En la conclusión del Año Sacerdotal, el Papa pide perdón a Dios y a las víctimas por
los pecados de los sacerdotes y los abusos, comprometiéndose a hacer lo posible para
que no vuelva a suceder jamás
Viernes, 11 jun (RV).- Benedicto XVI ha presidido esta mañana en el atrio de la basílica
Vaticana, la concelebración de la Santa Misa con motivo de la conclusión del Año Sacerdotal.
Ha sido la mayor concelebración de la cristiandad de todos los tiempos, que ha reunido
a 80 cardenales, 350 obispos y arzobispos, y unos 15.000 sacerdotes de numerosos países
de todo el mundo.
Ha sido también el culmen de un triduo que comenzó el miércoles,
cuando miles de sacerdotes llegaron a Roma para participar en las diversas iniciativas
reservadas especialmente a ellos; como la de la basílica de San Pablo Extramuros,
la de San Juan de Letrán, el Aula Pablo VI de la Ciudad del Vaticano, y la misma Plaza
de San Pedro, donde anoche los sacerdotes se reunieron en vigilia de oración con el
Sucesor de Pedro y Pastor de la Iglesia Universal.
En esta calurosa jornada
de junio, en que la plaza de San Pedro lucía de blanco y se destacaba el gran tapiz
con la imagen de san Juan María Vianney, que pendía del balcón central de la basílica,
el Santo Padre hizo su entrada a bordo del papamóvil para saludar a los miles de presentes,
en su mayoría sacerdotes.
En su homilía, Benedicto XVI, ha señalado que el
Año Sacerdotal que hemos celebrado -150 años después de la muerte del santo Cura de
Ars, modelo del ministerio sacerdotal en nuestros días-, llega a su fin. Y tras afirmar
que nos hemos dejado guiar por él “para comprender de nuevo la grandeza y la belleza
del ministerio sacerdotal, dijo textualmente: “El sacerdote no es
simplemente alguien que detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita
para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote
hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo
la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la
situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras
de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que
lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando
así los elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él”.
Por
lo tanto, ha proseguido diciendo el Papa, el sacerdocio no es simplemente un “oficio”,
sino un “sacramento”. Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a
través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Después de manifestar
que Dios les sigue considerando capaces de esto, para lo cual sigue llamando a hombres
a su servicio, el Papa ha recordado los objetivos de este Año. “Queríamos considerar
nuevamente y comprender”; “queríamos despertar la alegría de saber que Dios está tan
cerca”, y “la gratitud por el hecho de que Él se encomiende a nuestra debilidad”.
Pero “era de esperar –dijo textualmente el Papa- que al ‘enemigo’ no le gustara que
el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer, para que
al fin Dios fuera arrojado del mundo”.
“Y así ha ocurrido
que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del sacerdocio, han salido
a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso a los pequeños, en el
cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del hombre,
se convierte en lo contrario. También nosotros pedimos perdón insistentemente a Dios
y a las personas afectadas, mientras prometemos que queremos hacer todo lo posible
para que semejante abuso no vuelva a suceder jamás; que en la admisión al ministerio
sacerdotal y en la formación que prepara al mismo haremos todo lo posible para examinar
la autenticidad de la vocación; y que queremos acompañar aún más a los sacerdotes
en su camino, para que el Señor los proteja y los custodie en las situaciones dolorosas
y en los peligros de la vida”.
Además el Papa ha explicado que si el Año Sacerdotal
hubiera sido “una glorificación de nuestros logros humanos personales, habría sido
destruido por estos hechos” Pero, para nosotros, ha dicho, se trataba precisamente
de lo contrario, de sentirnos agradecidos por el don de Dios, un don que se lleva
en “vasijas de barro”, y que una y otra vez, a través de toda la debilidad humana,
hace visible su amor en el mundo. Así, consideramos lo ocurrido como una tarea de
purificación, un quehacer que nos acompaña hacia el futuro y que nos hace reconocer
y amar más aún el gran don de Dios. “De este modo, el don se convierte en el compromiso
de responder al valor y la humildad de Dios con nuestro valor y nuestra humildad:
Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11,29)”.
