Propuesta de creación de una Autoridad pública mundial frente al egoísmo y avidez
del sistema financiero
Lunes, 24 oct (RV).- El Consejo Pontificio Justicia y Paz propone la creación de una
Autoridad pública mundial que acometa una reforma de un sistema financiero mundial
“que ha demostrado comportamientos egoístas, avidez colectiva y acaparamiento de bienes
a gran escala”, que han hecho tambalear el “bien común y el futuro mismo de la humanidad”.
Texto completo de la nota del Pontificio Consejo Justicia y Paz
Esta
mañana se hizo pública la nota del Pontificio Consejo Justicia y Paz titulada “Por
una reforma del sistema financiero y monetario internacional en la prospectiva de
una Autoridad Pública con competencia universal”. La presentación estuvo a cargo del
cardenal Turkson, y Mons. Mario Toso, respectivamente presidente y secretario del
dicasterio responsable de esta nota.
La propuesta de la constitución de una
Autoridad mundial, como “único horizonte compatible con las nuevas realidades de
nuestro tiempo”, es la contribución que el Pontificio Consejo quiere ofrecer a los
responsables mundiales y a todos los hombres de buena voluntad, frente a la actual
crisis económica y financiera mundial, que “ha demostrado comportamientos de egoísmo
y avidez colectiva y de acaparamiento de bienes a gran escala”.
“Está en juego
el bien común y el futuro mismo de la humanidad” advierte la nota denunciando que
más de un millón de personas viven con poco más de un dólar al día y que las desigualdades
en el mundo han aumentado extraordinariamente “generando tensiones e imponentes movimientos
migratorios”.
Citando al político y filósofo inglés Thomas Hobbes, se advierte
que “si no se pone remedio a las diversas formas de injusticia, los efectos negativos
que se producirán a nivel social, político y económico estarán destinados a originar
un clima de hostilidad creciente, e incluso de violencia, hasta minar las bases mismas
de las instituciones democráticas, aún de aquellas consideradas más sólidas”.
Se
analizan también las causas de una crisis provocada por “un liberalismo económico
sin reglas y sin control”. La nota denuncia “la existencia de mercados monetarios
y financieros de carácter prevalentemente especulativo dañinos para la economía real,
especialmente la de los países más débiles”. De igual forma se responsabiliza a las
burbujas especulativas de la crisis de solvencia y de confianza que han provocado
consecuencias nefastas para millones de personas.
Una crisis causada principalmente
por el utilitarismo, el individualismo y la ideología de la tecnocracia que tiende
a minimizar el valor de las elecciones del individuo. Pero la raíz de la crisis es
sobre todo de naturaleza moral, porque la economía necesita a la ética para su correcto
funcionamiento. En esa perspectiva se inscribe la propuesta de una serie de medidas
de tasación de las transacciones financieras para “contribuir a la constitución de
una reserva mundial que sostenga a las economías de los países golpeados por la crisis
y al saneamiento de sus sistemas monetarios y financieros”.
La nota plantea
la hipótesis de “una reforma del sistema monetario internacional” para crear una entidad
de control monetario global, dado que actualmente el Fondo Monetario Internacional
ha perdido su capacidad de garantizar la estabilidad de las finanzas mundiales. Se
trata de encontrar formas eficaces de coordinación y supervisión en un “proceso que
debe incluir también a los países emergentes y en vías de desarrollo. La nota insiste
en la necesidad de fijar un mínimo de reglas para gestionar un “mercado financiero
global que ha crecido mucho más rápidamente que la economía real”, todo ello gracias
a la abolición generalizada de controles sobre los movimientos de capital” y por la
desregulación de las actividades bancarias y financieras”.
En este contexto
se hace urgente la exigencia de un organismo que desarrolle las funciones de una especie
de “Banco Central Mundial”, que regule el flujo y el sistema de los intercambios monetarios,
con el mismo criterio de los Bancos centrales nacionales. Ya en 1963, el beato Juan
XXIII había planteado la creación de una Autoridad pública mundial. Y en la misma
línea Benedicto XVI ha expresado la necesidad de su constitución frente a la creciente
interdependencia de los Estados.
Se trata, explica la nota, de una Autoridad
supranacional que no puede ser impuesta por la fuerza, sino que debe ser resultado
de un acuerdo libre y compartido, implicando coherentemente a todos los pueblos, y
en el pleno respeto de sus diversidades. Los gobiernos no deberán servir incondicionalmente
a esta Autoridad mundial, sino que sería ésta la que debería estar al servicio de
los distintos países miembros, según el principio de subsidiariedad. Sobre todo se
propone una Autoridad que adopte políticas y elecciones vinculantes que haga posible
“una justa distribución de la riqueza mundial incluso a través de formas inéditas
de solidaridad fiscal global”.
La nota pone su énfasis final en la exigencia
de “dar un sentido al futuro de las generaciones venideras, porque “sólo un espíritu
de concordia, que supere las divisiones y los conflictos, permitirá a la humanidad
el ser auténticamente una única familia, hasta concebir un mundo nuevo con la constitución
de una Autoridad pública mundial, al servicio del bien común.
CVV
Pontificio
Consejo “Justicia y Paz”
POR UNA REFORMA DEL SISTEMA FINANCIERO Y MONETARIO
INTERNACIONAL EN LA PROSPECTIVA DE UNA AUTORIDAD PÚBLICA CON COMPETENCIA UNIVERSAL
Libreria
Editrice Vaticana Ciudad del Vaticano
índice sumario
Prólogo. Premisa Desarrollo económico y desigualdades.
El rol de la técnica y el desafío ético
El
gobierno de la globalización.
Hacia una reforma del
sistema financiero y monetario internacional que responda a las exigencias de todos
los Pueblos.
