Benedicto XVI señala que estamos llamados a tener un sólo corazón y una sola alma,
a profundizar en la comunión con el Señor y con los demás, y a dar testimonio de Él
ante el mundo
Domingo, 6 jun (RV).- Domingo, 6 jun (RV).- Con motivo de la publicación del Instrumentum
Laboris de la Asamblea especial para el Sínodo de los Obispos de Oriente Medio, Benedicto
XVI ha presidido esta mañana la celebración de la Santa Misa en el centro deportivo
Elefthería de Nicosia. En su homilía el Santo Padre ha querido agradecer la acogida
recibida en la isla y ha recordado -hablando en griego-, que “hoy estamos llamados
a tener un sólo corazón y una sola alma, a profundizar en nuestra comunión con el
Señor y con los demás, y a dar testimonio de Él ante el mundo”.
En esta celebración,
enmarcada en la Solemnidad del Corpus Christi, el Papa ha querido evidenciar que “estamos llamados a
superar nuestras diferencias, a poner paz y reconciliación donde exista un conflicto,
a ofrecer al mundo un mensaje de esperanza. Estamos llamados a tender una mano a quien
lo necesite, a compartir con generosidad nuestros bienes materiales con los más desafortunados.Estamos
llamados a proclamar de manera incansable la muerte y la resurrección del Señor, hasta
que Él vuelva. Por Cristo, con Él y en Él, en la unidad que es el don del Espíritu
Santo a la Iglesia, demos honor y gloria a Dios nuestro Padre del cielo, en compañía
de todos los ángeles y santos que cantan su alabanza por los siglos”.
En este
sentido el Pontífice ha recordado algunos elementos característicos de las primeras
comunidades cristianas, cuyo amor “no se limitaba sólo a los amigos creyentes”, sino
que se consideraban “mensajeros enviados a esparcir la buena noticia de la salvación
de Cristo hasta los confines de la tierra”, convirtiéndose en “un solo corazón y una
sola alma”. Reflexionando después sobre la fiesta del Corpus Christi. “El cuerpo físico de
Jesús, nacido de la Virgen María; su cuerpo eucarístico, el pan del cielo que nos
nutre en este gran sacramento, y su cuerpo eclesial, la Iglesia. Al considerar los
distintos aspectos del Corpus Christi, llegamos a comprender más profundamente el
misterio de comunión que nos une a quienes formamos parte de la Iglesia. En la eucaristía,
el Espíritu Santo congrega “en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre
de Cristo” (cf. Plegaria Eucarística II), para formar el único pueblo santo de Dios.
Como el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles en el cenáculo de Jerusalén,
así también el mismo Espíritu Santo actúa en cada celebración de la Misa con un doble
objetivo: santificar las ofrendas del pan y del vino, para que se conviertan en el
Cuerpo y la Sangre de Cristo, y llenar a cuantos se nutren de estas santas ofrendas,
para que formen un solo cuerpo, un solo espíritu en Cristo”.
Para explicar
este proceso de comunión y de crecimiento espiritual Benedicto XVI ha citado a San
Agustín que nos recuerda -en su Sermón 272-, que el pan no se hace a partir de un
solo grano, sino de muchos. “Los granos de trigo,
una vez triturados, se mezclan en la masa y se meten en el horno. Aquí, san Agustín
se refiere a la inmersión en las aguas bautismales a la que sigue el don sacramental
del Espíritu Santo, que inflama el corazón de los fieles con el fuego del amor de
Dios. Este proceso que une y transforma los granos aislados en un único pan nos ofrece
una imagen sugerente de la acción unificadora del Espíritu Santo sobre los miembros
de la Iglesia, realizada de una manera eminente a través de la celebración de la eucaristía.
Quienes participan en este gran sacramento y se alimentan de su Cuerpo eucarístico
se transforman en el Cuerpo eclesial de Cristo. ‘Sé lo que ves’, dice san Agustín
animándolos, ‘y recibe lo que eres’”.
Texto completo homilía:
Queridos
hermanos y hermanas en Cristo
Saludo con gozo a los Patriarcas y Obispos de
las distintas comunidades eclesiales del Medio Oriente, llegados a Chipre para esta
ocasión, y agradezco especialmente a Monseñor Youssef Soueif, Arzobispo Maronita de
Chipre, las palabras que me ha dirigido al comienzo de la Misa. Asimismo, saludo muy
cordialmente a Su Beatitud Crisóstomos II.
Deseo igualmente expresar mi alegría
al poder celebrar la Eucaristía en compañía de tantos fieles chipriotas, en esta tierra
bendecida por los trabajos apostólicos de san Pablo y san Bernabé. Saludo a todos
cordialmente y agradezco vuestra hospitalidad y la generosa bienvenida que me habéis
dispensado. Saludo también, de modo particular, a los filipinos, srilankeses y a las
demás comunidades de inmigrantes que forman una parte considerable de la población
católica de la isla. Rezo para que vuestra presencia aquí enriquezca la vida y el
culto de las parroquias a las que pertenecéis, y para que, por vuestra parte, encontréis
abundante alimento espiritual en la antigua herencia cristiana de esta tierra, en
la que habéis establecido vuestro hogar.