“Celebramos la fiesta
del Sagrado Corazón de Jesús y con la liturgia echamos una mirada, por así decirlo,
dentro del corazón de Jesús, que al morir fue traspasado por la lanza del soldado
romano. Sí, su corazón está abierto por nosotros y ante nosotros; y con esto nos ha
abierto el corazón de Dios mismo. La liturgia interpreta para nosotros el lenguaje
del corazón de Jesús, que habla sobre todo de Dios como pastor de los hombres, y así
nos manifiesta el sacerdocio de Jesús, que está arraigado en lo íntimo de su corazón;
de este modo, nos indica el perenne fundamento, así como el criterio válido de todo
ministerio sacerdotal, que debe estar siempre anclado en el corazón de Jesús y ser
vivido a partir de él”.
Tras meditar, sobre los textos con los que la Iglesia
orante responde a la Palabra de Dios proclamada en las lecturas, el Papa ha explicado
que esos cantos, palabras y respuestas se compenetran. “Dios cuida personalmente de
mí, de nosotros, de la humanidad –ha evidenciado- No me ha dejado solo, extraviado
en el universo y en una sociedad ante la cual uno se siente cada vez más desorientado.
Él cuida de mí. No es un Dios lejano, para quien mi vida no cuenta casi nada”.“Las religiones
del mundo, por lo que podemos ver, han sabido siempre que, en último análisis, sólo
hay un Dios. Pero este Dios era lejano. Abandonaba aparentemente el mundo a otras
potencias y fuerzas, a otras divinidades. Había que llegar a un acuerdo con éstas.
El Dios único era bueno, pero lejano. No constituía un peligro, pero tampoco ofrecía
ayuda. Por tanto, no era necesario ocuparse de Él. Él no dominaba. Extrañamente, esta
idea ha resurgido en la Ilustración”.
Benedicto XVI ha proseguido afirmando
en su homilía que “se aceptaba no obstante que el mundo presupone un Creador. Este
Dios, sin embargo, habría construido el mundo, para después retirarse de él. Un mundo
con sus leyes propias y en las cuales Dios no interviene, no puede intervenir. Dios
es sólo un origen remoto”. Muchos, quizás -ha agregado el Papa- tampoco deseaban que
Dios se preocupara de ellos. No querían que Dios los molestara. Pero allí donde la
cercanía del amor de Dios se percibe como molestia, el ser humano se siente mal. Es
bello y consolador saber que hay una persona que me quiere y cuida de mí. Pero es
mucho más decisivo que exista ese Dios que me conoce, me quiere y se preocupa por
mí. Porque, como ha dicho el Pontífice, en ese momento comprendemos también qué significa“Dios quiere que
nosotros como sacerdotes, en un pequeño punto de la historia, compartamos sus preocupaciones
por los hombres. Como sacerdotes, queremos ser personas que, en comunión con su amor
por los hombres, cuidemos de ellos, les hagamos experimentar en lo concreto esta atención
de Dios. Y, por lo que se refiere al ámbito que se le confía, el sacerdote, junto
con el Señor, debería poder decir: «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen». «Conocer»,
en el sentido de la Sagrada Escritura, nunca es solamente un saber exterior, igual
que se conoce el número telefónico de una persona. «Conocer» significa estar interiormente
cerca del otro. Quererle. Nosotros deberíamos tratar de «conocer» a los hombres de
parte de Dios y con vistas a Dios; deberíamos tratar de caminar con ellos en la vía
de la amistad con Dios”.
Digámoslo de otro modo, ha proseguido diciendo el
Santo Padre: “el Señor nos muestra cómo se realiza en modo justo nuestro ser hombres.
Nos enseña el arte de ser persona. ¿Qué debo hacer para no arruinarme, para no desperdiciar
mi vida con la falta de sentido? Ésta es la pregunta que todo hombre debe plantearse.
¡Cuánta oscuridad hay alrededor de esta pregunta en nuestro tiempo! Siempre vuelve
a nuestra mente la palabra de Jesús, que tenía compasión por los hombres, porque estaban
como ovejas sin pastor. Señor, ten piedad también de nosotros. Al recordar que “el
camino de cada uno de nosotros nos llevará un día a la cañada oscura de la muerte,
a la que ninguno nos puede acompañar”, Benedicto XVI ha dicho que Dios estará allí.
“Sin embargo, hablando
de la cañada oscura, podemos pensar también en las cañadas oscuras de las tentaciones,
del desaliento, de la prueba, que toda persona humana debe atravesar. También en estas
cañadas tenebrosas de la vida Él está allí. Señor, en la oscuridad de la tentación,
en las horas de la oscuridad, en que todas las luces parecen apagarse, muéstrame que
tú estás allí. Ayúdanos a nosotros, sacerdotes, para que podamos estar junto a las
personas que en esas noches oscuras nos han sido confiadas, para que podamos mostrarles
tu luz”.
