"La misión de la Iglesia, como la de Cristo, es esencialmente hablar de Dios"
Domingo, 16 oct (RV).- Misa de los nuevos evangelizadores
Texto completo
de la homilía del Papa
Venerados Hermanos; queridos hermanos
y hermanas
Con alegría celebro hoy la Misa para Uds., que están empeñados
en muchas partes del mundo sobre las fronteras de la nueva evangelización. Esta Liturgia
es la conclusión del encuentro que ayer los ha llamado a confrontarse en los ámbitos
de tal misión y a escuchar algunos testimonios significativos. Yo mismo he querido
presentarles algunos pensamientos, mientras hoy parto para Uds. el pan de la Palabra
y de la Eucaristía, con la certeza –compartida por todos nosotros - que sin Cristo,
Palabra y Pan de vida, no podemos hacer nada (cfr Jn 15,5). Estoy contento porque
este convenio se coloca en el contexto del mes de octubre, propiamente una semana
antes de la Jornada Mundial de las Misiones: esto pone a la nueva evangelización en
su justa dimensión, en armonía con aquella de la misión ad gentes.
Les
dirijo un saludo cordial a todos ustedes, que recibieron la invitación del Consejo
Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización. Un saludo particular y mi
agradecimiento al Presidente de este Dicasterio de reciente institución, Mons. Salvatore
Fisichella, y sus colaboradores.
Vamos ahora a las lecturas bíblicas
en las cuales el Señor nos habla. La primera, del segundo libro de Isaías, nos dice
que Dios es uno, es único; no hay otros dioses fuera del Señor, y también el potente
Ciro, emperador de los persianos, hace parte de un plan más grande, que solo Dios
conoce y lleva adelante. Esta lectura nos da el sentido teológico de la historia:
los cambios de época, el sucederse de las grandes potencias, están bajo el supremo
dominio de Dios; ningún poder terreno puede colocarse en su lugar. La teología de
la historia es un aspecto importante, esencial, de la nueva evangelización, porque
los hombres de nuestro tiempo, después de la nefasta estación de los imperios totalitarios
del siglo XX, tienen necesidad de reencontrar una mirada total del mundo y del tiempo,
una mirada verdaderamente libre, pacifica, aquella mirada que el Concilio Vaticano
II ha transmitido en sus Documentos, y que mis Predecesores, el siervo de Dios Pablo
VI y el beato Juan Pablo II, han ilustrado con su Magisterio.
La segunda
lectura es el inicio de la Primera Carta a los Tesalonicenses, y esto ya es muy sugestivo,
porque se trata de la carta más antigua llegada a nosotros del más grande evangelizador
de todos los tiempos, el Apóstol Pablo. Él nos dice sobretodo que no se evangeliza
de manera aislada: también él tenía de hecho como colaboradores a Silvano y Timoteo
(cfr 1 Ts 1,1), y muchos otros. E inmediatamente agrega otra cosa muy importante:
que el anuncio debe estar siempre precedido, acompañado y seguido de la oración. Escribe
de hecho: “Damos siempre gracias a Dios por todos ustedes, recordándolos en nuestras
oraciones” (v. 2). El Apóstol se dice bien consiente del hecho que los miembros de
la comunidad no los ha elegido él, sino Dios: “fueron elegidos por él” – afirma (v.
4). Cada misionero del Evangelio debe siempre tener presente esta verdad: es el Señor
que tocó los corazones con su Palabra y su Espíritu, llamando a las personas a la
fe y a la comunión en la Iglesia. En fin, Pablo nos deja una enseñanza muy preciosa,
extraída de su experiencia. Escribe: “Nuestro Evangelio, de hecho, no se difunde entre
ustedes solamente por medio de la palabra, sino que con el poder del Espíritu Santo
y con plena certeza” (v. 5). La evangelización para ser eficaz, tiene necesidad de
la fuerza del Espíritu, que anima el anuncio e infunde en quien lo lleva aquella “plena
certeza” de la cual nos habla el Apóstol. Este término “certeza”, en el original griego,
es pleroforìa: un vocablo que no expresa tanto el aspecto subjetivo, psicológico,
sino más bien la plenitud, la fidelidad, la amplitud- en este caso del anuncio de
Cristo. Anuncio que, para ser completo y fiel, necesita estar acompañado de signos,
de gestos, como la predicación de Jesús. Palabra, Espíritu y certeza -así entendidos-
son entonces inseparables y concurren a hacer que el mensaje evangélico se difunda
con eficacia.
Nos detenemos ahora en el Evangelio. Se trata del texto
sobre la legitimidad del tributo que se deba pagar al César, que contiene la célebre
respuesta de Jesús: “Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”
(Mt 22,21). Pero, antes de llegar a este punto, que es un pasaje que se puede referir
a cuanto tienen la misión de evangelizar. De hecho, los interlocutores – discípulos
de los fariseos y de los herodianos se dirigen a Él con una apreciación, diciendo:
“Sabemos que tú eres verdadero y enseñas el camino de Dios según la verdad. Tu no
haces diferencias con ninguno” (v. 16). Y es propiamente esta afirmación, aunque si
bien surgida de la hipocresía, la que nos debe llamar la atención. Los discípulos
de los fariseos y los herodianos no creen en lo que dicen. Lo afirman con una captatio
benevolentiae para que los escuchen, pero su corazón está lejos de aquella verdad;
más bien quieren ponerle una trampa a Jesús para acusarlo. Para nosotros en cambio,
esa expresión es valiosa: Jesús, en efecto, es verdadero y enseña el camino de Dios
según la verdad. Él mismo es este “camino de Dios”, que estamos llamados a recorrer.
