Miércoles, 29 jun (RV).-“Ya nos los llamo siervos sino amigos” (Jn 15,15).
“Sesenta años después de mi ordenación sacerdotal, todavía siento resonar en mi interior
estas palabras de Jesús” afirmó Benedicto, en su homilía de la solemnidad de los santos
Pedro y Pablo, en la Basílica Vaticana, este 29 de junio, día en que cumple 60 años
de ordenación sacerdotal y en el que impuso el sagrado “Palio” a nuevos arzobispos
metropolitas del mundo.
El Sucesor de Pedro dijo que esta aclamación significaba
en aquel tiempo, conferir explícitamente a los nuevos sacerdotes el poder de perdonar
los pecados. “Yo sabía y sentía que, en ese momento… era también algo más que una
cita de la Sagrada Escritura. Era bien conciente: en ese momento, Él mismo, el Señor,
me lo dice a mí de manera personal. En el Bautismo y la Confirmación, Él ya nos había
atraído hacia sí…. Pero lo que sucedía en aquel momento era todavía algo más. Él me
llama amigo. Me recibe... en el grupo de los que Él conoce de modo particular y que,
así, llegan a conocerle de manera particular. Me otorga la facultad, que casi da miedo,
de hacer aquello que sólo Él, el Hijo de Dios, puede decir y hacer legítimamente:
Yo te perdono tus pecados… Sé que tras estas palabras está su Pasión por nuestra causa
y por nosotros. Sé que el perdón tiene su precio: en su Pasión… Y, mediante el mandato
de perdonar, me permite asomarme al abismo del hombre y a la grandeza de su padecer
por nosotros los hombres, que me deja intuir la magnitud de su amor… Él se abandona
a mí”.
El primer cometido que da Jesús a sus amigos – explicó el Papa, es el
de ponerse en camino, de salir de sí mismos y de ir hacia los otros. “El Señor nos
exhorta a superar los confines del ambiente en que vivimos, a llevar el Evangelio
al mundo de los otros, para que impregne todo y así el mundo se abra para el Reino
de Dios. Esto puede recordarnos que el mismo Dios ha salido de si, ha abandonado su
gloria, para buscarnos, para traernos su luz y su amor. Queremos seguir al Dios que
se pone en camino, superando la pereza de quedarnos cómodos en nosotros mismos, para
que Él mismo pueda entrar en el mundo.”
Texto completo de la Homilía
Queridos
hermanos y hermanas,
«Ya no los llamo siervos, sino amigos» (cf. Jn
15,15). Sesenta años después de mi Ordenación sacerdotal, siento todavía resonar en
mi interior estas palabras de Jesús, que nuestro gran Arzobispo, el Cardenal Faulhaber,
con la voz ya un poco débil pero firme, nos dirigió a los nuevos sacerdotes al final
de la ceremonia de Ordenación .
Según
las normas litúrgicas de aquel tiempo, esta aclamación significaba entonces conferir
explícitamente a los nuevos sacerdotes el mandato de perdonar los pecados. «Ya no
siervos, sino amigos»:
Yo sabía y sentía que, en ese momento, esta
no era sólo una palabra «ceremonial», y era también algo más que una cita de la Sagrada
Escritura. Era bien consciente: en este momento, Él mismo, el Señor, me la dice a
mí de manera totalmente personal. En el Bautismo y la Confirmación, Él ya nos había
atraído hacia sí, nos había acogido en la familia de Dios. Pero lo que sucedía en
aquel momento era todavía algo más. Él me llama amigo .
Me
acoge en el círculo de aquellos a los que se había dirigido en el Cenáculo. En el
grupo de los que Él conoce de modo particular y que, así, llegan a conocerle de manera
particular.
Me otorga la facultad, que casi da miedo, de hacer aquello
que sólo Él, el Hijo de Dios, puede decir y hacer legítimamente: Yo te perdono tus
pecados. Él quiere que yo – por mandato suyo – pronuncie con su «Yo» unas palabras
que no son únicamente palabras, sino acción que produce un cambio en lo más profundo
del ser. Sé que tras estas palabras está su Pasión por nuestra causa y por nosotros.
Sé que el perdón tiene su precio: en su Pasión, Él ha descendido hasta el fondo oscuro
y sucio de nuestro pecado. Ha bajado hasta la noche de nuestra culpa que, sólo así,
puede ser transformada. Y, mediante el mandato de perdonar, me permite asomarme al
abismo del hombre y a la grandeza de su padecer por nosotros los hombres, que me deja
intuir la magnitud de su amor. Él se fía de mí: «Ya no los llamo siervos, sino amigos».
Me confía las palabras de la Consagración en la Eucaristía. Me considera capaz de
anunciar su Palabra, de explicarla rectamente y de llevarla a los hombres de hoy.
Él se abandona a mí .