El Pontífice también ha recordado que la Iglesia “debe usar la vara
del pastor, la vara con la que protege la fe contra los farsantes, contra las orientaciones
que son, en realidad, desorientaciones”. En efecto, el uso de la vara puede ser un
servicio de amor. Hoy vemos que no se trata de amor, cuando se toleran comportamientos
indignos de la vida sacerdotal. Y concluyó su homilía con las siguientes palabras:
“Cada cristiano y cada
sacerdote deberían transformarse, a partir de Cristo, en fuente que comunica vida
a los demás. Deberíamos dar el agua de la vida a un mundo sediento. Señor, te damos
gracias porque nos has abierto tu corazón; porque en tu muerte y resurrección te has
convertido en fuente de vida. Haz que seamos personas vivas, vivas por tu fuente,
y danos ser también nosotros fuente, de manera que podamos dar agua viva a nuestro
tiempo. Te agradecemos la gracia del ministerio sacerdotal. Señor, bendícenos y bendice
a todos los hombres de este tiempo que están sedientos y buscando. Amén.
Una
vez terminada la Santa Misa con motivo de la conclusión del Año Sacerdotal, el Papa
ha saludado en diversas lenguas a los miles de sacerdotes presentes de los cinco continentes.
Ante todo ha agradecido a la Congregación para el Clero, la obra desarrollada durante
el Año Sacerdotal así como la organización de estas jornadas conclusivas. Y ha dirigido
un pensamiento especial de reconocimiento a los cardenales y a los obispos que han
querido estar presentes, en particular a cuantos han venido desde lejos.
A
los numerosos sacerdotes procedentes de América Latina y España, Benedicto XVI los
ha saludado con las siguientes palabras:“Saludo cordialmente
a los presbíteros de lengua española, y pido a Dios que esta celebración se convierta
en un vigoroso impulso para seguir viviendo con gozo, humildad y esperanza su sacerdocio,
siendo mensajeros audaces del Evangelio, ministros fieles de los Sacramentos y testigos
elocuentes de la caridad. Con los sentimientos de Cristo, Buen Pastor, os invito a
continuar aspirando cada día a la santidad, sabiendo que no hay mayor felicidad en
este mundo que gastar la vida por la gloria de Dios y el bien de las almas”.
Texto
completo de la homilía: Queridos hermanos en el ministerio sacerdotal,
Queridos hermanos y hermanas
El Año Sacerdotal que hemos celebrado, 150
años después de la muerte del santo Cura de Ars, modelo del ministerio sacerdotal
en nuestros días, llega a su fin. Nos hemos dejado guiar por el Cura de Ars para comprender
de nuevo la grandeza y la belleza del ministerio sacerdotal. El sacerdote no es simplemente
alguien que detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan
cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún
ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de
absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra
vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias
de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que lo hacen presente
a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos
del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él. Por tanto, el sacerdocio
no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones
para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta
audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo
nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su
lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra
«sacerdocio». Que Dios nos considere capaces de esto; que por eso llame a su servicio
a hombres y, así, se una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido
de nuevo considerar y comprender.
Queríamos despertar la alegría de que Dios
esté tan cerca de nosotros, y la gratitud por el hecho de que Él se confíe a nuestra
debilidad; que Él nos guíe y nos ayude día tras día. Queríamos también, así, enseñar
de nuevo a los jóvenes que esta vocación, esta comunión de servicio por Dios y con
Dios, existe; más aún, que Dios está esperando nuestro «sí». Junto con la Iglesia,
hemos querido destacar de nuevo que tenemos que pedir a Dios esta vocación. Pedimos
trabajadores para la mies de Dios, y esta plegaria a Dios es, al mismo tiempo, una
llamada de Dios al corazón de jóvenes que se consideren capaces de eso mismo para
lo que Dios los cree capaces. Era de esperar que al «enemigo» no le gustara que el
sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer, para que al
fin Dios fuera arrojado del mundo. Y así ha ocurrido que, precisamente en este año
de alegría por el sacramento del sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los
sacerdotes, sobre todo el abuso a los pequeños, en el cual el sacerdocio, que lleva
a cabo la solicitud de Dios por el bien del hombre, se convierte en lo contrario.
