Vigilia Circo Massimo: el cardenal Vallini recuerda a Juan Pablo II como defensor
firme y creíble del hombre ante Estados e Instituciones internacionales que lo respetaban
y le rendían homenaje reconociéndolo como mensajero de justicia y paz
Sábado, 30 abr (RV).- Después de los testimonios del director de la oficina de prensa
de la Santa Sede durante el Pontificado de Juan Pablo II, de la religiosa Marie Simon-Pierre,
cuya curación milagrosa ha abierto el camino de la beatificación, y del cardenal Stanislaw
Dziwisz, comenzó la celebración del Santo Rosario con el Himno del beato Juan Pablo
II. “Abrid las puertas a Cristo”. El encargado de presidir el inicio del rezo del
Santo Rosario fue el cardenal vicario Agostino Vallini. Y tras la proyección del vídeo
realizado con imágenes de la homilía de Juan Pablo II el 22 de octubre de 1987 en
el comienzo de su Pontificado, el cardenal Vallini habló de este “testigo de la época
trágica de las grandes ideologías, de los regímenes totalitarios y de su ocaso”.
El
purpurado recordó como “Juan Pablo II intuyó con antelación el trabajoso pasaje, marcado
por tensiones y contradicciones, de la época moderna hacia una nueva fase de la
historia, mostrando una atención constante para que su protagonista fuese la persona
humana. Del hombre fue defensor firme y creíble ante los Estados e Instituciones internacionales
que lo respetaban y le rendían homenaje reconociéndolo como mensajero de justicia
y paz”.
En el mismo sentido el cardenal vicario subrayó que “de su vida, aprendemos,
en primer lugar, el testimonio de la fe: una fe arraigada y fuerte, libre de miedos
y de compromisos, coherente hasta el último aliento, forjada por las pruebas, la
fatiga y la enfermedad, cuya benéfica influencia se ha difundido en toda la Iglesia,
más aún, en todo el mundo; un testimonio acogido en todos los lugares, en sus viajes
apostólicos, por millones de hombres y mujeres de todas las razas y culturas”.
Otro
aspecto evidenciado por el cardenal fue la fuerza y el valor que proporcionaba el
sacrificio eucarístico a Juan Pablo II para su incansable actividad apostólica. “Cristo
era el principio, el centro y la cima de cada uno de sus días. Cristo era el sentido
y la finalidad de su acción; de Cristo sacaba energías y plenitud de humanidad”.
Para
el cardenal Vallini “el recuerdo del amado Pontífice, profeta de esperanza, no debe
significar para nosotros un regreso al pasado, sino que aprovechando su patrimonio
humano y espiritual, sea un impulso para mirar hacia adelante”.
No olvidó el
purpurado el extraordinario impulso por la humanidad de Juan Pablo II que amó a todos
los heridos por la vida – como llamaba a los pobres, enfermos, los sin nombre, los
excluidos a priori y sobre todo a los jóvenes. “Las convocaciones de las Jornadas
Mundiales de la Juventud – recordó el cardenal Vallini- tenían como fin que los jóvenes
fueran protagonistas de su futuro, convirtiéndose en constructores de la historia.
TEXTO
COMPLETO
¡Queridos hermanos y hermanas!.
La Providencia nos
da esta tarde la alegría de vivir una gran experiencia de gracia y de luz. Con esta
vigilia de oración mariana queremos prepararnos a la celebración de mañana, la solemne
beatificación del Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II. Seis años después de la
muerte de este gran Papa sigue siendo muy fuerte en la Iglesia y en el mundo el recuerdo
de quien fue durante 27 años Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. Sentimos
por el amado pontífice veneración, afecto, admiración y profunda gratitud.
De
su vida, aprendemos, en primer lugar, el testimonio de la fe: una fe arraigada y
fuerte, libre de miedos y de compromisos, coherente hasta el último aliento, forjada
por las pruebas, la fatiga y la enfermedad, cuya benéfica influencia se ha difundido
en toda la Iglesia, más aún, en todo el mundo; un testimonio acogido en todos los
lugares, en sus viajes apostólicos, por millones de hombres y mujeres de todas las
razas y culturas.
Vivió para Dios, se entregó por completo a Él para servir
a la Iglesia como una ofrenda sacrificial. Solía repetir esta invocación: “Jesús,
Pontífice, que te entregaste a Dios como ofrenda y víctima, ten misericordia de nosotros”.
