Misa del Gallo: Benedicto XVI centra su homilía en la alegría del nacimiento del Niño
y en la oración al Señor para que cumpla su promesa y “quiebre las varas de los opresores,
queme las botas resonantes, y haga que termine el tiempo de las túnicas ensangrentadas”
Viernes, 24 dic (RV).- En la solemnidad de la Navidad del Señor, Benedicto XVI presidió
esta noche, a las 10, en la basílica de san Pedro la Santa Misa de medianoche, la
Misa del Gallo, que has dio retransmitida a más de 60 países por mundo-visión.
EL
Santo Padre ha centrado su homilía en un niño, que es verdaderamente el Emmanuel,
el Dios-con-nosotros y cuyo “reino se extiende realmente hasta los confines de la
tierra. En la magnitud universal de la santa Eucaristía, Él ha hecho surgir realmente
islas de paz”.
“En cualquier lugar que se celebra –ha añadido el Papa- hay
una isla de paz, de esa paz que es propia de Dios. Este niño ha encendido en los hombres
la luz de la bondad y les ha dado la fuerza de resistir a la tiranía del poder. Él
construye su reino desde dentro, partiendo del corazón, en cada generación. Pero también
es cierto que no se ha roto la «vara del opresor». También hoy siguen marchando con
estruendo las botas de los soldados y todavía hoy, una y otra vez, queda la «túnica
empapada de sangre» (Is 9,3s). Así, forma parte de esta noche la alegría por la cercanía
de Dios. Damos gracias porque el Dios niño se pone en nuestras manos, mendiga, por
decirlo así, nuestro amor, infunde su paz en nuestro corazón. Esta alegría, sin embargo,
es también una oración: Señor, cumple por entero tu promesa. Quiebra las varas de
los opresores. Quema las botas resonantes. Haz que termine el tiempo de las túnicas
ensangrentadas. Cumple la promesa: «La paz no tendrá fin» (Is 9,6). Te damos gracias
por tu bondad, pero también te pedimos: Muestra tu poder. Erige en el mundo el dominio
de tu verdad, de tu amor; el «reino de justicia, de amor y de paz»”.
El Papa
ha explicado además el significado de la palabra primogénito en este contexto, como
el que “pertenece a Dios de modo particular; el que está destinado al sacrificio”.
“El destino del primogénito –ha dicho el Pontífice- se cumple de modo único en el
sacrificio de Jesús en la cruz. Él ofrece en sí mismo la humanidad a Dios, y une al
hombre y a Dios de tal modo que Dios sea todo en todos”.
Benedicto XVI ha invocado
de Jesús, quien quiso nacer como el primero de muchos hermanos, la verdadera hermandad.
“Ayúdanos – ha proseguido- para que nos parezcamos a ti. Ayúdanos a reconocer tu rostro
en el otro que me necesita, en los que sufren o están desamparados, en todos los hombres,
y a vivir junto a ti como hermanos y hermanas, para convertirnos en una familia, tu
familia”.
Profundizando en el Evangelio de Navidad, el Papa ha hablado también
del mensaje de los ángeles en la Noche Santa y como éste habla también de los hombres:
«Paz a los hombres que Dios ama». “La traducción latina de estas palabras, que usamos
en la liturgia y que se remonta a Jerónimo, -ha explicado el Santo Padre- suena de
otra manera: «Paz a los hombres de buena voluntad».
“La expresión «hombres
de buena voluntad» ha entrado en el vocabulario de la Iglesia de un modo particular
precisamente en los últimos decenios. Pero, ¿cuál es la traducción correcta? Debemos
leer ambos textos juntos; sólo así entenderemos la palabra de los ángeles del modo
justo. Sería equivocada una interpretación que reconociera solamente el obrar exclusivo
de Dios, como si Él no hubiera llamado al hombre a una libre respuesta de amor. Pero
sería también errónea una interpretación moralizadora, según la cual, por decirlo
así, el hombre podría con su buena voluntad redimirse a sí mismo. Ambas cosas van
juntas: gracia y libertad; el amor de Dios, que nos precede, y sin el cual no podríamos
amarlo, y nuestra respuesta, que Él espera y que incluso nos ruega en el nacimiento
de su Hijo. El entramado de gracia y libertad, de llamada y respuesta, no lo podemos
dividir en partes separadas una de otra. Las dos están indisolublemente entretejidas
entre sí. Así, esta palabra es promesa y llamada a la vez. Dios nos ha precedido con
el don de su Hijo. Una y otra vez, nos precede de manera inesperada. No deja de buscarnos,
de levantarnos cada vez que lo necesitamos. No abandona a la oveja extraviada en el
desierto en que se ha perdido. Dios no se deja confundir por nuestro pecado. Él siempre
vuelve a comenzar con nosotros. No obstante, espera que amemos con Él. Él nos ama
para que nosotros podamos convertirnos en personas que aman junto con Él y así haya
paz en la tierra”.