También nosotros pedimos perdón insistentemente a Dios y a las personas afectadas,
mientras prometemos que queremos hacer todo lo posible para que semejante abuso no
vuelva a suceder jamás; que en la admisión al ministerio sacerdotal y en la formación
que prepara al mismo haremos todo lo posible para examinar la autenticidad de la vocación;
y que queremos acompañar aún más a los sacerdotes en su camino, para que el Señor
los proteja y los custodie en las situaciones dolorosas y en los peligros de la vida.
Si el Año Sacerdotal hubiera sido una glorificación de nuestros logros humanos personales,
habría sido destruido por estos hechos. Pero, para nosotros, se trataba precisamente
de lo contrario, de sentirnos agradecidos por el don de Dios, un don que se lleva
en «vasijas de barro», y que una y otra vez, a través de toda la debilidad humana,
hace visible su amor en el mundo. Así, consideramos lo ocurrido como una tarea de
purificación, un quehacer que nos acompaña hacia el futuro y que nos hace reconocer
y amar más aún el gran don de Dios. De este modo, el don se convierte en el compromiso
de responder al valor y la humildad de Dios con nuestro valor y nuestra humildad.
La palabra de Cristo, que hemos entonado como canto de entrada en la liturgia de hoy,
puede decirnos en este momento lo que significa hacerse y ser sacerdote: «Cargad con
mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).
Celebramos
la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y con la liturgia echamos una mirada, por así
decirlo, dentro del corazón de Jesús, que al morir fue traspasado por la lanza del
soldado romano. Sí, su corazón está abierto por nosotros y ante nosotros; y con esto
nos ha abierto el corazón de Dios mismo. La liturgia interpreta para nosotros el lenguaje
del corazón de Jesús, que habla sobre todo de Dios como pastor de los hombres, y así
nos manifiesta el sacerdocio de Jesús, que está arraigado en lo íntimo de su corazón;
de este modo, nos indica el perenne fundamento, así como el criterio válido de todo
ministerio sacerdotal, que debe estar siempre anclado en el corazón de Jesús y ser
vivido a partir de él. Quisiera meditar hoy, sobre todo, los textos con los que la
Iglesia orante responde a la Palabra de Dios proclamada en las lecturas. En esos cantos,
palabra y respuesta se compenetran. Por una parte, están tomados de la Palabra de
Dios, pero, por otra, son ya al mismo tiempo la respuesta del hombre a dicha Palabra,
respuesta en la que la Palabra misma se comunica y entra en nuestra vida. El más importante
de estos textos en la liturgia de hoy es el Salmo 23 [22] – «El Señor es mi pastor»
–, en el que el Israel orante acoge la autorevelación de Dios como pastor, haciendo
de esto la orientación para su propia vida. «El Señor es mi pastor, nada me falta».
En este primer versículo se expresan alegría y gratitud porque Dios está presente
y cuida del hombre.
La lectura tomada del Libro de Ezequiel empieza con el
mismo tema: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro» (Ez 34,11).
Dios cuida personalmente de mí, de nosotros, de la humanidad. No me ha dejado solo,
extraviado en el universo y en una sociedad ante la cual uno se siente cada vez más
desorientado. Él cuida de mí. No es un Dios lejano, para quien mi vida no cuenta casi
nada. Las religiones del mundo, por lo que podemos ver, han sabido siempre que, en
último análisis, sólo hay un Dios. Pero este Dios era lejano. Abandonaba aparentemente
el mundo a otras potencias y fuerzas, a otras divinidades. Había que llegar a un acuerdo
con éstas. El Dios único era bueno, pero lejano. No constituía un peligro, pero tampoco
ofrecía ayuda. Por tanto, no era necesario ocuparse de Él. Él no dominaba. Extrañamente,
esta idea ha resurgido en la Ilustración. Se aceptaba no obstante que el mundo presupone
un Creador. Este Dios, sin embargo, habría construido el mundo, para después retirarse
de él. Ahora el mundo tiene un conjunto de leyes propias según las cuales se desarrolla,
y en las cuales Dios no interviene, no puede intervenir. Dios es sólo un origen remoto.