Conclusiones
Prólogo
«La
presente situación del mundo exige una acción de conjunto que tenga como punto de
partida una clara visión de todos los aspectos económicos, sociales, culturales y
espirituales. Con la experiencia que tiene de la humanidad, la Iglesia, sin pretender
de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados, “sólo desea una cosa: continuar,
bajo la guía del Espíritu Paráclito, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo
para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para
ser servido”».
Con estas palabras Pablo VI, en la profética y siempre actual
Encíclica Populorum progressio de 1967, trazaba de manera límpida «las trayectorias»
de la íntima relación de la Iglesia con el mundo: trayectorias que se cruzan en el
valor profundo de la dignidad del ser humano y en la búsqueda del bien común, y que
además hacen a los pueblos responsables y libres de actuar según sus más altas aspiraciones.
La
crisis económica y financiera que está atravesando el mundo convoca a todos, personas
y pueblos, a un profundo discernimiento sobre los principios y de los valores culturales
y morales que son fundamentales para la convivencia social. Pero no sólo eso. La crisis
compromete a los agentes privados y a las autoridades públicas competentes a nivel
nacional, regional e internacional a una seria reflexión sobre las causas y sobre
las soluciones de naturaleza política, económica y técnica.
En esta prospectiva,
la crisis, enseña Benedicto XVI, «nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas
reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias
positivas y a rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte en ocasión
de discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar las dificultades del
presente en esta clave, de manera confiada, más que resignada».
Los líderes
mismos del G20, en el Statement adoptado en Pittsburgh en el año 2009, han afirmado
como «The economic crisis demonstrates the importance of ushering in a new era of
sustainable global economic activity grounded in responsibility».
Recogiendo
el llamamiento del Santo Padre y, al mismo tiempo, haciendo propias las preocupaciones
de los pueblos – sobre todo de aquellos que en mayor medida sufren los efectos de
la situación actual – el Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, en el respeto de las
competencias de las autoridades civiles y políticas, desea proponer y compartir la
propia reflexión “Por a una reforma del sistema financiero y monetario internacional
en la perspectiva de una autoridad pública con competencia universal”.
Esta
reflexión desea ser una contribución a los responsables de la tierra y a todos los
hombres de buena voluntad; un gesto de responsabilidad, no sólo respecto de las generaciones
actuales, sino sobre todo hacia aquellas futuras, a fin de que no se pierda jamás
la esperanza de un futuro mejor y la confianza en la dignidad y en la capacidad de
bien de la persona humana.
Peter K. A. Card. Turkson † Mario Toso, SDB
Presidente Secretario
POR
UNA REFORMA DEL SISTEMA FINANCIERO Y MONETARIO INTERNACIONAL EN LA PERSPECTIVA
DE UNA AUTORIDAD PÚBLICA CON COMPETENCIA UNIVERSAL
Premisa
Toda
persona individualmente, toda comunidad de personas, es partícipe y responsable de
la promoción del bien común. Fieles a su vocación de naturaleza ética y religiosa,
las comunidades de creyentes deben en primer lugar preguntarse si los medios de los
que dispone la familia humana para la realización del bien común mundial son los más
adecuados. La Iglesia, por su parte, está llamada a estimular en todos, indistintamente,
«el deseo de participar en el conjunto ingente de esfuerzos realizados [por los hombres]
a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, respondiendo [así]
a la voluntad de Dios».
1. Desarrollo económico y desigualdades.
La
grave crisis económica y financiera, que hoy atraviesa el mundo, encuentra su origen
en múltiples causas. Sobre la pluralidad y sobre el peso de estas causas persisten
opiniones diversas: algunos subrayan, ante todo, los errores inherentes a las políticas
económicas y financieras; otros insisten sobre las debilidades estructurales de las
instituciones políticas, económicas y financieras; otros, en fin, las atribuyen a
fallas de naturaleza ética, presentes en todos los niveles, en el marco de una economía
mundial cada vez más dominada por el utilitarismo y el materialismo. En los distintos
estadios de desarrollo de la crisis se encuentra siempre una combinación de errores
técnicos y de responsabilidades morales.
En el caso del intercambio de bienes
materiales y de servicios, son la naturaleza, la capacidad productiva y el trabajo
en sus múltiples formas, quienes ponen un límite a la cantidad, determinando un conjunto
de costes y de precios que permite, bajo ciertas condiciones, una asignación eficiente
de los recursos disponibles.
Pero en materia monetaria y financiera, las dinámicas
son distintas. En los últimos decenios, han sido los bancos los que han extendido
el crédito, el cual ha generado moneda, lo cual a su vez ha exigido una ulterior expansión
del crédito. El sistema económico ha sido impulsado en tal modo, hacia una espiral
inflacionista que, inevitablemente, ha encontrado un límite en el riesgo sostenible
para los institutos de crédito, sometidos a un ulterior peligro de quiebra, con consecuencias
negativas para todo el sistema económico y financiero.
Después de la Segunda
Guerra Mundial, las economías nacionales progresaron, aunque con enormes sacrificios
de millones e incluso de miles de millones de personas que habían otorgado su confianza
con su comportamiento de productores y empresarios, por un lado, y de ahorradores
y consumidores, por el otro, hasta llegar a un progresivo y regular desarrollo de
la moneda y de las finanzas, en conformidad con las potencialidades de crecimiento
real de la economía.
A partir de los años noventa del pasado siglo, se descubre
en cambio como la moneda y los títulos de crédito a nivel global aumentaron mucho
más rápidamente que la producción del rédito, incluso a precios corrientes. Se derivó,
por consiguiente, en la formación bolsas excesivas de liquidez y burbujas especulativas
que luego se transformaron en crisis de solvencia y de confianza que se han propagado
y subseguido en el transcurso de los años.
Una primera crisis se verificó
en los años setenta hasta principios de los ochenta, debido a los precios del petróleo.
Posteriormente se verificaron una serie de crisis en varios Países en vías de desarrollo.
