(Actualizado a las 17.25) RV- Reunidos de todo el país, en Ancona, los católicos italianos
han celebrado el domingo 11 de setiembre la clausura del 25° Congreso Eucarístico
Nacional, con el tema: “Eucaristía para la vida cotidiana” y bajo el lema “Señor,
a quién iremos”. Este lema es parte de la respuesta Pedro, cuando muchos abandonan
a Jesús después de su discurso sobre la Eucaristía, y Jesús les pregunta: "¿También
Uds. quieren irse?”.
El Santo Padre Benedicto XVI reflexionó largamente sobre
lo que Jesús Eucaristía comporta para nuestra vida cotidiana, desde la ilusión que
ofrecen las ideologías, al trato que tenemos con los otros.
Texto completo
de la homilía: RV- Queridos hermanos y hermanas
Seis
años atrás, el primer viaje apostólico de mí pontificado me condujo a Bari, para
el 24° Congreso Eucarístico Nacional. Hoy he venido a concluir solemnemente el 25°,
aquí en Ancona. Agradezco al Señor por estos intensos momentos eclesiales que refuerzan
nuestro amor a la Eucaristía y ¡nos ven unidos entorno a la Eucaristía! Bari y Ancona,
dos ciudades junto al mar Adriático; dos ciudades ricas de historia y de vida cristiana;
dos ciudades abiertas al Oriente, a su cultura y a su espiritualidad; dos ciudades
que los temas de los Congresos Eucarísticos han contribuido a acercar: en Bari hemos
hecho memoria de cómo “sin el Domingo no podemos vivir”; hoy nuestro reencontrarnos
es bajo el lema: “Eucaristía para la vida cotidiana”.
Antes de ofrecerles
cualquier pensamiento, quisiera agradecerles esta coral participación: en ustedes
abrazo espiritualmente a toda la Iglesia en Italia. Dirijo un saludo agradecido al
Presidente de la Conferencia Episcopal, el Cardenal Angelo Bagnasco, por las cordiales
palabras que me dirigió también en nombre de todos Uds.; a mi Delegado para este Congreso,
Cardenal Giovanni Battista Re; al Arzobispo de Ancona-Osimo, Mons. Edoardo Menichelli,
a los Obispos de la Metropolía, de las Marcas y a todos aquellos venidos de numerosa
partes del País. Junto con ellos, saludo a los sacerdotes, los diáconos, los consagrados
y las consagradas, y a los fieles laicos, entre los cuales veo muchas familias y jóvenes.
Mi gratitud se dirige también a las Autoridades civiles y militares y a cuantos, de
diversos modos han contribuido al buen éxito de este evento.
“¡Esta
palabra es dura! ¿Quién puede escucharla?” (Jn. 6,60). Frente al discurso de Jesús
sobre el pan de vida, en la Sinagoga de Cafarnaun, la reacción de los discípulos,
muchos de los cuales abandonaron a Jesús, no esta muy alejada de nuestras resistencias
frente al don total que Él hizo de si mismo. Porque recibir verdaderamente este don
quiere decir perderse a sí mismos, dejarse involucrar y transformar, hasta llegar
a vivir de Él, como nos ha recordado el apóstol Pablo en la segunda lectura: “Si
vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor. Sea que vivamos,
sea que muramos, somos del Señor” (Rm. 14,8).
“¡Esta palabra
es dura!”; es dura porque muy seguido confundimos la libertad con la ausencia de vínculos,
con la convicción de poder hacer por nosotros mismos, sin Dios, visto como un límite
a la libertad. Es ésta una ilusión que no tarda en volverse desilusión, generando
inquietud y miedo y llevando, paradojalmente, a añorar las cadenas del pasado: “Ojala
hubiéramos muerto a manos del Señor en Egipto…” decían los hebreos en el desierto
(Es 16,3), como hemos escuchado. En realidad, sólo en la apertura a Dios, en la acogida
de su don, llegamos a ser verdaderamente libres, libres de la esclavitud del pecado
que desfigura el rostro del hombre, y capaces de servir al verdadero bien de los hermanos.
“¡Esta
palabra es dura!”; es dura porque el hombre cae muchas veces en la ilusión de poder
transformar las piedras en pan”. Después de haber puesto aparte a Dios, o haberlo
tolerado como una elección privada que no debe interferir en la vida publica, ciertas
ideologías han apuntado a organizar la ciudad con la fuerza del poder y de la economía.