Era su gran deseo ser cada vez más una sola cosa con Cristo Sacerdote mediante el
sacrificio eucarístico, que le daba fuerza y valor para su incansable actividad
apostólica. Cristo era el principio, el centro y la cima de cada uno de sus días.
Cristo era el sentido y la finalidad de su acción; de Cristo sacaba energías y plenitud
de humanidad. Así se explica la necesidad y el deseo que tenía de rezar: todos
los días dedicaba largas horas a la oración, y su trabajo estaba imbuido y atravesado
por la oración.
Gracias a esa fe, vivida hasta lo más profundo de su ser,
comprendemos el misterio del sufrimiento, que lo marcó desde joven y lo purificó
como el oro se prueba con el fuego (cf. 1 P 1, 7). Todos estábamos admirados por
la docilidad de espíritu con que afrontó la peregrinación de la enfermedad, hasta
la agonía y la muerte.
Testigo de la época trágica de las grandes ideologías,
de los regímenes totalitarios y de su ocaso, Juan Pablo II intuyó con antelación
el trabajoso pasaje, marcado por tensiones y contradicciones, de la época moderna
hacia una nueva fase de la historia, mostrando una atención constante para que su
protagonista fuese la persona humana. Del hombre fue defensor firme y creíble ante
los Estados e Instituciones internacionales que lo respetaban y le rendían homenaje
reconociéndolo como mensajero de justicia y paz.
Con la mirada fija en Cristo,
Redentor del hombre, ha creido en el hombre y le ha mostrado apertura, confianza,
cercanía. Ha amado al hombre y le ha impulsado a desarrollar dentro de sí el potencial
de la fe para vivir como una persona libre y cooperar en la realización de una humanidad
más justa y solidaria, como operador de paz y constructor de esperanza. Convencido
de que sólo la experiencia espiritual puede colmar al hombre, decía: “el destino de
cada hombre y de los pueblos están ligados a Cristo, único liberador y salvador”.
En
su primera encíclica escribió: “El hombre no puede vivir sin amor… Su vida está privada
de sentido si no se le revela el amor… Cristo Redentor… revela plenamente el hombre
al mismo hombre…”. Y la palabra vibrante con la que comenzó su pontificado: “¡No tengáis
miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! ... Cristo conoce lo que hay dentro
del hombre. ¡Sólo El lo conoce!” demuestra que para él el amor de Dios es inseparable
del amor por el hombre y por su salvación.
En su extraordinario impulso de
amor por la humanidad, ha amado, con un amor tierno, a todos los “heridos por la vida”
- como llamaba a los pobres, enfermos, los sin nombre, los excluidos a priori-, pero
con un amor muy singular ha amado a la gente joven. Las convocaciones de las Jornadas
Mundiales de la Juventud tenían como fin que los jóvenes fueran protagonistas de su
futuro, convirtiéndose en constructores de la historia. Los jóvenes –decía-, son la
riqueza de la Iglesia y de la sociedad. Y les invitaba a prepararse para las grandes
decisiones, a mirar hacia adelante con confianza, confiando en las propias capacidades
y siguiendo a Cristo y el Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas, todos conocemos
la singular devoción de Juan Pablo II a la Virgen. El lema del escudo de su pontificado,
Totus tuus, resume su vida totalmente orientada a Cristo por medio de María: “ad Iesum
de Mariam”. Como el discípulo Juan, el “discípulo amado”, bajo la cruz, a la hora
de la muerte del Redentor, acogió a María en su casa (Jn 19: 26-27), Juan Pablo II
quiso a María místicamente siempre a su lado, haciéndola partícipe de su vida y de
su ministerio y se sintió acogido y amado por Ella.
El recuerdo del amado Pontífice,
profeta de esperanza, no debe significar para nosotros un regreso al pasado, sino
que aprovechando su patrimonio humano y espiritual, sea un impulso para mirar hacia
adelante. Resuenan en nuestro corazón esta noche las palabras que escribió en su Carta
apostólica “Novo millennio ineunte”, al final del Gran Jubileo del Año 2000: “¡Caminemos
con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en
el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, … realiza
también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verla y, sobre todo, tener un gran
corazón para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos”.
La Virgen María,
Madre de la Iglesia, que ahora invocamos con la oración del Rosario, que tanto le
gustaba a Juan Pablo II, nos ayude a ser en todas las circunstancias, testigos de
Cristo y anunciadores del amor de Dios en el mundo. Amén.