2011-01-25 18:37:24

Benedicto XVI subraya que la búsqueda del restablecimiento de la unidad de los cristianos debe ser un “imperativo moral” y no un simple reconocimiento de las recíprocas diferencias y lograr la convivencia pacífica


Martes, 25 ene (RV).- “La búsqueda del restablecimiento de la unidad entre los cristianos divididos no puede reducirse a un reconocimiento de las recíprocas diferencias y a la consecución de una pacífica convivencia”. Benedicto XVI subrayó esta tarde la necesidad de contemplar el camino hacia la unidad como un imperativo moral, la respuesta a una precisa llamada del Señor. Y por ello “es necesario vencer la tentación de la resignación y del pesimismo” y “proseguir con pasión el camino hacia esta meta con un diálogo serio y riguroso para profundizar en el común patrimonio teológico, litúrgico y espiritual, con el recíproco conocimiento, con la formación ecuménica de las nuevas generaciones y, sobre todo, con la conversión del corazón y con la oración”.

Benedicto XVI presidió a las 5 y media en la Basílica de San Pablo Extramuros la celebración de las Segundas Vísperas en la fiesta de la Conversión de San Pablo Apóstol, con la que finaliza la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. En su homilía el Papa recordó que el “santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de una sola y única Iglesia de Cristo, supera las fuerzas y las dotes humanas” y, por ello, nuestra esperanza debe ser correspondida en primer lugar “en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del padre por nosotros y en la potencia del Espíritu Santo”.

Participaron en la solemne celebración los representantes de las demás Iglesias y Comunidades eclesiales presentes en Roma; así como el clero y los fieles diocesanos.

HOMILÍA COMPLETA
Queridos hermanos y hermanas,
 
Siguiendo el ejemplo de Jesús, que en la vigilia de su pasión ora a su Padre por sus discípulos “para que todos sean uno” (Jn17,21), los cristianos continúan incesantemente invocando de Dios el don de la unidad. Esta petición se hace cada vez más intensa durante la Semana de Oración, que hoy se concluye, cuando las Iglesias y Comunidades eclesiales meditan y rezan juntas por la unidad de todos los cristianos. Este año, el tema ofrecido para nuestra meditación ha sido propuesto por las comunidades cristianas de Jerusalén, a las cuales quisiera expresar mi más vivo agradecimiento, asegurándoles, además, el afecto y la oración tanto de mi parte como de toda la Iglesia. Los cristianos de la Ciudad Santa nos invitan a renovar y a reforzar nuestro compromiso por el restablecimiento de la plena unidad meditando sobre el modelo de vida de los primeros discípulos de Cristo reunidos en Jerusalén: Todos -leemos en los Hechos de los Apóstoles- acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones (Hch 2,42). Es este el retrato de la primera comunidad, nacida en Jerusalén el mismo día de Pentecostés, suscitada por la predicación que el apóstol Pedro, lleno del Espíritu Santo, dirige a todos aquellos que habían llegado a la Ciudad Santa para la fiesta. Una comunidad que no estaba encerrada en sí misma, sino, desde su nacimiento, católica, universal, capaz de abrazar gente de idiomas y de culturas diversas, como el mismo libro de los hechos de los Apóstoles nos testimonia. Una comunidad, no fundada sobre un pacto entre sus miembros, ni del simple compartir de un proyecto o de un ideal, sino de la comunión profunda con Dios, que se ha revelado en su Hijo, desde el encuentro con el Cristo muerto y resucitado.
 
En un breve resumen, que concluye el capitulo iniciado con la narración del descenso del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, el evangelista Lucas presenta sintéticamente la vida de esta primera comunidad: cuantos habían acogido la palabra predicada de Pedro y habían sido bautizados, escuchaban la palabra de Dios, transmitida por los apóstoles; estaban voluntariamente juntos, haciéndose cargo de los servicios necesarios y compartiendo libre y generosamente los bienes materiales; celebraban el sacrificio de Cristo sobre la Cruz, su misterio de muerte y resurrección, en la Eucaristía, repitiendo el gesto de partir el pan; alababan y agradecían continuamente el Señor, invocando su ayuda en la dificultad. Esta descripción, sin embargo, no es simplemente un recuerdo del pasado y mucho menos la presentación de un ejemplo a imitar o de una meta ideal que cumplir. Esta es más bien una afirmación de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. Es una confirmación, plena de confianza, de que el Espíritu Santo, uniendo a todos en Cristo, es el principio de la unidad de la Iglesia y hace de los creyentes uno solo.
 
La enseñanza de los apóstoles, la comunión fraterna, la fracción del pan y la oración son las formas concretas de vida de la primera comunidad cristiana de Jerusalén reunida por la acción del Espíritu Santo, pero al mismo tiempo, constituyen los rasgos esenciales de todas las comunidades cristiana de cada tiempo y de cada lugar. En otros términos, podríamos decir que estos representan también las dimensiones fundamentales de la unidad del Cuerpo visible de la Iglesia.
 