HOMILÍA COMPLETA
Queridos hermanos
y hermanas
«Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy». La Iglesia comienza
la liturgia del Noche Santa con estas palabras del Salmo segundo. Ella sabe que estas
palabras pertenecían originariamente al rito de la coronación de los reyes de Israel.
El rey, que de por sí es un ser humano como los demás hombres, se convierte en «hijo
de Dios» mediante la llamada y la toma de posesión de su cargo: es una especie de
adopción por parte de Dios, un acto de decisión, por el que confiere a ese hombre
una nueva existencia, lo atrae en su propio ser. La lectura tomada del profeta Isaías,
que acabamos de escuchar, presenta de manera todavía más clara el mismo proceso en
una situación de turbación y amenaza para Israel: «Un hijo se nos ha dado: lleva sobre
sus hombros el principado» (9,5). La toma de posesión de la función de rey es como
un nuevo nacimiento. Precisamente como recién nacido por decisión personal de Dios,
como niño procedente de Dios, el rey constituye una esperanza. El futuro recae sobre
sus hombros. Él es el portador de la promesa de paz. En la noche de Belén, esta palabra
profética se ha hecho realidad de un modo que habría sido todavía inimaginable en
tiempos de Isaías. Sí, ahora es realmente un niño el que lleva sobre sus hombros el
poder. En Él aparece la nueva realeza que Dios establece en el mundo. Este niño ha
nacido realmente de Dios. Es la Palabra eterna de Dios, que une la humanidad y la
divinidad. Para este niño valen los títulos de dignidad que el cántico de coronación
de Isaías le atribuye: Consejero admirable, Dios poderoso, Padre por siempre, Príncipe
de la paz (9,5). Sí, este rey no necesita consejeros provenientes de los sabios del
mundo. Él lleva en sí mismo la sabiduría y el consejo de Dios. Precisamente en la
debilidad como niño Él es el Dios fuerte, y nos muestra así, frente a los poderes
presuntuosos del mundo, la fortaleza propia de Dios.
A decir verdad,
las palabras del rito de coronación en Israel eran siempre sólo ritos de esperanza,
que preveían a lo lejos un futuro que sería otorgado por Dios. Ninguno de los reyes
saludados de este modo se correspondía con lo sublime de dichas palabras. En ellos,
todas las palabras sobre la filiación de Dios, sobre su designación como heredero
de las naciones, sobre el dominio de las tierras lejanas (Sal 2,8), quedaron sólo
como referencia a un futuro; casi como carteles que señalan la esperanza, indicaciones
que guían hacia un futuro, que en aquel entonces era todavía inconcebible. Por eso,
el cumplimiento de la palabra que da comienzo en la noche de Belén es a la vez inmensamente
más grande y —desde el punto de vista del mundo— más humilde que lo que la palabra
profética permitía intuir. Es más grande, porque este niño es realmente Hijo de Dios,
verdaderamente «Dios de Dios, Luz de Luz, engendrado, no creado, de la misma naturaleza
del Padre». Ha quedado superada la distancia infinita entre Dios y el hombre. Dios
no solamente se ha inclinado hacia abajo, como dicen los Salmos; Él ha «descendido»
realmente, ha entrado en el mundo, haciéndose uno de nosotros para atraernos a todos
a sí. Este niño es verdaderamente el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Su reino se extiende
realmente hasta los confines de la tierra. En la magnitud universal de la santa Eucaristía,
Él ha hecho surgir realmente islas de paz. En cualquier lugar que se celebra hay una
isla de paz, de esa paz que es propia de Dios. Este niño ha encendido en los hombres
la luz de la bondad y les ha dado la fuerza de resistir a la tiranía del poder. Él
construye su reino desde dentro, partiendo del corazón, en cada generación. Pero también
es cierto que no se ha roto la «vara del opresor». También hoy siguen marchando con
