La resurrección de Cristo ha cambiado el mundo: Benedicto XVI Preside la Vigilia Pascual
del Sábado Santo
La resurrección de Cristo ha cambiado el mundo: Benedicto XVI Preside la Vigilia Pascual
del Sábado Santo
Este Sábado Santo el Santo Padre Benedicto XVI celebró a la
Vigilia Pascual, al Sábado de Gloria con el tradicional rito de la bendición del fuego,
la procesión la liturgia de la palabra, la bautismal y la eucarística, para recordar
que bajando a los abismos del infierno, Cristo, al tercer día resucitó.
el
Obispo de Roma, administrará los sacramentos del Bautismo, Primera Comunión y Confirmación
a seis neófitos, procedentes en esta ocasión de Suiza, Albania, Rusia, Perú, Singapur
y China.
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI VIGILIA PASCUAL Basílica
de San Pedro, 23 de abril de 2011
Queridos hermanos y hermanas: Dos grandes
signos caracterizan la celebración litúrgica de la Vigilia pascual. En primer lugar,
el fuego que se hace luz. La luz del cirio pascual, que en la procesión a través de
la iglesia envuelta en la oscuridad de la noche se propaga en una multitud de luces,
nos habla de Cristo como verdadero lucero matutino, que no conoce ocaso, nos habla
del Resucitado en el que la luz ha vencido a las tinieblas. El segundo signo es el
agua. Nos recuerda, por una parte, las aguas del Mar Rojo, la profundidad y la muerte,
el misterio de la Cruz. Pero se presenta después como agua de manantial, como elemento
que da vida en la aridez. Se hace así imagen del Sacramento del Bautismo, que nos
hace partícipes de la muerte y resurrección de Jesucristo. Sin embargo, no sólo
forman parte de la liturgia de la Vigilia Pascual los grandes signos de la creación,
como la luz y el agua. Característica esencial de la Vigilia es también el que ésta
nos conduce a un encuentro profundo con la palabra de la Sagrada Escritura. Antes
de la reforma litúrgica había doce lecturas veterotestamentarias y dos neotestamentarias.
Las del Nuevo Testamento han permanecido. El número de las lecturas del Antiguo Testamento
se ha fijado en siete, pero, de según las circunstancias locales, pueden reducirse
a tres. La Iglesia quiere llevarnos, a través de una gran visión panorámica por el
camino de la historia de la salvación, desde la creación, pasando por la elección
y la liberación de Israel, hasta el testimonio de los profetas, con el que toda esta
historia se orienta cada vez más claramente hacia Jesucristo. En la tradición litúrgica,
todas estas lecturas eran llamadas profecías. Aun cuando no son directamente anuncios
de acontecimientos futuros, tienen un carácter profético, nos muestran el fundamento
íntimo y la orientación de la historia. Permiten que la creación y la historia transparenten
lo esencial. Así, nos toman de la mano y nos conducen hacía Cristo, nos muestran la
verdadera Luz. En la Vigilia Pascual, el camino a través de los sendas de la Sagrada
Escritura comienzan con el relato de la creación. De esta manera, la liturgia nos
indica que también el relato de la creación es una profecía. No es una información
sobre el desarrollo exterior del devenir del cosmos y del hombre. Los Padres de la
Iglesia eran bien concientes de ello. No entendian dicho relato como una narración
del desarrollo del origen de las cosas, sino como una referencia a lo esencial, al
verdadero principio y fin de nuestro ser. Podemos preguntarnos ahora: Pero, ¿es verdaderamente
importante en la Vigilia Pascual hablar también de la creación? ¿No se podría empezar
por los acontecimientos en los que Dios llama al hombre, forma un pueblo y crea su
historia con los hombres sobre la tierra? La respuesta debe ser: no. Omitir la creación
significaría malinterpretar la historia misma de Dios con los hombres, disminuirla,
no ver su verdadero orden de grandeza. La historia que Dios ha fundado abarca incluso
los orígenes, hasta la creación. Nuestra profesión de fe comienza con estas palabras:
“Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra”. Si omitimos
este comienzo del Credo, toda la historia de la salvación queda demasiado reducida
y estrecha. La Iglesia no es una asociación cualquiera que se ocupa de las necesidades
religiosas de los hombres y, por eso mismo, no limita su cometido sólo a dicha asociación.
