Benedicto XVI: "el núcleo de nuestra fe en la Asunción es que nosotros creemos que
María, como Cristo su Hijo, ya ha vencido la muerte y triunfa en la gloria celeste
en la totalidad de su ser"
Domingo, 15 ago (RV).- Esta mañana a las 8, el Santo Padre Benedicto XVI celebró la
santa misa en Solemnidad de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María, en la iglesia
parroquial de Santo Tomás de Villanueva en Castel Gandolfo, donde transcurre este
período de verano. Concelebraron con el Papa, entre otros, el cardenal Tarcisio Bertone,
Secretario de Estado, Mons. Marcello Semeraro, obispo de Castel Gandolfo y el padre
Pascual Villanueva, Rector Mayor de los Salesianos.
En su homilía, dirigiéndose
a los queridos hermanos y hermanas que abarrotaban la iglesia parroquial de Santo
Tomás de Villanueva en Castel Gandolfo, el Santo Padre comenzó diciendo:
Hoy
la Iglesia celebra una de las fiestas más importantes del año litúrgico dedicadas
a María Santísima: la Asunción. Al término de su vida terrena, María fue llevada con
alma y cuerpo al Cielo, es decir a la gloria de la vida eterna, en la plena y perfecta
comunión con Dios
A continuación,
Benedicto XVI recordó que este año se celebra el 60° aniversario de la definición
solemne de este dogma por parte del Venerable Papa Pío XII, que tuvo lugar el 1°
de noviembre de 1950 y glosó un párrafo de la Constitución apostólica Munificentissimus
Deus, si bien dijo a los fieles que la forma con que se define el dogma “es un poco
complicada”. De este modo, Pío XII escribía: “De tal modo la augusta Madre de Dios,
misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad con un mismo decreto de
predestinación, inmaculada en su concepción, virgen sin mancha en su divina maternidad,
generosa socia del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y
sobre sus consecuencias, al fin, como supremo coronamiento de sus privilegios, fue
preservada de la corrupción del sepulcro y, vencida la muerte, como antes por su Hijo,
fue elevada en alma y cuerpo a la gloria del Cielo, donde resplandece como Reina a
la diestra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos” (Cost. ap. Munificentissimus Deus,
AAS 42 (1950), 768-769).
Por tanto, prosiguió el Papa, éste es el núcleo de
nuestra fe en la Asunción: nosotros creemos que María, como Cristo su Hijo, ya ha
vencido la muerte y triunfa en la gloria celeste en la totalidad de su ser, “con alma
y cuerpo”. Y recordando que san Pablo, en la segunda lectura de hoy, nos ayuda a iluminar
este misterio, partiendo del hecho central de la historia humana y de nuestra fe,
es decir, de la resurrección de Cristo, que es “la primicia de aquellos que han muerto”,
añadió textualmente:
San Pablo nos dice que todos somos “incorporados”
en Adán, el primero y viejo hombre, todos tenemos la misma herencia humana a la que
pertenece: el sufrimiento, la muerte, el pecado. Pero añade a esto que todos nosotros
podemos ver y vivir cada día algo nuevo: que no sólo estamos en esta herencia del
único ser humano, que comenzó con Adán, sino que somos “incorporados” también en el
hombre nuevo, en Cristo resucitado, y así la vida de la Resurrección ya está presente
en nosotros. Por lo tanto, esta primera “incorporación” biológica es incorporación
en la muerte, que genera la muerte. La segunda, nueva, que se nos dado en el bautismo,
es “incorporación” que da la vida
Tras citar nuevamente
a san Pablo en su primera carta a los Corintios, en la que afirma que así como en
Adán todos mueren, en Cristo todos recibirán la vida, Benedicto XVI explicó en su
homilía:
Lo que san Pablo afirma de todos los hombres, la Iglesia, en su
Magisterio infalible, lo dice de María, pero de un modo y con un sentido preciso:
la Madre de Dios está insertada hasta tal punto en el Misterio de Cristo que es partícipe
de la Resurrección de su Hijo con todo su ser ya al término de la vida terrena; vive,
es decir, lo que nosotros esperamos al final de los tiempos, cuando será aniquilado
“el último enemigo”, la muerte; vive ya lo que proclamamos en el Credo “espero la
resurrección de los muertos y la vida del mundo que vendrá”
Entonces –prosiguió
diciendo el Santo Padre– podemos preguntarnos: ¿cuáles son las raíces de esta victoria
sobre la muerte prodigiosamente anticipada en María? Y afirmó: las raíces están en
la fe de la Virgen de Nazaret, como lo testimonia el pasaje del Evangelio que hemos
escuchado de san Lucas: una fe que es obediencia a la Palabra de Dios y abandono total
a la iniciativa y a la acción divina, según cuanto le anuncia el Arcángel. Por tanto,
dijo el Papa, “la fe es la grandeza de María, como lo proclama gozosamente Isabel:
María es “bendita entre las mujeres” y “bendito es el fruto de su seno”, porque es
“la madre del Señor”, porque cree y vive de modo único la “primera” de las bienaventuranzas,
la bienaventuranza de la fe.
