Ante este misterio buscamos algo que nos invite a esperar
Miércoles, 2 oct (RV).- En su catequesis de hoy dedicada a los fieles difuntos, el
Papa nos recuerda que estas celebraciones nos ayudan a reconocer en la muerte la gran
esperanza de que la vida del hombre no termina aquí. La audiencia general del Benedicto
XVI inició en el Aula Pablo VI del Vaticano a las 10,30 de la mañana.
En su
catequesis el Papa dijo que no obstante la muerte sea frecuentemente un tema casi
tabú en nuestra sociedad, y exista la persistente tendencia de ahuyentar de el pensamiento
de la muerte, ésta nos atañe a cada uno de nosotros, incumbe al hombre de todos los
tiempos. Ante este misterio –dijo el Papa- también inconscientemente, buscamos algo
que nos invite a esperar, una señal que nos de consuelo, que se abra un horizonte
capaz de ofrecer todavía un futuro. Desde esta visión “el camino de la muerte es un
camino de esperanza y tanto visitar nuestros cementerios como leer los epitafios sobre
las tumbas, es cumplir un camino marcado por la esperanza de eternidad”. Este
fue el resumen de la catequesis del Papa y sus saludos en español Queridos hermanos
y hermanas: La catequesis de hoy está dedicada al recuerdo de los fieles difuntos.
En estos días se visitan los cementerios para rezar por ellos, recordando, de ese
modo, la comunión de los santos que profesamos en el Credo, ya que en ella se manifiesta
el estrecho vínculo que nos une a los que ya han alcanzado la eternidad. El hombre
siempre ha tenido consideración con los muertos. Y, aunque nuestra sociedad intenta
eliminar por todos los medios incluso el pensamiento sobre la muerte, nos preguntamos:
¿Por qué esto es así? La respuesta es que la muerte atañe a todos, en cualquier tiempo
y lugar. Ante un mundo positivista, incapaz de abordar este misterio, estas celebraciones
nos ayudan reconocer en la muerte la gran esperanza, de que la vida del hombre no
termina aquí, que su anhelo de eternidad ha sido colmado por el Dios cuyo Hijo, muerto
y resucitado por nosotros, venciendo a la muerte nos ha abierto el camino a la vida
eterna. Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular
a los grupos provenientes de España, México, República Dominicana, Colombia, Argentina
y otros países latinoamericanos. Invito a todos a que al recitar el Credo proclaméis
al mundo la fe en la vida eterna, pues si el Buen Pastor nos guía en la noche de la
muerte, seremos capaces de trabajar con denuedo en este mundo, con la esperanza del
futuro que nos promete. Muchas gracias.
CATEQUESIS COMPLETA Después
de celebrar la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia nos invita hoy a conmemorar
a todos los fieles difuntos, a dirigir nuestra mirada hacia tantos rostros que nos
han precedido y que han concluido el camino terrenal. En la Audiencia de este día,
quisiera proponer algunos pensamientos sencillos sobre la realidad de la muerte -
que para nosotros los cristianos está iluminada por la Resurrección de Cristo - y
para renovar nuestra fe en la vida eterna.
Como ya decía ayer, en el Ángelus,
en estos días, se acude a los cementerios para rezar por los seres queridos que nos
han dejado, es casi como ir a visitarlos para expresarles, una vez más, nuestro cariño,
para percibir que todavía los tenemos cerca, recordando también, de este modo, una
parte del Credo: en la comunión de los santos hay un vínculo estrecho entre nosotros,
que caminamos aún en esta tierra, y tantos hermanos y hermanas que ya alcanzaron la
eternidad.
Desde siempre, el hombre se ha preocupado por sus muertos y ha intentado
darles algo así como una segunda vida, por medio de la atención, del cuidado y del
afecto. En cierto modo, se desea conservar su experiencia de vida; y, paradójicamente,
descubrimos ante las tumbas, donde se multiplican los recuerdos, cómo ellos vivieron,
qué cosas amaron, qué temieron, qué esperaron y qué detestaron. Es como si sus tumbas
fueran un espejo del mundo de cada uno de ellos.
¿Por qué es así? Porque,
a pesar de que la muerte es a menudo un tema casi prohibido en nuestra sociedad -
y de que se intente continuamente quitar de nuestras mentes tan solo el pensamiento
de la muerte – ésta nos concierne a cada uno de nosotros, concierne al hombre de todo
tiempo y de todo espacio. Y ante este misterio todos, aun inconcientemente, buscamos
algo que nos invite a esperar, una señal que nos dé consuelo, que nos abra algún horizonte,
que ofrezca aun un futuro. El camino de la muerte, en realidad, es un camino de la
esperanza y acudir a nuestros cementerios, así como leer los epitafios en las tumbas,
es cumplir un camino marcado por la esperanza de eternidad.
Pero, nos preguntamos:
¿por qué probamos temor ante la muerte? ¿Por qué la humanidad, en su amplia mayoría,
nunca se ha resignado a creer que más allá de la muerte no hay otra cosa que la nada?