No, ella conduce al hombre al encuentro con Dios y, por tanto, con el principio de
todas las cosas. Dios se nos muestra como Creador, y por esto tenemos una responsabilidad
con la creación. Nuestra responsabilidad llega hasta la creación, porque ésta proviene
del Creador. Puesto que Dios ha creado todo, puede darnos vida y guiar nuestra vida.
La vida en la fe de la Iglesia no abraza solamente un ámbito de sensaciones o sentimientos
o quizás de obligaciones morales. Abraza al hombre en su totalidad, desde su principio
y en la perspectiva de la eternidad. Puesto que la creación pertenece a Dios, podemos
confiar plenamente en Él. Y porque Él es Creador, puede darnos la vida eterna. La
alegría por la creación, la gratitud por la creación y la responsabilidad respecto
a ella van juntas. El mensaje central del relato de la creación se puede precisar
todavía más. San Juan, en las primeras palabras de su Evangelio, ha sintetizado el
significado esencial de dicho relato con una sola frase: “En el principio existía
el Verbo”. En efecto, el relato de la creación que hemos escuchado antes se caracteriza
por la expresión que aparece con frecuencia: “Dijo Dios…”. El mundo es un producto
de la Palabra, del Logos, como dice Juan utilizando un vocablo central de la lengua
griega. “Logos” significa “razón”, “sentido”, “palabra”. No es solamente razón, sino
Razón creadora que habla y se comunica a sí misma. Razón que es sentido y ella misma
crea sentido. El relato de la creación nos dice, por tanto, que el mundo es un producto
de la Razón creadora. Y con eso nos dice que en el origen de todas las cosas estaba
no lo que carece de razón o libertad, sino que el principio de todas las cosas es
la Razón creadora, es el amor, es la libertad. Nos encontramos aquí frente a la alternativa
última que está en juego en la discusión entre fe e incredulidad: ¿Es la irracionalidad,
la falta de libertad y la casualidad el principio de todo, o el principio del ser
es más bien razón, libertad, amor? ¿Corresponde el primado a la irracionalidad o a
la razón? En último término, ésta es la pregunta crucial. Como creyentes respondemos
con el relato de la creación y con Juan: en el origen está la razón. En el origen
está la libertad. Por esto es bueno ser una persona humana. No es que en el universo
en expansión, al final, en un pequeño ángulo cualquiera del cosmos se formara por
casualidad una especie de ser viviente, capaz de razonar y de tratar de encontrar
en la creación una razón o dársela. Si el hombre fuese solamente un producto casual
de la evolución en algún lugar al margen del universo, su vida estaría privada de
sentido o sería incluso una molestia de la naturaleza. Pero no es así: la Razón estaba
en el principio, la Razón creadora, divina. Y puesto que es Razón, ha creado también
la libertad; y como de la libertad se puede hacer un uso inadecuado, existe también
aquello que es contrario a la creación. Por eso, una gruesa línea oscura se extiende,
por decirlo así, a través de la estructura del universo y a través de la naturaleza
humana. Pero no obstante esta contradicción, la creación como tal sigue siendo buena,
la vida sigue siendo buena, porque en el origen está la Razón buena, el amor creador
de Dios. Por eso el mundo puede ser salvado. Por eso podemos y debemos ponernos de
parte de la razón, de la libertad y del amor; de parte de Dios que nos ama tanto que
ha sufrido por nosotros, para que de su muerte surgiera una vida nueva, definitiva,
saludable. El relato veterotestamentario de la creación, que hemos escuchado, indica
claramente este orden de la realidad. Pero nos permite dar un paso más. Ha estructurado
el proceso de la creación en el marco de una semana que se dirige hacia el Sábado,
encontrando en él su plenitud. Para Israel, el Sábado era el día en que todos podían
participar del reposo de Dios, en que los hombres y animales, amos y esclavos, grandes