Celebramos hoy la solemnidad del Santísimo
Cuerpo y Sangre de Cristo. El nombre dado a esta fiesta en Occidente, Corpus Christi,
se usa en la tradición de la Iglesia para designar tres realidades distintas: el cuerpo
físico de Jesús, nacido de la Virgen María; su cuerpo eucarístico, el pan del cielo
que nos nutre en este gran sacramento, y su cuerpo eclesial, la Iglesia. Al considerar
los distintos aspectos del Corpus Christi, llegamos a comprender más profundamente
el misterio de comunión que nos une a quienes formamos parte de la Iglesia. En la
eucaristía, el Espíritu Santo congrega “en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo
y Sangre de Cristo” (cf. Plegaria Eucarística II), para formar el único pueblo
santo de Dios. Como el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles en el cenáculo
de Jerusalén, así también el mismo Espíritu Santo actúa en cada celebración de la
Misa con un doble objetivo: santificar las ofrendas del pan y del vino, para que se
conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y llenar a cuantos se nutren de estas
santas ofrendas, para que formen un solo cuerpo, un solo espíritu en Cristo.
San
Agustín explica espléndidamente este proceso (cf. Sermón 272). Nos recuerda
que el pan no se hace a partir de un solo grano, sino de muchos. Para que todos los
granos se transformen en pan, primero hay que molerlos. Alude aquí al exorcismo que
han de hacer los catecúmenos antes de su bautismo. Cada uno de nosotros que formamos
parte de la Iglesia necesita salir del mundo cerrado de su individualismo y aceptar
la ‘compañía’ de los demás, que “comparten el pan” con nosotros. Ya no debemos pensar
más a partir del “yo”, sino del “nosotros”. Por esto, todos los días pedimos a “nuestro”
Padre el pan “nuestro” de cada día. La condición previa para entrar en la vida divina
a la que estamos llamados es derribar las barreras entre nosotros y nuestros vecinos.
Necesitamos ser liberados de lo que nos aprisiona y aísla: temor y desconfianza recíproca,
avidez y egoísmo, malevolencia, para arriesgarnos a la vulnerabilidad a la que nos
exponemos cuando nos abrimos al amor.
Los granos de trigo, una vez triturados,
se mezclan en la masa y se meten en el horno. Aquí, san Agustín se refiere a la inmersión
en las aguas bautismales a la que sigue el don sacramental del Espíritu Santo, que
inflama el corazón de los fieles con el fuego del amor de Dios. Este proceso que une
y transforma los granos aislados en un único pan nos ofrece una imagen sugerente de
la acción unificadora del Espíritu Santo sobre los miembros de la Iglesia, realizada
de una manera eminente a través de la celebración de la eucaristía. Quienes participan
en este gran sacramento y se alimentan de su Cuerpo eucarístico se transforman en
el Cuerpo eclesial de Cristo. “Sé lo que ves”, dice san Agustín animándolos, “y recibe
lo que eres”.
Estas significativas palabras nos invitan a responder generosamente
a la llamada a “ser Cristo” para los que nos rodean. Ahora somos su cuerpo en la tierra.
Parafraseando una célebre expresión atribuida a santa Teresa de Ávila, somos los ojos
con los que mira compasivamente a los que pasan necesidad, somos las manos que extiende
para bendecir y curar, somos los pies de los que se sirve para hacer el bien, y somos
los labios con los que se proclama su Evangelio. Sin embargo, es importante comprender
que cuando participamos de este modo en su obra de salvación, no estamos honrando
la memoria de un héroe muerto prolongando lo que él hizo. Al contrario, Cristo vive
en nosotros, su cuerpo, la Iglesia, su pueblo sacerdotal. Al tomarlo a Él como alimento
en la eucaristía y acogiendo en nuestros corazones su Espíritu Santo, nos transformamos
realmente en el Cuerpo de Cristo que hemos recibido, estamos verdaderamente en comunión
con Él y entre nosotros, y nos transformamos en verdaderos instrumentos suyos, dando
testimonio de Él en el mundo.
“En el grupo de los creyentes todos pensaban
y sentían lo mismo” (Hch 4,32). En las comunidades cristianas primitivas que
se alimentaban de la mesa del Señor vemos los efectos de esta acción unificadora del
Espíritu Santo. Ponían sus bienes en común y cualquier apego material era superado
por amor a los hermanos. Encontraban soluciones equitativas a sus diferencias, como
vemos por ejemplo en la resolución de la disputa entre helenistas y hebreos acerca
del suministro diario (cf. Hch 6, 1-6). Así, un atento observador pudo comentar
poco más tarde: “Mirad cómo se aman estos cristianos, y cómo están dispuestos a morir
unos por otros” (Tertuliano, Apologia, 39). Más aún, su amor no se limitaba
al grupo de los creyentes. No se veían a sí mismos como beneficiarios exclusivos y
privilegiados de los favores divinos, sino más bien como mensajeros, para llevar la
buena noticia de la salvación en Cristo hasta los confines del mundo. De esta manera,
el mensaje que Cristo resucitado confió a los Apóstoles se extendió con rapidez por
todo el Medio Oriente, y desde allí por el mundo entero.
Queridos hermanos
y hermanas en Cristo, como ellos hicieron, también nosotros estamos llamados hoy a
tener un sólo corazón y una sola alma, a profundizar en nuestra comunión con el Señor
y con los demás, y a dar testimonio de Él ante el mundo.
Estamos llamados
a superar nuestras diferencias, a poner paz y reconciliación donde exista un conflicto,
a ofrecer al mundo un mensaje de esperanza. Estamos llamados a tender una mano a quien
lo necesite, a compartir con generosidad nuestros bienes materiales con los más desafortunados.
Estamos llamados a proclamar de manera incansable la muerte y la resurrección del
Señor, hasta que Él vuelva. Por Cristo, con Él y en Él, en la unidad que es el don
del Espíritu Santo a la Iglesia, demos honor y gloria a Dios nuestro Padre del cielo,
en compañía de todos los ángeles y santos que cantan su alabanza por los siglos. Amén.