La historia nos demuestra, dramáticamente, cómo el objetivo de asegurar a todos desarrollo,
bienestar material y paz, prescindiendo de Dios y de su revelación, termina siendo
un dar a los hombres piedras en lugar de pan. El pan, queridos hermanos y hermanas,
es “fruto del trabajo del hombre”, y en esta verdad se encierra toda la responsabilidad
confiada a nuestras manos y a nuestro ingenio; pero el pan es también, y primero aún,
“fruto de la tierra”, que recibe de lo alto el sol y la lluvia: es don para pedir,
que nos quita toda soberbia y nos hace invocar con la confianza de los humildes: “Padre
(…), danos hoy nuestro pan de cada día” (Mt. 6,11).
El hombre es incapaz
de darse a sí mismo la vida, el se comprende solo a partir de Dios: es la relación
con Él la que le da consistencia a nuestra humanidad y hace buena y justa nuestra
vida. En el Padre nuestro pedimos que sea santificado Su nombre, que venga Su reino,
que se cumpla Su voluntad. Es sobre todo el primado de Dios que debemos recuperar
en nuestro mundo y en nuestra vida, porque es este primado el que nos permite reencontrar
la verdad de lo que somos, y es en el conocer y el seguir la volutad de Dios que encontramos
nuestro verdadero bien. Dar tiempo y espacio a Dios, para que sea el centro vital
de nuestra existencia.
¿De dónde partir, como de la fuente, para recuperar
y reafirmar el primado de Dios? De la Eucaristía: aquí Dios se hace así cercano de
modo que es nuestro alimento, aquí Él se hace fuerza en el camino a menudo difícil,
que se hace presencia amiga que transforma. Ya la Ley dada por medio de Moisés era
considerada como “pan del cielo”, gracias a la cual Israel se convierte en el pueblo
de Dios, pero en Jesús la palabra última y definitiva de Dios se hace carne, nos viene
al encuentro como Persona. Él, Palabra eterna, es el verdadero mana, es el pan de
la vida (cfr Gv 6,32-35) y cumplir la obra de Dios es creer en Él (cfr Gv 6,28-29).
En la Última Cena Jesús resume toda su existencia en un gesto que se inscribe en la
gran bendición pascual de Dios, gesto que Él como Hijo vive como acción de gracias
al Padre por su inmenso amor. Jesús parte el pan y lo comparte, pero con una profundidad
nueva, porque Él se dona a sí mismo. Toma el cáliz y lo comparte para que todos puedan
beber, pero con este gesto Él dona la “nueva alianza en su sangre”, se dona a sí mismo.
Jesús anticipa el acto de amor supremo, en obediencia a la voluntad del Padre: el
sacrificio de la Cruz. La vida le será quitada en la Cruz, pero ya ahora Él la ofrece
por sí mismo. Así la muerte de Cristo no se reduce a una ejecución violenta, es transformada
por Él en un libre acto de amor, de auto-donación, que atraviesa victoriosamente la
misma muerte y ratifica la bondad de la creación que salió de las manos de Dios, humillada
por el pecado y finalmente redimida. Este inmenso don es accesible para nosotros en
el Sacramento de la Eucaristía: Dios se dona a nosotros, para abrir nuestra existencia
a Él, para involucrarla en el misterio de amor de la Cruz, para hacerla partícipe
del misterio eterno del que provenimos y para anticipar la nueva condición de la vida
plena en Dios, en la espera de la cual vivimos.
Pero ¿qué cosa comporta
para nuestra vida cotidiana este partir de la Eucaristía para reafirmar el primado
de Dios? La comunión eucarística, queridos amigos, nos arranca de nuestro individualismo,
nos comunica el espíritu de Cristo muerto y resucitado, nos conforma a Él; nos une
íntimamente a los hermanos en este misterio de comunión que es la Iglesia, donde el
único Pan hace de muchos un solo cuerpo (cfr 1 Cor 10,17), realizando la oración de
la comunidad cristiana desde los orígenes referida en el libro de la Didajé: “Como
este pan partido estaba esparcido en las colinas y recogido llega a ser una cosa sola,
así tu Iglesia, desde los confines de la tierra viene reunida en tu Reino” (IX, 4).