Podemos recordar las palabras de Jesús, en el Evangelio de Juan: “Yo soy el camino,
la Verdad y la vida” (14,6). Es brillante al respecto el comentario de San Agustín:
“era necesario que Jesús dijese: Yo soy el camino, la verdad y la vida” y una vez
conocido el camino faltaba conocer la meta. El camino conducía a la verdad, conducía
a la vida… y ¿nosotros a donde vamos sino hacia donde Él? ¿y por cuál camino vamos
sino a través de Él? (En Ioh 69, 2). Los nuevos evangelizadores están llamados a caminar
en primera fila en este Camino que es Cristo, para hacer conocer a los otros la belleza
del Evangelio que dona la vida. Y en este camino, no se camina solo, sino que en compañía:
una experiencia de comunión y de fraternidad que se ofrece a cuantos encontramos,
para hacer partícipes a los demás nuestra experiencia de Cristo y de su Iglesia.
Así, el testimonio, junto al anuncio, puede abrir el corazón de cuantos buscan la
verdad, para que puedan alcanzar el sentido de su propia vida.
Una breve
reflexión también sobre la cuestión central del tributo a César. Jesús responde con
un sorprendente realismo político, conectado con el teocentrismo de la tradición profética.
El tributo a César se paga, porque la imagen en la moneda es suya; pero el hombre,
todo hombre, lleva consigo otra imagen, la de Dios, y por tanto es a Él, y sólo a
Él que cada uno es deudor de la propia existencia. Los Padres de la Iglesia, que se
basan del hecho que Jesús se refiere a la imagen del Emperador acuñada en la moneda
del tributo, han interpretado este paso a la luz del concepto fundamental de hombre
imagen de Dios, contenido en el primer capítulo del Libro del Génesis.
Un
Autor anónimo escribe: “La imagen de Dios no está acuñada sobre el oro sino más bien
sobre el género humano. La moneda de César es oro, la de Dios es la humanidad… por
tanto, da tu riqueza a César, pero deja a Dios la inocencia única de tu conciencia
donde es contemplado Dios… César, en efecto, ha pedido su imagen sobre cada moneda,
pero Dios ha escogido al hombre, que él ha creado, para reflejar su gloria” (Anónimo,
Obra incompleta sobre Mateo, Homilía 42). Y San Agustín ha utilizado muchas veces
esta referencia en sus homilías: “Si César reclama su propia imagen incisa en la moneda
–afirma-¿no exigirá Dios del hombre la imagen divina esculpida en él? (En. in Ps.,
Salmo 94, 2). Y más aún: “Como se vuelve a dar a César la moneda, así se vuelve a
dar a Dios el alma iluminada y esculpida por la luz de su rostro… Cristo en efecto
vive en el interior del hombre” (Ivi, Salmo 4, 8).
Esta palabra de Jesús
es muy rica de contenido antropológico, y no se puede reducir solamente al ámbito
político. La Iglesia, por tanto, no se limita a recordar a los hombres la justa distinción
entre la esfera de autoridad de César y la de Dios, entre el ámbito político y el
religioso. La misión de la Iglesia, como la de Cristo, es esencialmente hablar de
Dios, recordar su soberanía, recordar a todos, especialmente a los cristianos que
han perdido su propia identidad, el derecho de Dios sobre lo que le pertenece, es
decir, nuestra propia vida.
Y justamente para dar un renovado impulso
a la misión de toda la Iglesia, para conducir a los hombres lejos del desierto en
el cual muy a menudo se encuentran en sus vidas, la amistad con Cristo que nos da
su vida plenamente, quisiera anunciar en esta Celebración eucarística que he decidido
declarar un “Año de la fe” que ilustraré con una carta apostólica. Iniciará el 11
de octubre del 2012, en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II,
y terminará el 24 de noviembre del 2013, Solemnidad de Cristo Rey del Universo. Será
un momento de gracia y de compromiso por una cada vez más plena conversión a Dios,
para reforzar nuestra fe en Él y para anunciarlo con gozo al hombre de nuestro tiempo.
Queridos hermanos y hermanas, Uds. están entre los protagonistas de
la nueva evangelización que la Iglesia ha emprendido y lleva adelante, con dificultad,
pero con el mismo entusiasmo de los primeros cristianos.
En Conclusión,
hago mías las expresiones del apóstol Pablo que hemos escuchado: agradezco a Dios
por todos Uds. Y les aseguro que los llevo en mis oraciones, grato de este compromiso
que realizan en la fe, de su laboriosidad en la caridad y de la constante esperanza
que tienen en el Señor nuestro Jesucristo.
Que la Virgen María, que
no tuvo miedo de responder “si” a la Palabra del Señor y, luego de haberla concebido
en su seno, se encaminó llena de alegría y esperanza, sea siempre su modelo y guía.
Aprendan de la Madre del Señor y Madre nuestra a ser humildes y al mismo tiempo valerosos;
sencillos y prudentes; equilibrados y fuertes, no con la fuerza del mundo, sino con
la de la verdad.
Traducción del italiano: jesuita Guillermo Ortiz; Patricia
Ynestroza