Baste pensar en la primera crisis de México en los años ochenta, o en las de Brasil,
Rusia y Corea; y luego nuevamente en México en los años noventa, en Tailandia y en
Argentina.
La burbuja especulativa sobre los inmuebles y la reciente crisis
financiera tienen el mismo origen: la excesiva cantidad de moneda y de instrumentos
financieros a nivel global.
Mientras las crisis en los Países en vías de desarrollo,
que han estado a punto de involucrar el sistema monetario y financiero global, han
sido contenidas con formas de intervención por parte de los países más desarrollados,
la crisis que ha estallado en el año 2008, se ha caracterizado por un elemento decisivo
y disruptivo respecto a las precedentes. Se ha originado en el contexto de Estados
Unidos, una de las áreas más relevantes para la economía y las finanzas mundiales,
involucrando la moneda a la que se remiten todavía la gran mayoría de los intercambios
internacionales.
Una orientación de tipo liberal – reticente respecto a las
intervenciones públicas en los mercados – ha propiciado la quiebra de un importante
instituto internacional, imaginando de este modo, delimitar la crisis y sus efectos.
Se ha derivado, desafortunadamente, una propagación de la desconfianza que ha impulsado
a mutar repentinamente de actitud, estimulando intervenciones públicas de diverso
tipo, de enorme alcance (el 20% del producto nacional) a fin de contener las consecuencias
negativas que hubieran afectado todo el sistema financiero internacional.
Las
consecuencias sobre la denominada «economía real», pasando s través de las graves
dificultades de algunos sectores – en primer lugar el de la construcción – y con la
difusión de expectativas desfavorables, han generado una tendencia negativa de la
producción y del comercio internacional, con graves repercusiones en la ocupación,
y con efectos que probablemente aun no han agotado su alcance. El costo para millones,
e incluso miles de millones de personas, en los Países desarrollados, pero sobre todo
también en aquellos en vías de desarrollo, es inmenso.
En Países y áreas donde
se carece todavía de los bienes más elementales como la salud, la alimentación y la
protección contra la intemperie, más de mil millones de personas se ven obligadas
a sobrevivir con unos ingresos medios de poco más de un dólar diario.
El bienestar
económico global, medido en primer lugar por la producción de renta, y también por
la difusión de las capabilities, se ha acrecentado, en el curso de la segunda mitad
del siglo XX, en una medida y con una rapidez antes jamás experimentado en la historia
del género humano.
Pero también han aumentado enormemente las desigualdades
en varios Países y entre ellos. Mientras que algunos Países y áreas económicas, las
más industrializadas y desarrolladas, han visto crecer notablemente la producción
de la renta, otros Países han sido excluidos, de hecho, del progreso generalizado
de la economía, e incluso han empeorado en su situación.
Los peligros de una
situación de desarrollo económico, concebido en términos de liberalismo, han sido
denunciados lúcida y proféticamente por Pablo VI – a causa de las nefastas consecuencias
sobre los equilibrios mundiales y la paz – ya en 1967, después del Concilio Vaticano
II, con la Encíclica Populorum progressio. El Pontífice indicó, como condiciones imprescindibles
para la promoción de un auténtico desarrollo, la defensa de la vida y la promoción
del progreso cultural y moral de las personas. Sobre tales fundamentos, Pablo VI afirmaba
que el desarrollo plenario y planetario «es el nuevo nombre de la paz».
A
cuarenta años de distancia, en el año 2007, el Fondo Monetario Internacional reconocía,
en su Informe anual, la estrecha conexión por una parte de un proceso de globalización
que no ha sido gobernado adecuadamente, y las fuertes desigualdades a nivel mundial
por el otro. Hoy los modernos medios de comunicación hacen evidentes a todos los pueblos,
ricos y pobres, las desigualdades económicas, sociales y culturales que se han producido
a nivel global, creando tensiones e imponentes movimientos migratorios.
Más
aún, se ha de reafirmar que el proceso de globalización, con sus aspectos positivos
está a la base del grande desarrollo de la economía mundial del siglo XX. Vale la
pena recordar que, entre el 1900 y el 2000, la población mundial casi se cuadruplicó
y que la riqueza producida a nivel mundial creció en modo mucho más rápido de manera
que los ingresos medios per cápita aumentaron fuertemente. A la vez, sin embargo,
no ha aumentado la equitativa distribución de la riqueza; sino que en muchos casos
ha empeorado.
¿Pero qué es lo que ha impulsado al mundo en esta dirección
extremadamente problemática incluso para la paz?
Ante todo, un liberalismo
económico sin reglas y sin supervisión. Se trata de una ideología, de una forma de
«apriorismo económico», que pretende tomar de la teoría las leyes del funcionamiento
del mercado y las denominadas leyes del desarrollo capitalista, exagerando algunos
de sus aspectos. Una ideología económica que establezca a priori las leyes del funcionamiento
del mercado y del desarrollo económico, sin confrontarse con la realidad, corre el
peligro de convertirse en un instrumento subordinado a los intereses de los Países
que ya gozan, de hecho, de una posición de mayores ventajas económicas y financieras.
Reglas
y controles, si bien de manera imperfecta, con frecuencia están presentes a nivel
nacional y regional; sin embargo a nivel internacional, dichas reglas y controles
se realizan y se consolidan con dificultad. A la base de las disparidades y de
las distorsiones del desarrollo capitalista, se encuentra en gran parte, además de
la ideología del liberalismo económico, la ideología utilitarista, es decir la impostación
teórico-práctica según la cual «lo que es útil para el individuo conduce al bien de
la comunidad». Es necesario notar que una «máxima» semejante, contiene un fondo de
verdad, pero no se puede ignorar que no siempre lo que es útil individualmente, aunque
sea legítimo, favorece el bien común. En más de una ocasión es necesario un espíritu
de solidaridad que trascienda la utilidad personal por el bien de la comunidad.