La Eucaristía sostiene y transforma la entera vida cotidiana. Come recordaba en mi
primera Encíclica, “En la comunión eucarística está contenido el ser amados y el amar
a su vez a los otros”, por esto “una Eucaristía que no se traduzca en amor concretamente
practicado es en sí misma fragmentada” (Deus caritas est, 14).
La bi
milenaria historia de la Iglesia está iluminada de santos y santas, cuya existencia
es signo elocuente de cómo propiamente de la comunión con el Señor, de la Eucaristía
nace una nueva e intensa asunción de responsabilidad a todos los niveles de la vida
comunitaria, nace entonces un desarrollo social positivo, que cuyo centro es la persona,
especialmente aquella pobre, enferma o necesitada. Nutrirse de Cristo es el camino
para no permanecer extraños o indiferentes a la suerte de los hermanos, para entrar
en la misma lógica de amor y de donación del sacrificio de la Cruz; quien sabe arrodillarse
delante de la Eucaristía, quien recibe el cuerpo del Señor no puede no estar atento,
en la trama ordinaria de los días, a las situaciones indignas del hombre, y sabe inclinarse
en primera persona sobre el necesitado, sabe partir el propio pan con el hambriento,
compartir el agua con el sediento, vestir al que esta desnudo, visitar al enfermo
y al encarcelado (cfr Mt 25,34-36). En cada persona sabrá ver al mismo Señor que no
ha dudado en darse a sí mismo por nosotros y por nuestra salvación. Una espiritualidad
eucarística, ahora, es verdadero antídoto al individualismo y al egoísmo que tantas
veces caracterizan la vida cotidiana, lleva al redescubrimiento de la gratuidad, de
la centralidad de las relaciones, a partir de la familia, con particular atención
a aliviar las heridas de aquellas disgregadas. Una espiritualidad eucarística es el
alma de una comunidad eclesial que supera las divisiones y contraposiciones y valoriza
la diversidad de los carismas y ministerios, poniéndolos al servicio de la unidad
de la Iglesia, de su vitalidad y de su misión. Una espiritualidad eucarística es camino
para restituir dignidad a los días del hombre y, por tanto, a su trabajo, en la búsqueda
de su conciliación con los tiempos de fiesta y de la familia, en el empeño de superar
la incertidumbre de la precariedad del trabajo y el problema de la desocupación. Una
espiritualidad eucarística nos ayudará también a acercarnos a las diversas formas
de fragilidad humana, concientes de que ella no ofusca el valor de la persona, pero
requiere proximidad, acogida y ayuda. Del Pan de la vida tomará vigor una renovada
capacidad educativa, atenta a testimoniar los valores fundamentales de la existencia,
del saber, del patrimonio espiritual y cultural; su vitalidad nos hará habitar la
ciudad de los hombres con disponibilidad para gastarse en el horizonte del bien común
por la construcción de una sociedad más justa y fraterna.
Queridos amigos,
regresemos de esta tierra marquigiana con la fuerza de la Eucaristía en una constante
ósmosis entre el misterio que celebramos y los ámbitos de nuestro cotidiano. No hay
nada auténticamente humano que no encuentre en la Eucaristía la forma adecuada para
ser vivido en plenitud: la vida cotidiana llegue a ser entonces lugar de culto espiritual,
para vivir en todas las circunstancias el primado de Dios, al interno de la relación
con Cristo y como ofrenda al Padre (cfr Esort. ap. postsin. Sacramentum caritatis,
71). Sí, “no de solo pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca
de Dios” (Mt 4,4): nosotros vivimos de la obediencia a esta palabra, que es pan vivo,
hasta el punto de entregarse, como Pedro, con la inteligencia del amor: “Señor, ¿a
quien iremos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido
que tú eres el Santo de Dios” (Gv 6,68-69).
Como la Virgen María, seamos
también nosotros “regazo” disponible para ofrecer a Jesús al hombre de nuestro tiempo,
despertando el deseo profundo de esta salvación que viene solamente de Él. Buen camino,
con Cristo Pan de vida, a toda la Iglesia de Italia!
Traducción del
italiano, jesuita Guillermo Ortiz - RV