Benedicto XVI subraya el testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, de Juan
Pablo II que ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse
cristianos, y a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad
Domingo, 1 may (RV).- «¡Dichoso tú, amado Beato Juan Pablo II, porque has creído!
Te rogamos que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios». Fue
la emocionada invocación de Benedicto XVI, culminando su bellísima e intensa homilía,
de la Santa Misa en la que beatificó a su amado predecesor, haciendo resonar en la
abarrotada Plaza de San Pedro y en sus alrededores, veneración, cariño, devoción,
profunda gratitud y alegría.
Esa misma alegría que después de haber escuchado
en expectante y fervoroso silencio a Benedicto XVI, mientras pronunciaba la fórmula
de beatificación, estalló - como queriendo subir hasta el Cielo - materializándose
al unísono en una multitudinaria ovación. Pudimos ver a cientos de miles de personas,
según los primeros datos, más de un millón de fieles de tantas partes del mundo. Aplausos,
ruegos, lágrimas de fervor y de dicha, se alternaban o juntaban al mismo tiempo también
cuando el tapiz con la imagen del nuevo Beato Juan Pablo II - Karol Josef Wojtyla
- que reproduce una fotografía suya de 1995 - quedó descubierto, sonriendo a los fieles
y a todos los hombres de buena voluntad del mundo entero, que se unieron a este momento
- tan solemne y tan entrañablemente anhelado - a través de nuestra emisora y del
Centro Televisivo Vaticano en mundovisión.
Escuchemos el momento en que Benedicto
XVI pronunció la fórmula de la Beatificación, en latín:
Nos, vota
Fratris Nostri Augustini Cardinalis Vallini, Vicarii Nostri pro Romana Dioecesi, necnon
plurimorum aliorum Fratrum in Episcopatu multorumque christifidelium explentes,
de Congregationis de Causis Sanctorum consulto, Auctoritate Nostra Apostolica facult
atem facimus ut Venerabilis Servus Dei Ioannes Paulus II, papa, Beati nomine in posterum
appelletur eiusque festum die altera et vicesima Octobris in locis et modis iure statutis
quotannis celebrari possit. In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
Nos,
acogiendo el deseo de nuestro hermano Cardenal Agostino Vallini, Nuestro Vicario General
para la Diócesis de Roma, de muchos otros Hermanos en el Episcopado y de muchos fieles,
después de haber escuchado el parecer de la Congregación para las Causas de los Santos,
con Nuestra Autoridad Apostólica concedemos que el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo
II, Papa, de ahora en adelante pueda ser llamado Beato y que se pueda celebrar su
fiesta en los lugares y según las reglas establecidas por el derecho, cada año el
22 de octubre. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo
¡Llegó
el día tan esperado, Juan Pablo II es beato!, enfatizó luego en su homilía, Benedicto
XVI, empezando sus palabras con el recuerdo de los funerales que él, siendo entonces
decano del Colegio Cardenalicio, había presidido, el 8 de abril de 2005, cuando se
percibió intensamente el perfume de la santidad de Karol Wojtyla:
«Hace seis
años nos encontrábamos en esta Plaza para celebrar los funerales del Papa Juan Pablo
II. El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande todavía era el sentido de
una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo entero, gracia que era fruto de
toda la vida de mi amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el sufrimiento.
Ya en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el Pueblo de Dios manifestó
de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso, he querido que, respetando debidamente
la normativa de la Iglesia, la causa de su beatificación procediera con razonable
rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo
ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato».
El Papa dirigió un cordial saludo
a todos los que, en número tan grande, desde todo el mundo, llegaron a Roma, para
esta feliz circunstancia. Cardenales, patriarcas de las Iglesias católicas orientales,
obispos y sacerdotes, delegaciones oficiales, embajadores y autoridades, personas
consagradas y fieles laicos, y a todos los que se unieron a través de la radio y la
televisión.
Reiterando que éste es el segundo domingo de Pascua, que el beato
Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia y que por eso se eligió este día para
la celebración de hoy, porque su «Predecesor, gracias a un designio providencial,
entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de la vigilia de esta fiesta»,
Benedicto XVI añadió que «además, hoy es el primer día del mes de mayo, el mes de
María y es también la memoria de san José obrero».
«Dichosos los que crean
sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza:
la bienaventuranza de la fe, que nos concierne de modo particular, destacó el Santo
Padre:
«Porque estamos reunidos precisamente para celebrar una beatificación,
y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado
a confirmar en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa,
apostólica».
Benedicto XVI indicó también la bienaventuranza, que en el evangelio
precede a todas las demás. La de la Virgen María, la Madre del Redentor:
«La
bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la
beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo
la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y sostiene
continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a
ocupar la cátedra de Pedro. María no aparece en las narraciones de la resurrección
de Cristo, pero su presencia está como oculta en todas partes: ella es la Madre a
la que Jesús confió cada uno de los discípulos y toda la comunidad».