En
los años veinte del siglo pasado, algunos economistas ya habían puesto en guardia
para que no se diera crédito excesivamente, en ausencia de reglas y controles, a esas
teorías, que hoy se han transformado en ideologías y praxis dominantes a nivel internacional.
Un
efecto devastante de estas ideologías, sobre todo en las últimas décadas del siglo
pasado y en los primeros años del nuevo siglo, ha sido la explosión de la crisis,
en la que aún se encuentra sumergido el mundo.
Benedicto XVI, en su encíclica
social, ha individuado de manera precisa la raíz de una crisis que no es solamente
de naturaleza económica y financiera, sino antes de todo, es de tipo moral, además
de ideológica. La economía, en efecto – observa el Pontífice – tiene necesidad de
la ética para su correcto funcionamiento, no de una ética cualquiera, sino de una
ética amiga de la persona. El Papa ha denunciado, a continuación, el papel desempeñado
por el utilitarismo y por el individualismo, así como las responsabilidades de quienes
los han asumido y difundido como parámetro para el comportamiento óptimo de aquellos
– operadores económicos y políticos – que actúan e interactúan en el contexto social.
Pero Benedicto XVI ha también descubierto y denunciado una nueva ideología, la «ideología
de la tecnocracia».
2. El rol de la técnica y el desafío ético.
El
enorme desarrollo económico y social del siglo pasado, ciertamente luego con sus luces,
pero también con sus graves aspectos de sombra, se debe, en gran parte, al continuado
desarrollo de la técnica y, en las décadas más recientes, a los progresos de la informática
y a sus aplicaciones, a la economía y, en primer lugar, a las finanzas.
Para
interpretar con lucidez la actual nueva cuestión social, es necesario evitar el error,
hijo también de la ideología neoliberal, de considerar que los problemas por afrontar
son de orden exclusivamente técnico. En cuanto tales, escaparían a la necesidad de
un discernimiento y de una valoración de tipo ético. Pues bien, la encíclica de Benedicto
XVI pone en guardia contra los peligros de la ideología de la tecnocracia, es decir
de aquella absolutización de la técnica que «tiende a producir una incapacidad de
percibir todo aquello que no se explica con la pura materia» y a minimizar el valor
de las decisiones del individuo humano concreto que actúa en el sistema económico-financiero,
reduciéndolas a meras variables técnicas. La cerrazón a un «más allá», comprendido
como algo más, respecto a la técnica, no sólo hace imposible el encontrar soluciones
adecuadas para los problemas, sino que empobrece cada vez más, a nivel material y
moral, a las principales víctimas de la crisis.
También en el contexto de
la complejidad de los fenómenos, la relevancia de los factores éticos y culturales
no puede, por lo tanto ser desatendida ni subestimada. La crisis, en efecto, ha revelado
comportamientos de egoísmo, de codicia colectiva y de acaparamiento de los bienes
a grande escala. Nadie puede resignarse a ver al hombre vivir como «un lobo para el
otro hombre», según la concepción evidenciada por Hobbes. Nadie, en conciencia, puede
aceptar el desarrollo de algunos Países en perjuicio de otros. Si no se pone remedio
a las diversas formas de injusticia, los efectos negativos que se producirán a nivel
social, político y económico estarán destinados a originar un clima de hostilidad
creciente, e incluso de violencia, hasta minar las bases mismas de las instituciones
democráticas, aún de aquellas consideradas más sólidas.
Por el reconocimiento
de la primacía del ser respecto al del tener, de la ética respecto a la economía,
los pueblos de la tierra deberían asumir, como alma de su acción, una ética de la
solidaridad, abandonando toda forma de mezquino egoísmo, abrazando la lógica del bien
común mundial que trasciende el mero interés contingente y particular. Deberían, en
fin de cuentas, mantener vivo el sentido de pertenencia a la familia humana en nombre
de la común dignidad de todos los seres humanos: «por encima de la lógica de los intercambios
a base de los parámetros y de sus formas justas, existe algo que es debido al hombre
porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad».
Ya en 1991, después
del fracaso del colectivismo marxista, el Beato Juan Pablo II había puesto en guardia
contra el peligro de «una idolatría del mercado, que ignora la existencia de bienes
que, por su naturaleza, no son ni pueden ser simples mercancías». Es preciso, hoy
sin demora acoger su amonestación y tomar un camino más en sintonía con la dignidad
y con la vocación trascendente de la persona y de la familia humana.
3. El
gobierno de la globalización.
En el camino hacia la construcción de una
familia humana más fraterna y más justa y, aún antes, de un nuevo humanismo abierto
a la trascendencia, se presenta particularmente actual la enseñanza del Beato Juan
XXIII. En la profética Carta encíclica Pacem in terris del 1963, él advertía ya que
el mundo se estaba dirigiendo hacia una unificación cada vez mayor. Tomaba pues conciencia,
del hecho que en la comunidad humana, había disminuido la correspondencia entre la
organización política a nivel mundial y las exigencias objetivas del bien común universal.
Por consiguiente, auguraba fuera creada un día, una «Autoridad pública mundial».
Ante
la unificación del mundo, propiciada por el complejo fenómeno de la globalización;
ante la importancia de garantizar, además de los otros bienes colectivos, el bien
representado por un sistema económico-financiero mundial libre, estable y al servicio
de la economía real, la enseñanza de la Pacem in terris se presenta, hoy en día, aún
más vital y digna de urgente concretización.
