El Papa señala a los obispos de Portugal, la necesidad de ser auténticos testigos
de Jesucristo, especialmente en aquellos ambientes humanos donde el silencio de la
fe es más amplio y profundo
Jueves, 13 may (RV).- Benedicto XVI ha finalizado su jornada de hoy en Fátima encontrándose
a última hora de la tarde, con 50 obispos de Portugal en la casa de Nuestra Señora
del Carmen. Tras el saludo del presidente de la Conferencia Episcopal del país, monseñor
Jorge Ortiga, el Pontífice ha dirigido un discurso a los obispos recordando que en
los tiempos que vivimos es necesaria una nueva fuerza misionera.
“Se necesitan auténticos
testigos de Jesucristo, especialmente en aquellos ambientes humanos donde el silencio
de la fe es más amplio y profundo: entre los políticos, intelectuales, profesionales
de los medios de comunicación, que profesan y promueven una propuesta monocultural,
desdeñando la dimensión religiosa y contemplativa de la vida. En dichos ámbitos, hay
muchos creyentes que se avergüenzan y dan una mano al secularismo, que levanta barreras
a la inspiración cristiana”.
El Papa ha pedido el apoyo de los prelados para
quienes defienden los valores cristianos en estos ambientes, para que puedan “vivir
la libertad cristiana como fieles laicos”. Por este motivo el Papa ha invitado a mantener
viva en el escenario actual la dimensión profética, sin mordazas, porque “la palabra
de Dios no está encadenada” (2 TM 2,9).
El Santo Padre ha analizado la dificultad
de la fe de llegar a los corazones cuando “en opinión de muchos la fe católica ha
dejado de ser patrimonio común de la sociedad, y se la ve a menudo como una semilla
acechada y ofuscada por ‘divinidades’ y por los señores de este mundo”. En este sentido
Benedicto XVI ha evocado las palabras de Juan Pablo II en su discurso en el vigésimo
aniversario de la promulgación del Decreto conciliar “Apostolicam actuositatem” en
1985: “La Iglesia –dijo Juan Pablo II- tiene necesidad sobre todo de grandes corrientes,
movimientos y testimonios de santidad entre los ‘fieles de Cristo’, porque de la santidad
nace toda auténtica renovación de la Iglesia”.
Ante los obispos portugueses
el Papa ha querido agradecer la acogida recibida, señalando que este viaje se ha realizado
también “por una deuda de gratitud con la Virgen María”. “Como veis, el Papa
necesita abrirse cada vez más al misterio de la Cruz, abrazándola como única esperanza
y última vía para ganar y reunir en el Crucificado a todos sus hermanos y hermanas
en humanidad. En obediencia a la Palabra de Dios, está llamado a vivir, no para sí
mismo, sino para que Dios esté presente en el mundo”.
El Papa ha querido recordar
de modo especial su encuentro con los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales,
que ha sido –en palabras del Santo Padre- “una agradable sorpresa”. Al observarlos,
ha dicho el Santo Padre, he tenido la alegría de ver cómo, en un momento de fatiga
de la Iglesia, el “Espíritu Santo creaba una nueva primavera”, despertando “la alegría
de ser cristianos”. Por lo que Benedicto XVI ha pedido a los obispos que sean “portadores
de carisma”, y no solo cargos. “De este modo, por un
lado, hemos de sentir la responsabilidad de acoger estos impulsos que son un don para
la Iglesia y le dan nueva vitalidad, pero, por otro, hemos de ayudar también a los
movimientos a encontrar el camino justo, haciendo correcciones con comprensión, esa
comprensión espiritual y humana que sabe aunar la guía, el reconocimiento y una cierta
apertura y disponibilidad para aprender”.
Para el Santo Padre el problema principal
es que se ha relegado a segundo plano durante demasiado tiempo, “la responsabilidad
de la autoridad como servicio para el crecimiento de los demás y, antes de nadie,
de los sacerdotes. Ellos están llamados a servir en su ministerio pastoral integrados
en una acción pastoral de comunión”. Lo que no quiere decir, ha matizado el Pontífice,
volver al pasado, sino “recuperar el fervor de los orígenes, la alegría del comienzo
de la experiencia cristiana”.
Antes de concluir, Benedicto XVI ha pedido a
los obispos que den nuevo vigor en sí mismos y en su entorno, a sentimientos de misericordia
y compasión, capaces de responder a situaciones de graves carencias en la sociedad,
y que ante las dificultades no se debiliten, manteniendo vivo en el país su testimonio
como profetas de justicia y de paz. “Que se instituyan organizaciones
y se perfeccionen las ya existentes, para que puedan responder con creatividad a todas
las pobrezas, incluida la de la falta de sentido de la vida y la ausencia de esperanza”.
