El Papa recuerda que la búsqueda de las ‘cosas de arriba’ no significa que el cristiano
tenga que olvidarse de sus obligaciones terrenas, sino que no debe "perderse en ellas",
como si fueran definitivas
Jueves, 4 nov (RV).- «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas
de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios», reflexionando sobre la
segunda lectura de la Santa Misa de esta mañana, en sufragio de los cardenales y obispos
fallecidos en el curso del año, en su homilía Benedicto XVI ha señalado – en la Basílica
de San Pedro - que con estas palabras, san Pablo se refiere a la condición de los
creyentes, de aquellos que han ‘muerto’ al pecado y cuya vida ‘está oculta con Cristo
en Dios’.
Haciendo hincapié en que «la renovación en Cristo se cumple en lo
más íntimo de la persona», el Santo Padre ha recordado que «mientras prosigue la
lucha contra el pecado, es posible progresar en la virtud, intentando dar una respuesta
plena y con prontitud a la Gracia de Dios». Por antítesis, el apóstol señala ‘las
cosas de la tierra’, evidenciando así que la vida en Cristo conlleva una elección,
una renuncia radical, a todo lo que, como lastre, mantiene al hombre ligado a la tierra,
corrompiendo su alma:
«La búsqueda de
las ‘cosas de arriba’ no quiere decir que el cristiano deba descuidar sus propias
obligaciones y deberes terrenales, sólo que no debe perderse en ellos, como si tuvieran
un valor definitivo. El llamado a las realidades del Cielo es una invitación a reconocer
la relatividad de lo que está destinado a pasar, ante aquellos valores que no conocen
el desgaste del tiempo. Se trata de trabajar, de empeñarse, de concederse el justo
reposo, pero con el sereno desapego de aquel que sabe que es sólo un viandante en
camino hacia la Patria celestial; un peregrino, en cierto sentido, un extranjero hacia
la eternidad».
A esta meta última, han llegado ya los cardenales Peter
Seiichi Shirayanagi, Cahal Brendan Daly, Armand Gaétan Razafindratandra, Thomáš špidlik,
Paul Augustin Mayer, Luigi Poggi, así como numerosos arzobispos y obispos que nos
han dejado en el curso de este último año, dijo Benedicto XVI, añadiendo luego que
«los queremos recordar con sentimientos de afecto, dando gracias a Dios por sus dones
brindados a la Iglesia, precisamente por medio de estos hermanos que nos han precedido
en el signo de la fe y ahora duermen el sueño de la paz»:
«Nuestra acción
de gracias se vuelve oración de sufragio por ellos, con el anhelo de que el Señor
los acoja en la bienaventuranza del Paraíso. Por sus almas electas ofrecemos esta
Santa Eucaristía, estrechándonos al rededor del Altar, en el que se hace presente
el Sacrificio que proclama la victoria de la Vida sobre la muerte, de la Gracia sobre
el pecado, del Paraíso sobre el infierno».
«A estos venerados hermanos
nuestros amamos recordarlos como pastores celosos, cuyo ministerio se ha caracterizado
siempre por el horizonte escatológico que anima la esperanza en la felicidad sin sombras,
que tenemos prometida después de esta vida. Como testigos del Evangelio tendidos a
vivir aquellas ‘cosas de arriba’, que son fruto del Espíritu: amor, alegría, paz,
paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza (Gal 5,22). Como
cristianos y pastores animados por su fe profunda, por el vivo deseo de conformarse
en Jesús y de adherirse íntimamente a su persona, contemplando incesantemente su
rostro en la oración», ha subrayado también el Santo Padre:
«Por este
motivo, ellos han podido pregustar la ‘vida eterna’ de la que nos habla la página
del Evangelio de hoy (Jn 3,13-17) y que Cristo mismo ha prometido a todo el que cree
en Él. La expresión ‘vida eterna’ en efecto, designa el don divino concedido a la
humanidad: la comunión con Dios en este mundo y su plenitud en el mundo futuro. La
vida eterna nos ha sido abierta por el Misterio Pascual de Cristo y la fe es el camino
para alcanzarla».
Evocando la conversación de Jesús con Nicodemo, que
desvela el sentido más profundo de la salvación, Benedicto XVI ha reiterado el significado
redentor y de amor de la Cruz:
«El Hijo del hombre
debe ser levantado sobre el madero de la Cruz para que el que crea en Él tenga vida.
San Juan ve propio en el misterio de la Cruz el momento en el que se revela la gloria
y la realeza de Jesús, la gloria de un amor que se dona enteramente en la pasión y
muerte. Así la Cruz, paradójicamente, de signo de condena, de muerte, de fracaso,
se vuelve signo de redención, de vida, de victoria, en el que con la mirada de la
fe, se pueden percibir los frutos de la salvación». Una vez más, el Papa ha
recordado el amor de Dios para con la humanidad, que borra definitivamente la idea
de un Dios lejano y apartado del camino del hombre, que dona a su Hijo por amor, para
ser el Dios cercano, para que percibamos su presencia, para salir a nuestro encuentro
y conducirnos a su amor, de forma que toda nuestra vida esté animada por ese amor
divino. Dios no se enseñorea, sino que nos ama sin límites. Dios no manifiesta su
omnipotencia en el castigo, sino en la misericordia y en el perdón.
Al concluir
su homilía, el Santo Padre ha alentado a todos los que peregrinamos hacia la Jerusalén
celestial a esperar en silencio la salvación del Señor, con firme esperanza. «Intentando
caminar por la senda del bien, sostenidos por la gracia de Dios y recordando que no
tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro». (Hb 13,14)