El mismo Benedicto XVI, en el
surco trazado por la Pacem in terris, ha expresado la necesidad de constituir una
Autoridad política mundial. Dicha necesidad se presenta además evidente, si se piensa
que la agenda de cuestiones a tratar a nivel global se hace cada vez más amplia. Piénsese,
por ejemplo, en la paz y la seguridad; en el desarme y el control de armamentos; en
la promoción y la tutela de los derechos humanos fundamentales; en el gobierno de
la economía y en las políticas de desarrollo; en la gestión de los flujos migratorios
y en la seguridad alimentaria; en la tutela del medio ambiente. En todos esos campos,
resulta cada vez más evidente la creciente interdependencia entre los Estados y las
regiones del mundo, y la necesidad de respuestas, no sólo sectoriales y aisladas,
sino sistemáticas e integradas, inspiradas por la solidaridad y por la subsidiaridad,
y orientadas hacia el bien común universal.
Como lo recuerda Benedicto XVI,
si no se sigue ese camino, también «el derecho internacional, no obstante los grandes
progresos alcanzados en los diversos campos, correría el riesgo de estar condicionado
por los equilibrios de poder entre los más fuertes».
La finalidad de la Autoridad
pública, recordaba ya Juan XXIII en la Pacem in terris, es, ante todo, la de servir
al bien común. Dicha Autoridad, por tanto, debe dotarse de estructuras y mecanismos
adecuados, eficaces, es decir, a la altura de la propia misión y de las expectativas
que en ella se ponen. Esto es particularmente verdadero al interno de un mundo globalizado,
que hace a las personas y a los pueblos permanecer cada vez más interconectados e
interdependientes, pero que muestra también el peso del egoísmo y de los intereses
sectoriales, entre los cuales la existencia de mercados monetarios y financieros de
carácter prevalentemente especulativo, perjudiciales para la «economía real», en especial
de los Países más débiles.
Es este un proceso complejo y delicado. Tal Autoridad
supranacional debe, en efecto, poseer una impostación realista y ha de ponerse en
práctica gradualmente, para favorecer también la existencia de sistemas monetarios
y financieros eficientes y eficaces, es decir, mercados libres y estables, disciplinados
por un marco jurídico adecuado, funcionales en orden al desarrollo sostenible y al
progreso social de todos, e inspirados por los valores de la caridad y de la verdad.
Se trata de una Autoridad con un horizonte planetario, que no puede ser impuesta
por la fuerza, sino que debería ser la expresión de un acuerdo libre y compartido,
más allá de las exigencias permanentes e históricas del bien común mundial, y no fruto
de coerciones o de violencias. Debería surgir de un proceso de maduración progresiva
de las conciencias y de las libertades, así como del conocimiento de las crecientes
responsabilidades. No pueden, en consecuencia, ser desatendidos considerandos superfluos,
elementos como la confianza recíproca, la autonomía y la participación. El consenso
debe involucrar, un número cada vez mayor de Países que se adhieren por convicción,
mediante ese diálogo sincero que no margina, sino más aún que valora las opiniones
minoritarias. La Autoridad mundial debería, pues, involucrar coherentemente a todos
los pueblos en una colaboración a la que están llamados a contribuir con el patrimonio
de sus propias virtudes y civilizaciones.
La constitución de una Autoridad
política mundial debería estar precedida por una fase preliminar de concertación,
de la que emergerá una institución legitimada, capaz de proporcionar una guía eficaz
y, al mismo tiempo, de permitir que cada País exprese y procure el propio bien particular.
El ejercicio de una Autoridad semejante, puesta al servicio del bien de todos y de
cada uno, será necesariamente super partes, es decir, por encima de toda visión parcial
y de todo bien particular, en vistas a la realización del bien común. Sus decisiones
no deberán ser el resultado del pre-poder de los Países más desarrollados sobre los
Países más débiles. Deberán, en cambio, ser asumidas que asumirlas, en el interés
de todos y no sólo en ventaja de algunos grupos formados por lobbies privadas o por
Gobiernos nacionales.
Una institución supranacional, expresión de una «comunidad
de las Naciones», no podrá por otra parte, durar por mucho tiempo, si las diversidades
de los Países, a nivel de las culturas, de los recursos materiales e inmateriales,
y de las condiciones históricas y geográficas, no son reconocidas y plenamente respetadas.
La ausencia de un consenso convencido, alimentado por una incesante comunión moral
de la comunidad mundial, debilitaría la eficacia de la correspondiente Autoridad.
Lo
que vale a nivel nacional vale también a nivel mundial. La persona no está hecha para
servir incondicionalmente a la Autoridad, cuya tarea es la de ponerse al servicio
de la persona misma, en coherencia con el valor preeminente de la dignidad del ser
humano. Del mismo modo, los Gobiernos no deben servir incondicionalmente a la Autoridad
mundial. Esta última, ante todo debe ponerse al servicio de los diversos Países miembros,
de acuerdo al principio de subsidiaridad, creando, entre otras, las condiciones socioeconómicas,
políticas y jurídicas indispensables también para la existencia de mercados eficientes
y eficaces, que no estén hiperprotegidos por políticas nacionales paternalistas, ni
debilitados por déficit sistemáticos de las finanzas públicas y de los Productos nacionales
que, de hecho, impiden a los mercados operar en un contexto mundial como instituciones
abiertas y competitivas.
En la tradición del Magisterio de la Iglesia, retomada
con vigor por Benedicto XVI, el principio de subsidiaridad debe regular las relaciones
entre el Estado y las comunidades locales, entre las Instituciones públicas y las
Instituciones privadas, sin excluir aquellas monetarias y financieras. Así, en un
nivel ulterior, debe regir las relaciones entre una eventual, futura Autoridad pública
mundial y las instituciones regionales y nacionales. Tal principio es en garantía
tanto la legitimidad democrática, como la eficacia de las decisiones de quienes están
llamados a tomarlas. Permite respetar la libertad de las personas y de las comunidades
de personas y, al mismo tiempo, responsabilizarlas respecto de los objetivos y de
los deberes que les competen.