estruendo las botas de los soldados y todavía hoy, una y otra vez, queda la «túnica
empapada de sangre» (Is 9,3s). Así, forma parte de esta noche la alegría por la cercanía
de Dios. Damos gracias porque el Dios niño se pone en nuestras manos, mendiga, por
decirlo así, nuestro amor, infunde su paz en nuestro corazón. Esta alegría, sin embargo,
es también una oración: Señor, cumple por entero tu promesa. Quiebra las varas de
los opresores. Quema las botas resonantes. Haz que termine el tiempo de las túnicas
ensangrentadas. Cumple la promesa: «La paz no tendrá fin» (Is 9,6). Te damos gracias
por tu bondad, pero también te pedimos: Muestra tu poder. Erige en el mundo el dominio
de tu verdad, de tu amor; el «reino de justicia, de amor y de paz».
«María
dio a la luz a su hijo primogénito» (Lc 2,7). San Lucas describe con esta frase, sin
énfasis alguno, el gran acontecimiento que habían vislumbrado con antelación las palabras
proféticas en la historia de Israel. Designa al niño como «primogénito». En el lenguaje
que se había ido formando en la Sagrada Escritura de la Antigua Alianza, «primogénito»
no significa el primero de otros hijos. «Primogénito» es un título de honor, independientemente
de que después sigan o no otros hermanos y hermanas. Así, en el Libro del Éxodo (Ex
4,22), Dios llama a Israel «mi hijo primogénito», expresando de este modo su elección,
su dignidad única, el amor particular de Dios Padre. La Iglesia naciente sabía que
esta palabra había recibido una nueva profundidad en Jesús; que en Él se resumen las
promesas hechas a Israel. Así, la Carta a los Hebreos llama a Jesús simplemente «el
primogénito», para identificarlo como el Hijo que Dios envía al mundo después de los
preparativos en el Antiguo Testamento (cf. Hb 1,5-7). El primogénito pertenece de
modo particular a Dios, y por eso —como en muchas religiones— debía ser entregado
de manera especial a Dios y ser rescatado mediante un sacrificio sustitutivo, como
relata san Lucas en el episodio de la presentación de Jesús en templo. El primogénito
pertenece a Dios de modo particular; está destinado al sacrificio, por decirlo así.
El destino del primogénito se cumple de modo único en el sacrificio de Jesús en la
cruz. Él ofrece en sí mismo la humanidad a Dios, y une al hombre y a Dios de tal modo
que Dios sea todo en todos. Pablo ha ampliado y profundizado la idea de Jesús como
primogénito en las Cartas a los Colosenses y a los Efesios: Jesús, nos dicen estas
Cartas, es el Primogénito de la creación: el verdadero arquetipo del hombre, según
el cual Dios ha formado la criatura hombre. El hombre puede ser imagen de Dios, porque
Jesús es Dios y Hombre, la verdadera imagen de Dios y el Hombre. Él es el primogénito
de los muertos, nos dicen además estas Cartas. En la Resurrección, Él ha desfondado
el muro de la muerte para todos nosotros. Ha abierto al hombre la dimensión de la
vida eterna en la comunión con Dios. Finalmente, se nos dice: Él es el primogénito
de muchos hermanos. Sí, con todo, Él es ahora el primero de más hermanos, es decir,
el primero que inaugura para nosotros el estar en comunión con Dios. Crea la verdadera
hermandad: no la hermandad deteriorada por el pecado, la de Caín y Abel, de Rómulo
y Remo, sino la hermandad nueva en la que somos de la misma familia de Dios. Esta
nueva familia de Dios comienza en el momento en el que María envuelve en pañales al
«primogénito» y lo acuesta en el pesebre. Pidámosle: Señor Jesús, tú que has querido
nacer como el primero de muchos hermanos, danos la verdadera hermandad. Ayúdanos para
que nos parezcamos a ti. Ayúdanos a reconocer tu rostro en el otro que me necesita,
en los que sufren o están desamparados, en todos los hombres, y a vivir junto a ti
como hermanos y hermanas, para convertirnos en una familia, tu familia.