Debemos estar agradecidos porque, en el transcurso de los últimos decenios, el movimiento ecuménico, “surgido por el impulso de la gracia del Espíritu Santo” (Unitatis redintegratio, 1), ha hecho significativos pasos hacia adelante, que han hecho posible alcanzar prometedoras convergencias y consensos sobre variados puntos, así como de colaboración concreta frente a los desafíos del mundo contemporáneo. No obstante, sabemos bien que estamos todavía lejos de esa unidad por la cual Cristo ha rezado y que encontramos reflejada en el retrato de la primera comunidad de Jerusalén. La unidad a la cual Cristo, mediante su Espíritu, llama a la Iglesia, no se realiza sólo sobre el plano de las estructuras organizativas, sino que se configura, a un nivel mucho más profundo, como unidad expresada “en la confesión de una sola fe, en la común celebración del culto divino y en la fraterna concordia de la familia de Dios” (ibid., 2). La búsqueda del restablecimiento de la unidad entre los cristianos divididos no puede, por lo tanto, reducirse a un reconocimiento de las recíprocas diferencias y a la consecución de una pacífica convivencia: lo que anhelamos es aquella unidad por la que Cristo mismo ha rezado y que por su naturaleza se manifiesta en la comunión de la fe, de los sacramentos, del ministerio. El camino hacia esta unidad debe ser visto como un imperativo moral, respuesta a una precisa llamada del Señor. Por ello, es necesario vencer la tentación de la resignación y del pesimismo, que es falta de confianza en la potencia del Espíritu Santo. Nuestro deber es proseguir con pasión el camino hacia esta meta con un diálogo serio y riguroso para profundizar en el común patrimonio teológico, litúrgico y espiritual, con el recíproco conocimiento, con la formación ecuménica de las nuevas generaciones y, sobre todo, con la conversión del corazón y con la oración. De hecho, como ha declarado el Concilio Vaticano II, el “santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de una sola y única Iglesia de Cristo, supera las fuerzas y las dotes humanas” y, por ello, nuestra esperanza debe ser correspondida en primer lugar “en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del padre por nosotros y en la potencia del Espíritu Santo” (ibid., 24).
 
En este camino de búsqueda de la plena unidad visible entre todos los cristianos nos acompaña y nos sostiene el apóstol Pablo, del cual, hoy, celebramos solemnemente la Fiesta de la Conversión. Él, antes que le apareciera el Resucitado sobre el camino de Damasco diciéndole: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch 9,5), era uno de los más encarnizados adversarios de las primeras comunidades cristianas. El evangelista Lucas coloca a Saulo entre aquellos que aprobaron el asesinato de Esteban, en los días en que estalló una violenta persecución de cristianos de Jerusalén. Desde la Ciudad Santa, Saulo partió para extender la persecución de los cristianos hasta Siria y, después de su conversión, regresó para ser presentado a los Apóstoles por Bernabé, quien se hizo garante de la autenticidad de su encuentro con el Señor. Desde entonces Pablo fue admitido, no sólo como miembro de la Iglesia, sino también como predicador del Evangelio junto a los demás apóstoles, habiendo recibido como ellos, la manifestación del Señor Resucitado y la llamada especial a ser “instrumento elegido” para llevar su nombre a los pueblos. En sus largos viajes misioneros Pablo, peregrinando por ciudades y regiones diversas, no olvidó nunca la relación de comunión con la Iglesia de Jerusalén. La colecta en favor de los cristianos de aquella comunidad, los cuales, muy pronto, tuvieron necesidad de ser ayudados, ocupó un lugar importante en las preocupaciones de Pablo, que la consideraba no sólo una obra de caridad, sino el signo y la garantía de la unidad y de la comunión entre las Iglesias por él fundadas y aquella primitiva Comunidad de la Ciudad Santa.
 
En este clima de intensa oración, deseo dirigir mi cordial saludo a todos los presentes: al cardenal Francesco Monterisi, arcipreste di esta basílica, al cardenal Kurt Koch, presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, y a los demás cardenales, a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, al Abad y a los monjes benedictinos de esta antigua comunidad, a los religiosos y a las religiosas, a los laicos que representan a toda la comunidad diocesana de Roma. De modo especial quisiera saludar a los hermanos y las hermanas de las otras iglesias y comunidades eclesiales que están aquí representadas esta tarde. Entre ellas, particularmente, me gustaría dirigir un saludo a los miembros de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la iglesia católica y las antiguas iglesias orientales, cuya reunión tendrá lugar aquí en Roma en los próximos días. Confiemos al Señor el éxito de este encuentro para que pueda representar un paso más hacia la tan esperada unidad.
 
Queridos hermanos y hermanas, confiados en la intercesión de la Virgen maría, madre de Cristo y madre de la Iglesia, invoquemos, entonces, el don de la unidad. Unidos a María, que el día de Pentecostés estaba presente en el Cenáculo junto a los Apóstoles, nos dirigimos a Dios, fuente de todo don para que se renueve por nosotros hoy, el milagro del Pentecostés y, guiados por el Espíritu Santo, todos los cristianos restablezcan la plena unidad en Cristo. Amén 







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