Según la lógica de la subsidiaridad, la Autoridad
superior ofrece su subsidium, es decir su ayuda, cuando la persona y los actores sociales
y financieros son intrínsecamente inadecuados o no logran hacer por sí mismos lo que
les es requerido. Gracias al principio de solidaridad, se construye una relación durable
y fecunda entre la sociedad civil planetaria y una Autoridad pública mundial, cuando
los Estados, los cuerpos intermedios, las diversas sociedades – incluidas aquellas
económicas y financieras – y los ciudadanos toman las decisiones dentro de la prospectiva
del bien común mundial, que trasciende el nacional.
«El gobierno de la globalización»
- se lee en la Caritas in veritate - «debe ser de tipo subsidiario, articulado en
múltiples niveles y planos diversos, que colaboren recíprocamente». Sólo así se puede
evitar el riesgo del aislamiento burocrático de la Autoridad central, que correría
el peligro de la deslegitimación de una separación demasiado grande de las realidades
sobre las cuales se funda, y podría fácilmente caer en tentaciones paternalistas,
tecnocráticas, o hegemónicas.
Sin embargo permanece aún un largo camino por
recorrer antes de llegar a la constitución de una tal Autoridad pública con competencia
universal. La lógica desearía que el proceso de reforma se desarrollase teniendo
como punto de referencia la Organización de las Naciones Unidas, en razón de la amplitud
mundial de sus responsabilidades, de su capacidad de reunir las Naciones de la tierra,
y de la diversidad de sus propias tareas y de las de sus Agencias especializadas.
El fruto de tales reformas debería ser una mayor capacidad de adopción de políticas
y opciones vinculantes, por estar orientadas a la realización del bien común a nivel
local, regional y mundial. Entre las políticas aparecen como más urgentes aquellas
relativas a la justicia social global: políticas financieras y monetarias que no dañen
los Países más débiles; políticas dirigida a la realización de mercados libres y
estables y una distribución ecua de la riqueza mundial incluso mediante formas inéditas
de solidaridad fiscal global, de la cual se referirá más adelante.
En el proceso
de la constitución de una Autoridad política mundial no se pueden desvincular las
cuestiones de governance (es decir, de un sistema de simple coordinación horizontal
sin una Autoridad super partes), de aquellas de un shared government (es decir de
un sistema que, además de la coordinación horizontal, establezca una Autoridad super
partes) funcional y proporcionado al gradual desarrollo de una sociedad política mundial.
La constitución de una Autoridad política mundial no podrá ser lograda sin una práctica
previa de multilateralismo, no sólo a nivel diplomático, sino también y principalmente
en el ámbito de los programas para el desarrollo sostenible y para la paz. No se puede
llegar a un Gobierno mundial si no es dando una expresión política a interdependencias
y cooperaciones preexistentes.
4. Hacia una reforma del sistema financiero
y monetario internacional que responda a las exigencias de todos los Pueblos.
En
materia económica y financiera, las dificultades más relevantes se derivan de la carencia
de un eficaz conjunto de estructuras capaces de garantizar, además de un sistema de
governance, un sistema de government de la economía y de las finanzas internacionales.
¿Qué
se puede decir de esta prospectiva? ¿Cuáles son los pasos que se deben desarrollar
concretamente?
Con referencia al actual sistema económico y financiero mundial,
se deben subrayar dos elementos determinantes: el primero es la gradual disminución
de la eficiencia de las instituciones de Bretton Woods, desde los inicios de los años
Setenta. En particular, el Fondo Monetario Internacional ha perdido un carácter esencial
para la estabilidad de las finanzas mundiales, es decir, el de reglamentar la creación
global de moneda y de velar sobre el monto de riesgo del crédito asumido por el sistema.
En definitiva, ya no se dispone más de ese «bien público universal» que es la estabilidad
del sistema monetario mundial.
El segundo factor es la necesidad de un corpus
mínimo compartido de reglas necesarias para la gestión del mercado financiero global,
que ha crecido mucho más rápidamente que la «economía real» habiéndose velozmente
desarrollado, por efecto de un lado, de la abrogación generalizada de los controles
sobre los movimientos de capitales y de la tendencia a la desreglamentación de las
actividades bancarias y financieras; y, por el otro, con los progresos de la técnica
financiera favorecidos por los instrumentos informáticos.
En el plano estructural,
en la última parte del siglo anterior, la moneda y las actividades financieras a nivel
global crecieron mucho más rápidamente que las producciones de bienes y servicios.
En dicho contexto, la cualidad del crédito ha tendido a disminuir, hasta exponer
a los institutos de crédito a un riesgo mayor de aquel razonablemente sostenible.
Baste observar lo acaecido a los grandes y pequeños institutos de crédito en el contexto
de las crisis que se manifestaron en los años ochenta y noventa del siglo anterior
y, en fin, en la crisis de 2008.
Aún en la última parte del siglo anterior,
se desarrolló la tendencia a definir las orientaciones estratégicas de la política
económica y financiera al interno de clubes y de grupos más o menos amplios de los
Países más desarrollados. Sin negar los aspectos positivos de este enfoque, no se
puede dejar de notar que así, no parece respetarse plenamente el principio representativo,
en particular de los Países menos desarrollados o emergentes.
La necesidad
de tener en cuenta la voz de un mayor número de Países ha conducido, por ejemplo,
a la ampliación de dichos grupos, pasando así del G7 al G20. Ha sido, ésta, una evolución
positiva, en cuanto ha consentido involucrar, en las orientaciones para la economía
y las finanzas globales, la responsabilidad de Países con una población más elevada,
en vías de desarrollo y emergentes.
En el ámbito del G20 pueden, por lo tanto,
madurar directrices concretas que, oportunamente elaboradas en las apropiadas sedes
técnicas, podrán orientar los órganos competentes a nivel nacional y regional en la
consolidación de las instituciones existentes y en la creación de nuevas instituciones
con apropiados y eficaces instrumentos a nivel internacional.