«Ya
no son siervos, sino amigos»: esta es una afirmación que produce una gran alegría
interior y que, al mismo tiempo, por su grandeza, puede hacernos estremecer a través
de las décadas, con tantas experiencias de nuestra propia debilidad y de su inagotable
bondad.
«Ya no los llamo siervos, sino amigos»: en estas palabras se
encierra el programa entero de una vida sacerdotal. ¿Qué es realmente la amistad?
Ídem velle, ídem nolle – querer y no querer lo mismo, decían los antiguos. La amistad
es una comunión en el pensamiento y el deseo. El Señor nos dice lo mismo con gran
insistencia: «Conozco a los míos y los míos me conocen» (cf Jn 10,14). El Pastor llama
a los suyos por su nombre (cf Jn 10,3).
Él me conoce por mi nombre.
No soy un ser anónimo cualquiera en la inmensidad del universo. Me conoce de manera
totalmente personal. Y yo, ¿le conozco a Él? La amistad que Él me ofrece sólo puede
significar que también yo trate siempre de conocerle mejor; que yo, en la Escritura,
en los Sacramentos, en el encuentro de la oración, en la comunión de los Santos, en
las personas que se acercan a mí y que Él me envía, me esfuerce siempre en conocerle
cada vez más .
La
amistad no es solamente conocimiento, es sobre todo comunión del querer. Significa
que mi voluntad crece hacia el «sí» de la adhesión a la suya. En efecto, su voluntad
no es para mí una voluntad externa y extraña, a la que me doblego más o menos de buena
gana o no lo hago. No, en la amistad mi voluntad se une a la suya a medida que va
creciendo; su voluntad se convierte en la mía, y justo así llego a ser yo mismo. Además
de la comunión de pensamiento y voluntad, el Señor menciona un tercer elemento nuevo:
Él da su vida por nosotros (cf. Jn 15,13; 10,15).
Señor, ayúdame siempre
a conocerte mejor. Ayúdame a ser una sola cosa con tu voluntad. Ayúdame a vivir mi
vida, no para mí mismo, sino junto a Ti para los otros. Ayúdame a ser cada vez más
Tu amigo .
Las
palabras de Jesús sobre la amistad están en el contexto del discurso sobre la vid.
El Señor enlaza la imagen de la vid con una tarea que encomienda a los discípulos:
«Los he elegido y les he destinado para vayan y den fruto, y que ese fruto permanezca»
(Jn 15,16). El primer cometido que da a los discípulos – a los amigos – es el de ponerse
en camino, para que salgan; para que salgan de si mismos y vayan hacia los otros.
Podemos oír juntos aquí también las palabras que el Resucitado dirige a los suyos,
con las que san Mateo concluye su Evangelio: «Vayan y enseñen a todos los pueblos...»
(cf. Mt 28,19s).
El Señor nos exhorta a superar los confines del ambiente
en que vivimos, a llevar el Evangelio al mundo de los otros, para que impregne todo
y así el mundo se abra para el Reino de Dios. Esto puede recordarnos que el mismo
Dios ha salido de si, ha abandonado su gloria, para buscarnos, para traernos su luz
y su amor. Queremos seguir al Dios que se pone en camino, superando la pereza de quedarnos
cómodos en nosotros mismos, para que Él mismo pueda entrar en el mundo .
Después
de la palabra sobre el ponerse en camino, Jesús continúa: den fruto, un fruto que
permanezca. ¿Qué fruto espera Él de nosotros? ¿Cuál es el fruto que permanece? Pues
bien, el fruto de la vid es la uva, del que luego se hace el vino. Detengámonos un
momento sobre esta imagen. Para que una buena uva madure, se necesita sol, pero también
lluvia, el día y la noche. Para que madure un vino de calidad, hay que prensar la
uva, se requiere la paciencia de la fermentación, los atentos cuidados que sirven
a los procesos de maduración. Un vino de clase no solamente se caracteriza por su
dulzura, sino también por la riqueza de los matices, la variedad de aromas que se
han desarrollado en los procesos de maduración y fermentación. ¿Acaso no es ésta una
imagen de la vida humana, y particularmente de nuestra vida de sacerdotes? Necesitamos
el sol y la lluvia, la serenidad y la dificultad, las fases de purificación y prueba,
y también los tiempos de camino alegre con el Evangelio. Volviendo la mirada atrás,
podemos dar gracias a Dios por ambas cosas: por las dificultades y por las alegrías,
por las horas oscuras y por aquellas felices. En las dos reconocemos la constante
presencia de su amor, que nos lleva y nos sostiene siempre de nuevo.