Recordando
el gozo inefable de la fe generada por la resurrección de Cristo, Benedicto XVI destacó
la vocación a la santidad, con especial referencia al beato Juan Pablo II:
«Queridos
hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual
de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre
se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años
de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la
vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia
Lumen gentium».
Todo el Pueblo de Dios –obispos, sacerdotes, diáconos, fieles
laicos, religiosos, religiosas- estamos en camino hacia la patria celestial, precedidos
por la Virgen María, asociada de modo perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia.
Karol Wojtyła, primero como obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia,
participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo
del Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen
y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera. Esta visión
teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que conservó y profundizó
durante toda su vida. Visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz,
y a sus pies María, su madre. Como dice el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó
sintetizada en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz
de oro, una «eme» abajo, a la derecha, y el lema:
«Totus tuus», que corresponde
a la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyła
encontró un principio fundamental para su vida: «Totus tuus ego sum et omnia mea tua
sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria -Soy todo tuyo y todo cuanto
tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera
devoción a la Santísima Virgen, n. 266).
Refiriéndose a la importante participación
del nuevo Beato en «el gran don del Concilio Vaticano II», Benedicto XVI señaló la
causa impulsada sin cesar por su Predecesor:
«¿Y cuál es esta «causa»? Es
la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro,
con las memorables palabras: «¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par
las puertas a Cristo!». Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo
lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas
políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía
de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de
amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de
la nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse
cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó
a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis
todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es Redemptor hominis,
Redentor del hombre: el tema de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las
demás». Una vez más, Benedicto XVI evocó el mensaje que impulsó el beato Juan Pablo
II:
«Karol Wojtyła subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión
sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre.
Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del
hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su
«timonel», el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo de
Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo él
pudo llamar «umbral de la esperanza».
El nuevo Papa Beato, a través del largo
camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al Cristianismo una renovada orientación
hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que
incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que en cierta manera se
le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para
el Cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en
la historia con un espíritu de «adviento», con una existencia personal y comunitaria
orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y
de paz. Benedicto XVI concluyó su homilía con especial gratitud a Dios por su vivencia
personal. Habiendo colaborado durante mucho tiempo con el beato Papa Juan Pablo II.
Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982, cuando
lo llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante
23 años pudo estar cerca de él y venerar cada vez más su persona:
«Su profundidad
espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su
oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con
Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio. Y después, su testimonio
en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía
siempre como una «roca», como Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la
íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un
mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo.
Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser
uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Eucaristía. ¡Dichoso
tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo
desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios ¡Cuantas veces nos has bendecido en esta plaza
desde el Palacio Apostólico! ¡Hoy te rogamos, Santo Padre, bendícenos! Amén.
HOMILÍA
COMPELTA
Queridos hermanos y hermanas. Hace
seis años nos encontrábamos en esta Plaza para celebrar los funerales del Papa Juan
Pablo II. El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande todavía era el sentido
de una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo entero, gracia que era fruto
de toda la vida de mi amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el sufrimiento.
Ya en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el Pueblo de Dios manifestó
de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso, he querido que, respetando debidamente
la normativa de la Iglesia, la causa de su beatificación procediera con razonable
rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo
ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato.
Deseo dirigir un cordial
saludo a todos los que, en número tan grande, desde todo el mundo, habéis venido a
Roma, para esta feliz circunstancia, a los señores cardenales, a los patriarcas de
las Iglesias católicas orientales, hermanos en el episcopado y el sacerdocio, delegaciones
oficiales, embajadores y autoridades, personas consagradas y fieles laicos, y lo extiendo
a todos los que se unen a nosotros a través de la radio y la televisión.
Éste
es el segundo domingo de Pascua, que el beato Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia.
Por eso se eligió este día para la celebración de hoy, porque mi Predecesor, gracias
a un designio providencial, entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de
la vigilia de esta fiesta. Además, hoy es el primer día del mes de mayo, el mes de
María; y es también la memoria de san José obrero. Estos elementos contribuyen a enriquecer
nuestra oración, nos ayudan a nosotros que todavía peregrinamos en el tiempo y el
espacio. En cambio, qué diferente es la fiesta en el Cielo entre los ángeles y santos.
Y, sin embargo, hay un solo Dios, y un Cristo Señor que, como un puente une la tierra
y el cielo, y nosotros nos sentimos en este momento más cerca que nunca, como participando
de la Liturgia celestial.
«Dichosos los que crean sin haber visto»
(Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza
de la fe. Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos precisamente
para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato,
un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es
beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica. E inmediatamente recordamos otra bienaventuranza:
«¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne
y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). ¿Qué es lo que el Padre
celestial reveló a Simón? Que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Por esta
fe Simón se convierte en «Pedro», la roca sobre la que Jesús edifica su Iglesia. La
bienaventuranza eterna de Juan Pablo II, que la Iglesia tiene el gozo de proclamar
hoy, está incluida en estas palabras de Cristo: «Dichoso, tú, Simón» y «Dichosos los
que crean sin haber visto». Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan
Pablo II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de Cristo.