Discurso
completo
Venerados y queridos hermanos en el Episcopado
Doy
gracias a Dios por la oportunidad que me ha concedido de encontrarme con todos vosotros
aquí, en el Santuario de Fátima, corazón espiritual de Portugal, donde multitudes
de peregrinos, provenientes de los más diversos lugares de la tierra, buscan recuperar
o fortalecer en sí mismos la certidumbre del Cielo. Entre ellos, ha venido de Roma
el Sucesor de Pedro, acogiendo las reiteradas invitaciones y movido por una deuda
de gratitud con la Virgen María, quien precisamente aquí ha transmitido a sus videntes
y a los peregrinos un amor intenso por el Santo Padre, que fructifica en una vigorosa
muchedumbre que reza con Jesús a la cabeza: Pedro, «yo he pedido por ti para que tu
fe no se apague. Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos» (Lc 22,32).
Como
veis, el Papa necesita abrirse cada vez más al misterio de la Cruz, abrazándola como
única esperanza y última vía para ganar y reunir en el Crucificado a todos sus hermanos
y hermanas en humanidad. En obediencia a la Palabra de Dios, está llamado a vivir,
no para sí mismo, sino para que Dios esté presente en el mundo. Me conforta la determinación
con la que también vosotros me seguís de cerca, sin otro temor que el de perder la
salvación eterna de vuestro pueblo, como muestran bien las palabras con las que Mons.
Jorge Ortiga ha querido saludar mi llegada entre vosotros, y dar testimonio de la
fidelidad incondicional de los Obispos de Portugal al Sucesor de Pedro. Os lo agradezco
de corazón. Gracias también por todo el cuidado que habéis puesto en la organización
de esta visita mía. Que Dios os lo pague derramando abundantemente el Espíritu Santo
sobre vosotros y vuestras diócesis, para que, con un solo corazón y una sola alma,
podáis llevar a cabo el cometido pastoral que os habéis propuesto de ofrecer a cada
fiel una iniciación cristiana exigente y fascinante, que comunique la integridad de
la fe y de la espiritualidad, enraizada en el Evangelio y formadora de agentes libres
en medio de la vida pública.
Verdaderamente, los tiempos en que vivimos
exigen una nueva fuerza misionera en los cristianos, llamados a formar un laicado
maduro, identificado con la Iglesia, solidario con la compleja transformación del
mundo. Se necesitan auténticos testigos de Jesucristo, especialmente en aquellos ambientes
humanos donde el silencio de la fe es más amplio y profundo: entre los políticos,
intelectuales, profesionales de los medios de comunicación, que profesan y promueven
una propuesta monocultural, desdeñando la dimensión religiosa y contemplativa de la
vida. En dichos ámbitos, hay muchos creyentes que se avergüenzan y dan una mano al
secularismo, que levanta barreras a la inspiración cristiana. Entre tanto, queridos
hermanos, quienes defienden con valor en estos ambientes un vigoroso pensamiento católico,
fiel al Magisterio, han de seguir recibiendo vuestro estímulo y vuestra palabra esclarecedora,
para vivir la libertad cristiana como fieles laicos.
Mantened viva
en el escenario del mundo de hoy la dimensión profética, sin mordazas, porque «la
palabra de Dios no está encadenada» (2 Tm 2,9). Las gentes invocan la Buena Nueva
de Jesucristo, que da sentido a sus vidas y salvaguarda su dignidad. En cuanto primeros
evangelizadores, os será útil conocer y comprender los diversos factores sociales
y culturales, sopesar las necesidades espirituales y programar eficazmente los recursos
pastorales; pero lo decisivo es llegar a inculcar en todos los agentes de la evangelización
un verdadero afán de santidad, sabiendo que el resultado proviene sobre todo de la
unión con Cristo y de la acción de su Espíritu.
En efecto, cuando en
opinión de muchos la fe católica ha dejado de ser patrimonio común de la sociedad,
y se la ve a menudo como una semilla acechada y ofuscada por «divinidades» y por los
señores de este mundo, será muy difícil que la fe llegue a los corazones mediante
simples disquisiciones o moralismos, y menos aún a través de genéricas referencias
a los valores cristianos. El llamamiento valiente a los principios en su integridad
es esencial e indispensable; no obstante, el mero enunciado del mensaje no llega al
fondo del corazón de la persona, no toca su libertad, no cambia la vida. Lo que fascina
es sobre todo el encuentro con personas creyentes que, por su fe, atraen hacia la
gracia de Cristo, dando testimonio de Él. Me vienen a la mente aquellas palabras del
Papa Juan Pablo II: «La Iglesia tiene necesidad sobre todo de grandes corrientes,
movimientos y testimonios de santidad entre los “fieles de Cristo”, porque de la santidad
nace toda auténtica renovación de la Iglesia, todo enriquecimiento de la inteligencia
de la fe y del seguimiento cristiano, una reactualización vital y fecunda del cristianismo
en el encuentro con las necesidades de los hombres y una renovada forma de presencia
en el corazón de la existencia humana y de la cultura de las naciones» (Discurso en
el vigésimo aniversario de la promulgación del Decreto conciliar «Apostolicam actuositatem»,
18 noviembre 1985). Alguno podría decir: «La Iglesia tiene necesidad de grandes corrientes,
movimientos y testimonios de santidad..., pero no los hay».