Diría que las respuestas son múltiples: tenemos miedo ante la muerte porque tenemos
miedo de la nada, de ese partir hacia algo que no conocemos, que nos es desconocido.
Y, entonces, hay en nosotros un sentido de rechazo, porque no podemos aceptar que
todo lo más bello y grande que se haya realizado durante toda una vida, quede borrado
repentinamente, caiga en el abismo de la nada. Sobre todo, sentimos que el amor evoca
y pide eternidad y que no es posible aceptar que el mismo amor quede destruido por
la muerte, en un solo momento.
Aún más, sentimos temor ante la muerte porque,
cuando nos encontramos hacia el final de nuestra vida, percibimos que habrá un juicio
sobre nuestras acciones, sobre cómo hemos conducido nuestra vida; en primer lugar,
sobre aquellas sombras que, con habilidad, a menudo sabemos borrar o intentamos borrar
de nuestra conciencia. Diría, que justo la cuestión del juicio es la que subyace al
cuidado del hombre de todos los tiempos para con los difuntos, a la atención que se
dedica a las personas que han sido significativas y que ya no están a su lado en el
camino de la vida terrenal. En un cierto sentido los gestos de cariño y de amor que
rodean al difunto, son un modo de protegerlo, con la convicción de que estos gestos
no quedarán sin efecto en el juicio. Es algo que podemos encontrar en la mayor parte
de las culturas que caracterizan la historia del hombre.
Hoy el mundo se ha
convertido, al menos aparentemente, en mucho más racional, o mejor dicho, se ha difundido
la tendencia generalizada de pensar que cada situación debe ser afrontada con los
criterios de la ciencia experimental, y que incluso a la gran cuestión de la muerte
se deba responder, no tanto con la fe, sino partiendo de los conocimientos comprobables
empíricamente. No se llega a tener suficientemente en cuenta, sin embargo, que, de
esta manera, se acaba por caer en formas de espiritismo, en el intento de tener algún
contacto con el mundo más allá de la muerte, como imaginando casi que haya una realidad
que, al final, es una copia de aquella presente.
Queridos amigos, la solemnidad
de todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos nos indican que
solamente quien reconoce una gran esperanza en la muerte, puede también vivir una
vida a partir de la esperanza. Si reducimos el hombre exclusivamente a su dimensión
horizontal, es decir, a lo que puede percibir empíricamente, la vida misma pierde
su significado más profundo.
El hombre tiene necesidad de eternidad, y cualquier
otra esperanza para él es demasiado breve, demasiado limitada. El hombre sólo tiene
explicación si hay un Amor que supere todo aislamiento, incluso el de la muerte, en
una totalidad que trascienda también el espacio y el tiempo. El hombre es explicable,
encuentra su significado más profundo, sólo si hay Dios. Y nosotros sabemos que Dios
ha salido de su lejanía y se ha acercado, y ha entrado en nuestras vidas y nos dice:
"Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá;
y el que está vivo y cree en mí no morirá jamás »(Jn 11,25-26).
Pensemos por
un momento en la escena del Calvario y rememoremos las palabras que Jesús, desde lo
alto de la Cruz, dirige al ladrón crucificado a su derecha: “En verdad te digo: hoy
estarás conmigo en el paraiso” (Lc 23,43). Pensemos en los dos discípulos en el camino
de Emaús, cuando después de haber compartido una parte del camino con Jesús Resucitado,
lo reconocen y parten de inmediato hacia Jerusalén para anunciar la Resurrección del
Señor (cfr Lc 24,13-35).
Vuelven a nuestra mente con renovada claridad las
palabras del Maestro: “No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también
en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque
me voy a preparaos un lugar” (Gv 14,1-2).
Dios realmente se ha mostrado, se
ha hecho asequible, de tal manera ha amado el mundo "que entregó a su Unigénito, para
que todo aquel que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16), y
en el supremo acto de amor de la Cruz, sumergiéndose en el abismo de la muerte, la
ha vencido, ha resucitado y nos ha abierto también a nosotros las puertas de la eternidad.
Cristo nos sostiene a través de la noche de la muerte que Él mismo ha atravesado;
es el Buen Pastor, a cuya guía nos podemos confiar sin ningún temor, porque Él conoce
el camino, incluso a través de la oscuridad.
Todos los domingos, recitando
el Credo, reafirmamos esta verdad. Y acercándonos a los cementerios para rezar con
amor y afecto a nuestros familiares difuntos, se nos invita, una vez más, a renovar
con valentía y con fuerza nuestra fe en la vida eterna, es más, a vivir con esta gran
esperanza y dar testimonio de ella en el mundo: detrás del presente no hay la nada.
Es precisamente la fe en la vida eterna la que da al cristiano la valentía de amar,
todavía si cabe, con mayor intensidad esta nuestra tierra y trabajar para construirle
un futuro, para darle una esperanza verdadera y cierta. (Traducción del italiano Cecilia
de Malak y Eduardo Rubió)