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las obras
de caridad tienen también una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo místico de Cristo,
se verifica esta reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer penitencia y de invocar
perdón por los pecados de sus hijos, pero al mismo tiempo se alegra, y continuamente
se llena de júbilo por los testimonios de virtud y de caridad, que se multiplican.
«Que todos los miembros se preocupen los unos de los otros» (1 Co 12,25), afirma san
Pablo, porque formamos un solo cuerpo. La caridad para con los hermanos, una de cuyas
expresiones es la limosna —una típica práctica cuaresmal junto con la oración y el
ayuno—, radica en esta pertenencia común. Todo cristiano puede expresar en la preocupación
concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la Iglesia. La
atención a los demás en la reciprocidad es también reconocer el bien que el Señor
realiza en ellos y agradecer con ellos los prodigios de gracia que el Dios bueno y
todopoderoso sigue realizando en sus hijos. Cuando un cristiano se percata de la acción
del Espíritu Santo en el otro, no puede por menos que alegrarse y glorificar al Padre
que está en los cielos (cf. Mt 5,16).
3. “Para estímulo de la caridad y
las buenas obras”: caminar juntos en la santidad.
Esta expresión de la
Carta a los Hebreos (10, 24) nos lleva a considerar la llamada universal a la santidad,
el camino constante en la vida espiritual, a aspirar a los carismas superiores y a
una caridad cada vez más alta y fecunda (cf. 1 Co 12,31-13,13). La atención recíproca
tiene como finalidad animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez mayor, «como
la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr 4,18), en espera
de vivir el día sin ocaso en Dios. El tiempo que se nos ha dado en nuestra vida es
precioso para descubrir y realizar buenas obras en el amor de Dios. Así la Iglesia
misma crece y se desarrolla para llegar a la madurez de la plenitud de Cristo (cf.
Ef 4,13). En esta perspectiva dinámica de crecimiento se sitúa nuestra exhortación
a animarnos recíprocamente para alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.
Lamentablemente,
siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse
a «comerciar con los talentos» que se nos ha dado para nuestro bien y el de los demás
(cf. Mt 25,25ss). Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para
el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal
(cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18). Los maestros de espiritualidad recuerdan que, en la vida
de fe, quien no avanza, retrocede. Queridos hermanos y hermanas, aceptemos la invitación,
siempre actual, de aspirar a un «alto grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II,
Carta ap. Novo millennio ineunte [6 de enero de 2001], n. 31). Al reconocer
y proclamar beatos y santos a algunos cristianos ejemplares, la sabiduría de la Iglesia
tiene también por objeto suscitar el deseo de imitar sus virtudes. San Pablo exhorta:
«Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10).
Ante un mundo
que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor, todos
han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en
las buenas obras (cf. Hb 6,10). Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo
santo de preparación a la Pascua. Con mis mejores deseos de una santa y fecunda Cuaresma,
os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María y de corazón imparto a
todos la Bendición Apostólica.