Ahora,
sin embargo, debemos preguntarnos: ¿Qué clase de fruto es el que espera el Señor de
nosotros? El vino es imagen del amor: éste es el verdadero fruto que permanece, el
que Dios quiere de nosotros. Pero no olvidemos que, en el Antiguo Testamento, el vino
que se espera de la uva selecta es sobre todo imagen de la justicia, que se desarrolla
en una existencia vivida según la ley de Dios. Y no digamos que esta es una visión
veterotestamentaria ya superada: no, ella sigue siendo siempre verdadera. El auténtico
contenido de la Ley, su summa, es el amor a Dios y al prójimo. Este doble amor, sin
embargo, no es simplemente algo dulce. Conlleva en sí la carga de la paciencia, de
la humildad, de la maduración de nuestra voluntad en la formación e identificación
con la voluntad de Dios, la voluntad de Jesús Cristo, el Amigo. Sólo así, en el hacerse
todo nuestro ser verdadero y recto, también el amor es verdadero; sólo así es un fruto
maduro. Su exigencia intrínseca, la fidelidad a Cristo y a su Iglesia, requiere que
se cumpla siempre también en el sufrimiento. Precisamente de este modo, crece la verdadera
alegría. En el fondo, la esencia del amor, del verdadero fruto, se corresponde con
las palabras sobre el ponerse en camino, sobre el salir: amor significa abandonarse,
entregarse; lleva en sí el signo de la cruz. En este contexto, Gregorio Magno decía
una vez: Si tienden hacia Dios, tengan cuidado de no alcanzarlo solos (cf. H Ev 1,6,6:
PL 76, 1097s); una palabras que a nosotros, cómo sacerdotes, hemos de tener presentes
íntimamente cada día.
Queridos amigos, quizás me he entretenido demasiado
con la memoria íntima sobre los sesenta años de mi ministerio sacerdotal. Es hora
de pensar en lo que es propio de este momento.
En la Solemnidad de San
Pedro y San Pablo, dirijo ante todo mi más cordial saludo al Patriarca Ecuménico Bartolomé
I y a la Delegación que ha enviado, y a la que agradezco vivamente su grata visita
en la gozosa ocasión de los Santos Apóstoles Patronos de Roma. Saludo cordialmente
también a los Señores Cardenales, a los Hermanos en el Episcopado, a los Señores Embajadores
y a las Autoridades civiles, así como a los sacerdotes compañeros de la primera misa,
religiosos y fieles laicos. Agradezco a todos su presencia y su oración.
A los Arzobispos Metropolitanos nombrados desde la última Fiesta de los grandes Apóstoles,
les será impuesto ahora el Palio. ¿Qué significa?
Nos puede recordar
ante todo el suave yugo de Cristo que se nos pone sobre los hombros (cf. Mt 11,29s).
El yugo de Cristo es idéntico a su amistad. Es un yugo de amistad y, por tanto, un
«yugo suave», pero precisamente por eso es también un yugo que exige y que plasma.
Es el yugo de su voluntad, que es una voluntad de verdad y amor. Así, es también para
nosotros sobre todo el yugo de introducir a otros en la amistad con Cristo y de estar
a disposición de los demás, de cuidar de ellos como Pastores. Con esto hemos llegado
a un nuevo significado del palio: está tejido con la lana de corderos que son bendecidos
en la fiesta de santa Inés. Nos recuerda de este modo al Pastor que se ha convertido
Él mismo en cordero por amor nuestro. Nos recuerda a Cristo que se ha encaminado por
las montañas y los desiertos en los que su cordero, la humanidad, se había extraviado.
Nos recuerda a Él, que ha tomado el cordero, la humanidad – a mí – sobre sus hombros,
para llevarme de nuevo a casa .
De
este modo, nos recuerda que, como Pastores a su servicio, también nosotros hemos de
llevar a los otros, cargándolos, por así decir, sobre nuestros hombros y llevarlos
a Cristo. Nos recuerda que podemos ser Pastores de su rebaño, que sigue siendo siempre
suyo, y no se convierte en el nuestro. Por fin, el Palio significa muy concretamente
también la comunión de los Pastores de la Iglesia con Pedro y con sus sucesores; significa
que tenemos que ser Pastores para la unidad y en la unidad, y que sólo en el unidad
de la cual Pedro es símbolo, guiamos realmente hacia Cristo.
Sesenta
años de ministerio sacerdotal. Queridos amigos, tal vez me he extendido demasiado
en los detalles. Pero en esta hora me he sentido impulsado a mirar a lo que ha caracterizado
estas décadas. Me he sentido impulsado a decirles – a todos los sacerdotes y Obispos,
así como también a los fieles de la Iglesia – una palabra de esperanza y ánimo; un
palabra, madurada en el experiencia, sobre el hecho de que el Señor es bueno. Pero,
sobre todo, este es un momento de gratitud: gratitud al Señor por la amistad que me
ha ofrecido y que quiere ofrecer a todos nosotros. Gratitud a las personas que me
han formado y acompañado. Y en todo ello se esconde la plegaria de que un día el Señor,
en su bondad, nos acoja y nos haga contemplar su alegría. Amén .