Pero
nuestro pensamiento se dirige a otra bienaventuranza, que en el evangelio precede
a todas las demás. Es la de la Virgen María, la Madre del Redentor. A ella, que acababa
de concebir a Jesús en su seno, santa Isabel le dice: «Dichosa tú, que has creído,
porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). La bienaventuranza de
la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan
Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de
Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y sostiene continuamente la
fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a ocupar la cátedra
de Pedro. María no aparece en las narraciones de la resurrección de Cristo, pero su
presencia está como oculta en todas partes: ella es la Madre a la que Jesús confió
cada uno de los discípulos y toda la comunidad. De modo particular, notamos que la
presencia efectiva y materna de María ha sido registrada por san Juan y san Lucas
en los contextos que preceden a los del evangelio de hoy y de la primera lectura:
en la narración de la muerte de Jesús, donde María aparece al pie de la cruz (cf.
Jn 19, 25); y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, que la presentan en medio
de los discípulos reunidos en oración en el cenáculo (cf. Hch. 1, 14).
También
la segunda lectura de hoy nos habla de la fe, y es precisamente san Pedro quien escribe,
lleno de entusiasmo espiritual, indicando a los nuevos bautizados las razones de su
esperanza y su alegría. Me complace observar que en este pasaje, al comienzo de su
Primera carta, Pedro no se expresa en un modo exhortativo, sino indicativo; escribe,
en efecto: «Por ello os alegráis», y añade: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis;
no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando
así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación» (1 P 1, 6.8-9). Todo está en
indicativo porque hay una nueva realidad, generada por la resurrección de Cristo,
una realidad accesible a la fe. «Es el Señor quien lo ha hecho –dice el Salmo (118,
23)- ha sido un milagro patente», patente a los ojos de la fe.
Queridos
hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual
de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre
se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años
de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la
vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia
Lumen gentium. Todos los miembros del Pueblo de Dios –Obispos, sacerdotes, diáconos,
fieles laicos, religiosos, religiosas- estamos en camino hacia la patria celestial,
donde nos ha precedido la Virgen María, asociada de modo singular y perfecto
al misterio de Cristo y de la Iglesia. Karol Wojtyła, primero como Obispo Auxiliar
y después como Arzobispo de Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II
y sabía que dedicar a María el último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba
poner a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los cristianos
y para la Iglesia entera. Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió
de joven y que después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que
se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre.
Un icono que se encuentra en el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizado
en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de oro, una
«eme» abajo, a la derecha, y el lema: «Totus tuus», que corresponde a la célebre
expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyła encontró
un principio fundamental para su vida: «Totus tuus ego sum et omnia mea tua
sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria -Soy todo tuyo y todo cuanto
tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera
devoción a la Santísima Virgen, n. 266).
El nuevo Beato escribió en
su testamento: «Cuando, en el día 16 de octubre de 1978, el cónclave de los cardenales
escogió a Juan Pablo II, el primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszyński,
me dijo: “La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer
milenio”». Y añadía: «Deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo
por el gran don del Concilio Vaticano II, con respecto al cual, junto con la Iglesia
entera, y en especial con todo el Episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido
de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas
que este Concilio del siglo XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento
conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran patrimonio
a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo.
Por mi parte,
doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima
causa a lo largo de todos los años de mi pontificado». ¿Y cuál es esta «causa»? Es
la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro,
con las memorables palabras: «¡No temáis! !Abrid, más todavía, abrid de par en par
las puertas a Cristo!». Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo
lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas
políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía
de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de
amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de
la Nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse
cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó
a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis
todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es Redemptor hominis,
Redentor del hombre: el tema de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las
demás.
Karol Wojtyła subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda
reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en
el hombre. Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo
es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano
II y de su «timonel», el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al
Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente
a Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza». Sí, él, a través del largo camino
de preparación para el Gran Jubileo, dio al Cristianismo una renovada orientación
hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que
incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que en cierta manera se
le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para
el Cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en
la historia con un espíritu de «adviento», con una existencia personal y comunitaria
orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y
de paz..
Quisiera finalmente dar gracias también a Dios por la experiencia
personal que me concedió, de colaborar durante mucho tiempo con el beato Papa Juan
Pablo II. Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982,
cuando me llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
durante 23 años pude estar cerca de él y venerar cada vez más su persona. Su profundidad
espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su
oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con
Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio. Y después, su testimonio
en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía
siempre como una «roca», como Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la
íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un
mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo.
Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser
uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Eucaristía.¡Dichoso
tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo
desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios ¡Cuantas veces nos has bendecido en esta plaza
desde el Palacio Apostólico! ¡Hoy te rogamos, Santo Padre, bendícenos! Amén.