Muchos, quizás, tampoco deseaban que Dios se preocupara de ellos. No querían que Dios
los molestara. Pero allí donde la cercanía del amor de Dios se percibe como molestia,
el ser humano se siente mal. Es bello y consolador saber que hay una persona que me
quiere y cuida de mí. Pero es mucho más decisivo que exista ese Dios que me conoce,
me quiere y se preocupa por mí. «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen» (Jn 10,14),
dice la Iglesia antes del Evangelio con una palabra del Señor. Dios me conoce, se
preocupa de mí. Este pensamiento debería proporcionarnos realmente alegría. Dejemos
que penetre intensamente en nuestro interior. En ese momento comprendemos también
qué significa: Dios quiere que nosotros como sacerdotes, en un pequeño punto de la
historia, compartamos sus preocupaciones por los hombres. Como sacerdotes, queremos
ser personas que, en comunión con su amor por los hombres, cuidemos de ellos, les
hagamos experimentar en lo concreto esta atención de Dios. Y, por lo que se refiere
al ámbito que se le confía, el sacerdote, junto con el Señor, debería poder decir:
«Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen». «Conocer», en el sentido de la Sagrada
Escritura, nunca es solamente un saber exterior, igual que se conoce el número telefónico
de una persona. «Conocer» significa estar interiormente cerca del otro. Quererle.
Nosotros deberíamos tratar de «conocer» a los hombres de parte de Dios y con vistas
a Dios; deberíamos tratar de caminar con ellos en la vía de la amistad con Dios.
Volvamos
al Salmo. Allí se dice: «Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu
cayado me sosiegan» (23 [22], 3s). El pastor muestra el camino correcto a quienes
le están confiados. Los precede y guía. Digámoslo de otro modo: el Señor nos muestra
cómo se realiza en modo justo nuestro ser hombres. Nos enseña el arte de ser persona.
¿Qué debo hacer para no arruinarme, para no desperdiciar mi vida con la falta de sentido?
En efecto, ésta es la pregunta que todo hombre debe plantearse y que sirve para cualquier
período de la vida. ¡Cuánta oscuridad hay alrededor de esta pregunta en nuestro tiempo!
Siempre vuelve a nuestra mente la palabra de Jesús, que tenía compasión por los hombres,
porque estaban como ovejas sin pastor. Señor, ten piedad también de nosotros. Muéstranos
el camino. Sabemos por el Evangelio que Él es el camino. Vivir con Cristo, seguirlo,
esto significa encontrar el sendero justo, para que nuestra vida tenga sentido y para
que un día podamos decir: “Sí, vivir ha sido algo bueno”. El pueblo de Israel estaba
y está agradecido a Dios, porque ha mostrado en los mandamientos el camino de la vida.
El gran salmo 119 (118) es una expresión de alegría por este hecho: nosotros no andamos
a tientas en la oscuridad. Dios nos ha mostrado cuál es el camino, cómo podemos caminar
de manera justa. La vida de Jesús es una síntesis y un modelo vivo de lo que afirman
los mandamientos. Así comprendemos que estas normas de Dios no son cadenas, sino el
camino que Él nos indica. Podemos estar alegres por ellas y porque en Cristo están
ante nosotros como una realidad vivida. Él mismo nos hace felices. Caminando junto
a Cristo tenemos la experiencia de la alegría de la Revelación, y como sacerdotes
debemos comunicar a la gente la alegría de que nos haya mostrado el camino justo.
Después
viene una palabra referida a la “cañada oscura”, a través de la cual el Señor guía
al hombre. El camino de cada uno de nosotros nos llevará un día a la cañada oscura
de la muerte, a la que ninguno nos puede acompañar. Y Él estará allí. Cristo mismo
ha descendido a la noche oscura de la muerte. Tampoco allí nos abandona. También allí
nos guía. “Si me acuesto en el abismo, allí te encuentro”, dice el salmo 139 (138).
Sí, tú estás presente también en la última fatiga, y así el salmo responsorial puede
decir: también allí, en la cañada oscura, nada temo. Sin embargo, hablando de la cañada
oscura, podemos pensar también en las cañadas oscuras de las tentaciones, del desaliento,
de la prueba, que toda persona humana debe atravesar. También en estas cañadas tenebrosas
de la vida Él está allí. Señor, en la oscuridad de la tentación, en las horas de la
oscuridad, en que todas las luces parecen apagarse, muéstrame que tú estás allí. Ayúdanos
a nosotros, sacerdotes, para que podamos estar junto a las personas que en esas noches
oscuras nos han sido confiadas, para que podamos mostrarles tu luz.