El Evangelio de Navidad nos relata al final que una multitud de ángeles del ejército
celestial alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz
a los hombres que Dios ama» (Lc 2,14). La Iglesia ha amplificado esta alabanza, que
los ángeles entonaron ante el acontecimiento de la Noche Santa, haciéndola un himno
de alegría sobre la gloria de Dios. «Por tu gloria inmensa, te damos gracias». Te
damos gracias por la belleza, por la grandeza, por la bondad de Dios, que en esta
noche se nos manifiestan. La aparición de la belleza, de lo hermoso, nos hace alegres
sin tener que preguntarnos por su utilidad. La gloria de Dios, de la que proviene
toda belleza, hace saltar en nosotros el asombro y la alegría. Quien vislumbra a Dios
siente alegría, y en esta noche vemos algo de su luz. Pero el mensaje de los ángeles
en la Noche Santa habla también de los hombres: «Paz a los hombres que Dios ama».
La traducción latina de estas palabras, que usamos en la liturgia y que se remonta
a Jerónimo, suena de otra manera: «Paz a los hombres de buena voluntad». La expresión
«hombres de buena voluntad» ha entrado en el vocabulario de la Iglesia de un modo
particular precisamente en los últimos decenios. Pero, ¿cuál es la traducción correcta?
Debemos leer ambos textos juntos; sólo así entenderemos la palabra de los ángeles
del modo justo. Sería equivocada una interpretación que reconociera solamente el obrar
exclusivo de Dios, como si Él no hubiera llamado al hombre a una libre respuesta de
amor. Pero sería también errónea una interpretación moralizadora, según la cual, por
decirlo así, el hombre podría con su buena voluntad redimirse a sí mismo. Ambas cosas
van juntas: gracia y libertad; el amor de Dios, que nos precede, y sin el cual no
podríamos amarlo, y nuestra respuesta, que Él espera y que incluso nos ruega en el
nacimiento de su Hijo. El entramado de gracia y libertad, de llamada y respuesta,
no lo podemos dividir en partes separadas una de otra. Las dos están indisolublemente
entretejidas entre sí. Así, esta palabra es promesa y llamada a la vez. Dios nos ha
precedido con el don de su Hijo. Una y otra vez, nos precede de manera inesperada.
No deja de buscarnos, de levantarnos cada vez que lo necesitamos. No abandona a la
oveja extraviada en el desierto en que se ha perdido. Dios no se deja confundir por
nuestro pecado. Él siempre vuelve a comenzar con nosotros. No obstante, espera que
amemos con Él. Él nos ama para que nosotros podamos convertirnos en personas que aman
junto con Él y así haya paz en la tierra.
Lucas no dice que los ángeles
cantaran. Él escribe muy sobriamente: el ejército celestial alababa a Dios diciendo:
«Gloria a Dios en el cielo... » (Lc 2,13s). Pero los hombres siempre han sabido que
el hablar de los ángeles es diferente al de los hombres; que precisamente esta noche
del mensaje gozoso ha sido un canto en el que ha brillado la gloria sublime de Dios.
Por eso, este canto de los ángeles ha sido percibido desde el principio como música
que viene de Dios, más aún, como invitación a unirse al canto, a la alegría del corazón
por ser amados por Dios. Cantare amantis est, dice Agustín: cantar es propio de quien
ama. Así, a lo largo de los siglos, el canto de los ángeles se ha convertido siempre
en un nuevo canto de amor y alegría, un canto de los que aman. En esta hora, nosotros
nos asociamos llenos de gratitud a este cantar de todos los siglos, que une cielo
y tierra, ángeles y hombres. Sí, te damos gracias por tu gloria inmensa. Te damos
gracias por tu amor. Haz que seamos cada vez más personas que aman contigo y, por
tanto, personas de paz. Amén.