Los líderes
mismos del G20 afirman en la Declaración final de Pittsburgh de 2009 que «la crisis
económica demuestra la importancia de comenzar una nueva era de la economía global
basada en la responsabilidad». A fin de hacer frente a la crisis y abrir una nueva
era «de la responsabilidad», además de las medidas de tipo técnico y de corto plazo,
los leaders proponen una «reforma de la arquitectura global para afrontar las exigencias
del siglo XXI»; y por tanto además «un marco que permita definir las políticas y las
medidas comunes con el objeto de producir un desarrollo global sólido, sostenible
y equilibrado».
Es preciso por tanto, dar inicio a un proceso de profunda
reflexión y de reformas, recorriendo vías creativas y realistas, que tiendan a valorizar
los aspectos positivos de las instituciones y de los fora ya existentes.
Una
atención específica debería reservarse a la reforma del sistema monetario internacional
y, en particular, al empeño para dar vida a una cierta forma de control monetario
global, desde luego ya implícita en los Estudios del Fondo Monetario Internacional.
Es evidente que, en cierta medida, esto equivale a poner en discusión los sistemas
de cambio existentes, para encontrar modos eficaces de coordinación y supervisión.
Se trata de un proceso que debe involucrar también a los Países emergentes y en vías
de desarrollo, al momento de definir las etapas de adaptación gradual de los instrumentos
existentes.
En el fondo se delinea, en prospectiva, la exigencia de un organismo
que desarrolle las funciones de una especie de «Banco central mundial» que regule
el flujo y el sistema de los intercambios monetarios, con el mismo criterio que los
Bancos centrales nacionales. Es necesario redescubrir la lógica de fondo, de paz,
coordinación y prosperidad común, que portaron a los Acuerdos de Bretton Woods, para
proveer respuestas adecuadas a las cuestiones actuales. A nivel regional, dicho proceso
podría realizarse con valorización de las instituciones existentes como, por ejemplo,
el Banco Central Europeo. Esto requeriría, sin embargo, no sólo una reflexión a nivel
económico y financiero, sino también y ante todo, a nivel político, con miras a la
constitución de instituciones públicas correspondientes que garanticen la unidad y
la coherencia de las decisiones comunes.
Estas medidas se deberían ser concebidas
como unos de los primeros pasos en la prospectiva de una Autoridad pública con competencia
universal; como una primera etapa de un más amplio esfuerzo de la comunidad mundial
por orientar sus instituciones hacia la realización del bien común. Deberán seguir
otras etapas, teniendo en cuenta que las dinámicas que conocemos pueden acentuarse,
pero también acompañarse de cambios que hoy día sería en vano tratar de prever.
En
dicho proceso, es necesario recuperar la primacía de lo espiritual y de la ética y,
con ello, la primacía de la política – responsable del bien común – sobre la economía
y las finanzas. Es necesario volver a llevar estas últimas al interno de los confines
de su real vocación y de su función, incluida aquella social, en vista de sus evidentes
responsabilidades hacia la sociedad, para dar vida a mercados e instituciones financieras
que estén efectivamente al servicio de la persona, es decir, que sean capaces de responder
a las exigencias del bien común y de la fraternidad universal, trascendiendo toda
forma de monótono economicismo y de mercantilismo performativo.
En la
base de dicho enfoque de tipo ético, parece pues, oportuno reflexionar, por ejemplo,
a) sobre
medidas de imposición fiscal a las transacciones financieras, mediante alícuotas equitativas,
pero moduladas con gastos proporcionados a la complejidad de las operaciones, sobre
todo de las que se realizan en el mercado «secundario». Dicha imposición sería muy
útil para promover el desarrollo global y sostenible, según los principios de la justicia
social y de la solidaridad; y podría contribuir a la constitución de una reserva mundial
de apoyo a los Países afectados por la crisis, así como al saneamiento de su sistema
monetario y financiero; b) sobre formas de recapitalización de los bancos, incluso
con fondos públicos, condicionando el apoyo a comportamientos «virtuosos» y finalizados
a desarrollar la «economía real»; c) sobre la definición de ámbito de actividad
del crédito ordinario y del Investment Banking. Tal distinción permitiría una disciplina
más eficaz de los «mercados paralelos» privados de controles y de límites.
Un
sano realismo requeriría el tiempo necesario para construir amplios consensos, pero
el horizonte del bien común universal está siempre presente con sus exigencias ineludibles.
Es deseable, por consiguiente, que todos los que, en las Universidades y en los diversos
Institutos, llamados a formar las clases dirigentes del mañana, es deseable se dediquen
a prepararlas para asumir sus propias responsabilidades de discernir y de servir al
bien público global, en un mundo que cambia constantemente. Es necesario resolver
la divergencia entre la formación ética y la preparación técnica, evidenciando en
modo particular la ineludible sinergia entre los campos de la praxis y de la poiésis.
El
mismo esfuerzo es requerido a todos los que están en grado de iluminar la opinión
pública mundial, para ayudarla a afrontar este mundo nuevo no ya en la angustia, sino
en la esperanza y en la solidaridad.
Conclusiones
En medio
de las incertezas actuales, en una sociedad capaz de movilizar medios ingentes, pero
cuya reflexión en el campo cultural y moral permanece inadecuada respecto a su utilización
en orden a la obtención de fines apropiados, estamos llamados a no rendirnos, y a
construir sobre todo, un futuro que tenga sentido para las generaciones venideras.
No se ha de temer el proponer cosas nuevas, aunque puedan desestabilizar equilibrios
de fuerza preexistentes que dominan a los más débiles. Son una semilla que se arroja
en la tierra, que germinará y no tardará en dar frutos.
Como ha exhortado
Benedicto XVI, son indispensables personas y operadores, en todos los niveles – social,
político, económico y profesional – motivados por el valor de servir y promover el
bien común mediante una vida buena. Sólo ellos lograrán vivir y ver más allá de las
apariencias de las cosas, percibiendo el desvarío entre lo real existente y lo posible
nunca antes experimentado.