«Tu vara
y tu cayado me sosiegan»: el pastor necesita la vara contra las bestias salvajes que
quieren atacar el rebaño; contra los salteadores que buscan su botín. Junto a la vara
está el cayado, que sostiene y ayuda a atravesar los lugares difíciles. Las dos cosas
entran dentro del ministerio de la Iglesia, del ministerio del sacerdote. También
la Iglesia debe usar la vara del pastor, la vara con la que protege la fe contra los
farsantes, contra las orientaciones que son, en realidad, desorientaciones. En efecto,
el uso de la vara puede ser un servicio de amor. Hoy vemos que no se trata de amor,
cuando se toleran comportamientos indignos de la vida sacerdotal. Como tampoco se
trata de amor si se deja proliferar la herejía, la tergiversación y la destrucción
de la fe, como si nosotros inventáramos la fe autónomamente. Como si ya no fuese un
don de Dios, la perla preciosa que no dejamos que nos arranquen. Al mismo tiempo,
sin embargo, la vara continuamente debe transformarse en el cayado del pastor, cayado
que ayude a los hombres a poder caminar por senderos difíciles y seguir a Cristo.
Al
final del salmo, se habla de la mesa preparada, del perfume con que se unge la cabeza,
de la copa que rebosa, del habitar en la casa del Señor. En el salmo, esto muestra
sobre todo la perspectiva del gozo por la fiesta de estar con Dios en el templo, de
ser hospedados y servidos por él mismo, de poder habitar en su casa. Para nosotros,
que rezamos este salmo con Cristo y con su Cuerpo que es la Iglesia, esta perspectiva
de esperanza ha adquirido una amplitud y profundidad todavía más grande. Vemos en
estas palabras, por así decir, una anticipación profética del misterio de la Eucaristía,
en la que Dios mismo nos invita y se nos ofrece como alimento, como aquel pan y aquel
vino exquisito que son la única respuesta última al hambre y a la sed interior del
hombre. ¿Cómo no alegrarnos de estar invitados cada día a la misma mesa de Dios y
habitar en su casa? ¿Cómo no estar alegres por haber recibido de Él este mandato:
“Haced esto en memoria mía”? Alegres porque Él nos ha permitido preparar la mesa de
Dios para los hombres, de ofrecerles su Cuerpo y su Sangre, de ofrecerles el don precioso
de su misma presencia. Sí, podemos rezar juntos con todo el corazón las palabras del
salmo: «Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida» (23 [22],
6).
Por último, veamos brevemente los dos cantos de comunión sugeridos hoy
por la Iglesia en su liturgia. Ante todo, está la palabra con la que san Juan concluye
el relato de la crucifixión de Jesús: «uno de los soldados con la lanza le traspasó
el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). El corazón de Jesús es traspasado
por la lanza. Se abre, y se convierte en una fuente: el agua y la sangre que manan
aluden a los dos sacramentos fundamentales de los que vive la Iglesia: el Bautismo
y la Eucaristía. Del costado traspasado del Señor, de su corazón abierto, brota la
fuente viva que mana a través de los siglos y edifica la Iglesia. El corazón abierto
es fuente de un nuevo río de vida; en este contexto, Juan ciertamente ha pensado también
en la profecía de Ezequiel, que ve manar del nuevo templo un río que proporciona fecundidad
y vida (Ez 47): Jesús mismo es el nuevo templo, y su corazón abierto es la fuente
de la que brota un río de vida nueva, que se nos comunica en el Bautismo y la Eucaristía.
La
liturgia de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, sin embargo, prevé como canto
de comunión otra palabra, afín a ésta, extraída del evangelio de Juan: «El que tenga
sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba. Como dice la Escritura: De sus entrañas
manarán torrentes de agua viva» (cfr. Jn 7,37s). En la fe bebemos, por así decir,
del agua viva de la Palabra de Dios. Así, el creyente se convierte él mismo en una
fuente, que da agua viva a la tierra reseca de la historia. Lo vemos en los santos.
Lo vemos en María que, como gran mujer de fe y de amor, se ha convertido a lo largo
de los siglos en fuente de fe, amor y vida. Cada cristiano y cada sacerdote deberían
transformarse, a partir de Cristo, en fuente que comunica vida a los demás. Deberíamos
dar el agua de la vida a un mundo sediento. Señor, te damos gracias porque nos has
abierto tu corazón; porque en tu muerte y resurrección te has convertido en fuente
de vida. Haz que seamos personas vivas, vivas por tu fuente, y danos ser también nosotros
fuente, de manera que podamos dar agua viva a nuestro tiempo. Te agradecemos la gracia
del ministerio sacerdotal. Señor, bendícenos y bendice a todos los hombres de este
tiempo que están sedientos y buscando. Amén.