Benedicto XVI, llamando “queridos amigos” a los
numerosos fieles que participaron esta mañana en la santa misa de la Asunción de María,
afirmó que “hoy no nos limitamos a admirar a María en su destino glorioso, como a
una persona muy lejana a nosotros”. “¡No! –prosiguó– Estamos llamados al mismo tiempo
a ver cuanto el Señor, en su amor, ha querido también para nosotros, para nuestro
destino final: vivir a través de la fe en la comunión perfecta de amor con Él y así
vivir verdaderamente para siempre”.
El Obispo de Roma también se detuvo brevemente
en su homilía sobre un aspecto de la afirmación dogmática, en la que se habla de asunción
a la gloria celeste. Y afirmó que “todos nosotros hoy somos conscientes de que con
el término ‘cielo’ no nos referimos a un lugar preciso del universo, a una estrella
o a algo: no. Sino que nos referimos a algo mucho más grande y difícil de definir
con nuestros limitados conceptos humanos:
Con este término “cielo” queremos
afirmar que Dios -el Dios que se hizo cercano a nosotros- no nos abandona ni siquiera
en la muerte o más allá de ella, sino que tiene un lugar para nosotros y nos da la
eternidad, que en Dios es un lugar para nosotros. Para comprender un poco esta realidad
miremos nuestra misma vida: todos experimentamos que una persona, cuando está muerta,
sigue subsistiendo de alguna manera en la memoria y en el corazón de quienes la han
conocido y amado. Podríamos decir que en ellos sigue viviendo una parte de esta persona,
pero es como una “sombra”, porque también esta supervivencia en el corazón de los
propios seres queridos está destinada a terminar. Dios, en cambio, no pasa jamás y
todos existimos en virtud de su amor eterno; existimos porque Él nos ama, porque él
nos ha pensado y nos ha llamado a la vida. Existimos en los pensamientos y en el amor
de Dios. Existimos en toda nuestra realidad, no sólo en nuestra “sombra”. Nuestra
serenidad, nuestra esperanza, nuestra paz se fundan precisamente en esto: en Dios,
Él en su pensamiento y en su amor, no sobrevive sólo una “sombra” de nosotros mismos,
sino en Él, en su amor creador, nosotros somos custodiados e introducidos con toda
nuestra vida, con todo nuestro ser en la ’eternidad
“Es el amor de
Dios el que vence la muerte y nos da la eternidad, y a este amor lo llamamos cielo:
Dios es tan grande que tiene un lugar también para nosotros, afirmó el Papa y añadió:
Esto quiere decir que de cada uno de nosotros no seguirá existiendo sólo una
parte que nos es, por decirlo de alguna manera, arrancada, mientras otras se arruinan;
quiere decir más bien que Dios conoce y ama a todo el hombre, lo que nosotros somos.
Y Dios acoge en su eternidad lo que ahora, en nuestra vida, hecha de sufrimiento y
amor; de esperanza, de alegría y de tristeza, crece y llega a ser. Todo el hombre,
toda su vida es tomada por Dios y en Él purificada, y recibe la eternidad. Queridos
amigos, yo pienso que ésta es una verdad que nos debe colmar de alegría profunda.
El Cristianismo no anuncia sólo algún tipo de salvación del alma en un impreciso más
allá, en el que todo lo que en este mundo ha sido para nosotros precioso y querido
sería borrado con un golpe de esponja, sino que promete la vida eterna, “la vida del
mundo que vendrá”: nada de lo que nos es precioso y querido se arruinará, sino que
encontrará plenitud en Dios
Y tras recordar
que Jesús dijo que todos los cabellos de nuestra cabeza están contados, y que como
cristianos estamos llamados a edificar este mundo nuevo, a trabajar a fin de que llegue
a ser un día el «mundo de Dios», un mundo que sobrepasará todo lo que podemos construir,
el Santo Padre concluyó su homilía con las siguientes palabras:
Oremos al
Señor a fin de que nos haga comprender cuán preciosa es toda nuestra vida ante sus
ojos; refuerce nuestra fe en la vida eterna; nos haga hombres de esperanza, que trabajan
para construir un mundo abierto a Dios, hombres llenos de alegría, que saben vislumbrar
la belleza del mundo futuro en medio de los afanes de la vida cotidiana y que en esta
certeza viven