Pablo VI ha subrayado la fuerza revolucionaria
de la «imaginación prospectiva», capaz de percibir en el presente las posibilidades
inscritas en él y de orientar a los seres humanos hacia un futuro nuevo. Liberando
la imaginación, la persona humana libera su propia existencia. A través de un compromiso
de imaginación comunitaria es posible transformar, no sólo las instituciones, sino
también los estilos de vida, y suscitar un futuro mejor para todos los pueblos.
Los
Estados modernos, en el transcurso del tiempo, se han transformado en conjuntos estructurados,
concentrando la soberanía al interior del propio territorio. Sin embargo las condiciones
sociales, culturales y políticas han mutado progresivamente. Ha aumentado su interdependencia
– hasta llegar a ser natural el pensar en una comunidad internacional integrada y
regida cada vez más por un ordenamiento compartido – pero no ha desaparecido una forma
deteriorada de nacionalismo, según el cual el Estado considera poder conseguir de
modo autárquico, el bien de sus propios ciudadanos.
Hoy, todo eso parece surreal
y anacrónico. Hoy, todas las naciones, pequeñas o grandes, junto con sus Gobiernos,
están llamadas a superar dicho «estado de naturaleza» que ve a los Estados en perenne
lucha entre sí. No obstante de algunos aspectos negativos, la globalización está unificando
en mayor medida a los pueblos, impulsándolos a dirigirse hacia un nuevo «estado de
derecho» a nivel supranacional, apoyado por una colaboración más intensa y fecunda.
Con una dinámica análoga a la que en el pasado ha puesto fin a la lucha «anárquica»,
entre clanes y reinos rivales, en orden a la constitución de Estados nacionales, la
humanidad hoy, tiene que comprometerse en la transición de una situación de luchas
arcaicas entre entidades nacionales, hacia un nuevo modelo de sociedad internacional
con mayor cohesión, poliárquica, respetuosa de la identidad de cada pueblo, dentro
de las múltiples riquezas de una única humanidad. Este pasaje, que por lo demás tímidamente
ya se está en curso, aseguraría a los ciudadanos de todos los Países – cualquiera
que sea la dimensión o la fuerza que posee – paz y seguridad, desarrollo, libres mercados,
estables y transparentes. «Así como dentro de cada Estado [...] el sistema de la venganza
privada y de la represalia ha sido sustituido por el imperio de la ley – advierte
Juan Pablo II – «así también es urgente ahora que semejante progreso tenga lugar en
la Comunidad internacional».
Los tiempos para concebir instituciones con competencia
universal llegan cuando están en juego bienes vitales y compartidos por toda la familia
humana, que los Estados, individualmente, no son capaces de promover y proteger por
sí solos.
Existen, pues, las condiciones para la superación definitiva de
un orden internacional «westphaliano», en el que los Estados perciben la exigencia
de la cooperación, pero no asumen la oportunidad de una integración de las respectivas
soberanías para el bien común de los pueblos.
Es tarea de las generaciones
presentes reconocer y aceptar conscientemente esta nueva dinámica mundial hacia la
realización de un bien común universal. Ciertamente, esta transformación se realizará
al precio de una transferencia gradual y equilibrada de una parte de las competencias
nacionales a una Autoridad mundial y a las Autoridades regionales, pero esto es necesario
en un momento en el cual el dinamismo de la sociedad humana y de la economía, y el
progreso de la tecnología trascienden las fronteras, que en el mundo globalizado,
de hecho están ya erosionadas.
La concepción de una nueva sociedad, la construcción
de nuevas instituciones con vocación y competencia universales, son una prerrogativa
y un deber de todos, sin distinción alguna. Está en juego el bien común de la humanidad,
y el futuro mismo.
En este contexto, para cada cristiano hay una especial
llamada del Espíritu a comprometerse con decisión y generosidad, para que las múltiples
dinámicas en acto, se dirijan las hacia prospectivas de la fraternidad y del bien
común. Se abren inmensas áreas de trabajo para el desarrollo integral de los pueblos
y de cada persona. Como afirman los Padres del Concilio Vaticano II, se trata de una
misión al mismo tiempo social y espiritual que, «en cuanto puede contribuir a ordenar
mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios».
En un
mundo en vías de una rápida globalización, remitirse a una Autoridad mundial llega
a ser el único horizonte compatible con las nuevas realidades de nuestro tiempo y
con las necesidades de la especie humana. No ha de ser olvidado, sin embargo, que
esta paso, dada la naturaleza herida de los seres humanos, no se realiza sin angustias
y sufrimientos.
La Biblia, con el relato de la Torre de Babel (Génesis 11,1-9)
advierte cómo la «diversidad» de los pueblos puede transformarse en vehículo de egoísmo
e instrumento de división. En la humanidad está muy presente el riesgo de que los
pueblos terminen por no comprenderse más y que las diversidades culturales sean motivo
de contraposiciones insanables. La imagen de la Torre de Babel también nos señala
que es necesario preservarse de una «unidad» sólo aparente, en la que no cesan los
egoísmos y las divisiones, porque los fundamentos de la sociedad no son estables.
En ambos casos, Babel es la imagen de lo que los pueblos y los individuos pueden llegar
a ser cuando no reconocen su intrínseca dignidad trascendente y su fraternidad.
El
espíritu de Babel es la antítesis del Espíritu de Pentecostés (Hechos 2, 1-12), del
designio de Dios para toda la humanidad, es decir, la unidad en la diversidad. Sólo
un espíritu de concordia, que supere las divisiones y los conflictos, permitirá a
la humanidad el ser auténticamente una única familia, hasta concebir un mundo nuevo
con la constitución de una Autoridad pública mundial, al servicio del bien común.