y pequeños se unían a la libertad de Dios. Así, el Sábado era expresión de la alianza
entre Dios y el hombre y la creación. De este modo, la comunión entre Dios y el hombre
no aparece como algo añadido, instaurado posteriormente en un mundo cuya creación
ya había terminado. La alianza, la comunión entre Dios y el hombre, está ya prefigurada
en lo más profundo de la creación. Sí, la alianza es la razón intrínseca de la creación
así como la creación es el presupuesto exterior de la alianza. Dios ha hecho el mundo
para que exista un lugar donde pueda comunicar su amor y desde el que la respuesta
de amor regrese a Él. Ante Dios, el corazón del hombre que le responde es más grande
y más importante que todo el inmenso cosmos material, el cual nos deja, ciertamente,
vislumbrar algo de la grandeza de Dios. En Pascua, y partiendo de la experiencia
pascual de los cristianos, debemos dar aún un paso más. El Sábado es el séptimo día
de la semana. Después de seis días, en los que el hombre participa en cierto modo
del trabajo de la creación de Dios, el Sábado es el día del descanso. Pero en la Iglesia
naciente sucedió algo inaudito: El Sábado, el séptimo día, es sustituido ahora por
el primer día. Como día de la asamblea litúrgica, es el día del encuentro con Dios
mediante Jesucristo, el cual en el primer día, el Domingo, se encontró con los suyos
como Resucitado, después de que hallaran vacío el sepulcro. La estructura de la semana
se ha invertido. Ya no se dirige hacia el séptimo día, para participar en él del reposo
de Dios. Inicia con el primer día como día del encuentro con el Resucitado. Este encuentro
ocurre siempre nuevamente en la celebración de la Eucaristía, donde el Señor se presenta
de nuevo en medio de los suyos y se les entrega, se deja, por así decir, tocar por
ellos, se sienta a la mesa con ellos. Este cambio es un hecho extraordinario, si se
considera que el Sábado, el séptimo día como día del encuentro con Dios, está profundamente
enraizado en el Antiguo Testamento. El dramatismo de dicho cambio resulta aún más
claro si tenemos presente hasta qué punto el proceso del trabajo hacia el día de descanso
se corresponde también con una lógica natural. Este proceso revolucionario, que se
ha verificado inmediatamente al comienzo del desarrollo de la Iglesia, sólo se explica
por el hecho de que en dicho día había sucedido algo inaudito. El primer día de la
semana era el tercer día después de la muerte de Jesús. Era el día en que Él se había
mostrado a los suyos como el Resucitado. Este encuentro, en efecto, tenía en sí algo
de extraordinario. El mundo había cambiado. Aquel que había muerto vivía de una vida
que ya no estaba amenazada por muerte alguna. Se había inaugurado una nueva forma
de vida, una nueva dimensión de la creación. El primer día, según el relato del Génesis,
es el día en que comienza la creación. Ahora, se ha convertido de un modo nuevo en
el día de la creación, se ha convertido en el día de la nueva creación. Nosotros celebramos
el primer día. Con ello celebramos a Dios, el Creador, y a su creación. Sí, creo en
Dios, Creador del cielo y de la tierra. Y celebramos al Dios que se ha hecho hombre,
que padeció, murió, fue sepultado y resucitó. Celebramos la victoria definitiva del
Creador y de su creación. Celebramos este día como origen y, al mismo tiempo, como
meta de nuestra vida. Lo celebramos porque ahora, gracias al Resucitado, se manifiesta
definitivamente que la razón es más fuerte que la irracionalidad, la verdad más fuerte
que la mentira, el amor más fuerte que la muerte. Celebramos el primer día, porque
sabemos que la línea oscura que atraviesa la creación no permanece para siempre. Lo
celebramos porque sabemos que ahora vale definitivamente lo que se dice al final del
relato de la creación: “Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno” (Gen 1,
31). Amén /Fine