A este
respecto, os confieso la agradable sorpresa que he tenido al encontrarme con los movimientos
y las nuevas comunidades eclesiales. Al observarlos, he tenido la alegría y la gracia
de ver cómo, en un momento de fatiga de la Iglesia, en un momento en que se hablaba
de «invierno de la Iglesia», el Espíritu Santo creaba una nueva primavera, despertando
en jóvenes y adultos la alegría de ser cristianos, de vivir en la Iglesia, que es
el Cuerpo vivo de Cristo. Gracias a los carismas, la radicalidad del Evangelio, el
contenido objetivo de la fe, la corriente viva de su tradición se comunican de manera
persuasiva y son acogidos como experiencia personal, como adhesión libre a todo lo
que encierra el misterio de Cristo.
Naturalmente, es condición necesaria
el que estas nuevas realidades quieran vivir en la Iglesia común, si bien con espacios
en cierto modo reservados para su vida, de manera que ésta sea después fecunda para
todos los demás. Quienes viven un carisma particular, han de sentirse fundamentalmente
responsables de la comunión, de la fe común de la Iglesia, y deben someterse a la
guía de los Pastores. Éstos son quienes han de asegurar la eclesialidad de los movimientos.
Los Pastores no son sólo personas que ocupan un cargo, sino que ellos mismos son portadores
de carismas, son responsables de la apertura de la Iglesia a la acción del Espíritu
Santo. Nosotros, los Obispos, estamos ungidos por el Espíritu Santo en el sacramento
y, por tanto, el sacramento nos asegura también la apertura a sus dones. De este modo,
por un lado, hemos de sentir la responsabilidad de acoger estos impulsos que son un
don para la Iglesia y le dan nueva vitalidad, pero, por otro, hemos de ayudar también
a los movimientos a encontrar el camino justo, haciendo correcciones con comprensión,
esa comprensión espiritual y humana que sabe aunar la guía, el reconocimiento y una
cierta apertura y disponibilidad para aprender.
Decid o reiterad precisamente
esto a vuestros presbíteros. En este Año Sacerdotal, que está llegando a su conclusión,
descubrid de nuevo, queridos hermanos, la paternidad episcopal sobre todo respecto
a vuestro clero. Se ha relegado a un segundo plano durante demasiado tiempo la responsabilidad
de la autoridad como servicio para el crecimiento de los demás y, antes que nadie,
de los sacerdotes. Ellos están llamados a servir en su ministerio pastoral integrados
en una acción pastoral de comunión o de conjunto, como nos recuerda el Decreto conciliar
Presbyterorum Ordinis: «Ningún presbítero, por tanto, puede realizar bien su misión
de manera aislada e individualista, sino únicamente juntando sus fuerzas con otros
presbíteros bajo la dirección de los que presiden la Iglesia» (n. 7). Esto no quiere
decir volver al pasado, ni un simple retorno a los orígenes, sino recuperar el fervor
de los orígenes, la alegría del comienzo de la experiencia cristiana, haciéndose acompañar
por Cristo como los «discípulos de Emaús» el día de Pascua, dejando que su palabra
nos encienda el corazón, que el «pan partido» abra nuestros ojos a la contemplación
de su rostro. Sólo de este modo el fuego de su amor será suficientemente ardiente
para impulsar a todo fiel cristiano a convertirse en dispensador de luz y de vida
en la Iglesia y entre los hombres.
Antes de concluir, me gustaría pediros,
como presidentes y ministros de la caridad en la Iglesia, que deis nuevo vigor en
vosotros mismos y en vuestro entorno a sentimientos de misericordia y compasión, capaces
de responder a situaciones de graves carencias en la sociedad. Que se instituyan organizaciones
y se perfeccionen las ya existentes, para que puedan responder con creatividad a todas
las pobrezas, incluida la de la falta de sentido de la vida y la ausencia de esperanza.
Es muy loable el esfuerzo que hacéis para ayudar a las diócesis más necesitadas, especialmente
en los países de habla portuguesa. Que las dificultades que ahora se hacen sentir
mayormente no os debiliten en la lógica del don. Que siga siendo muy vivo en el País
vuestro testimonio de profetas de justicia y de paz, defensores de los derechos inalienables
de la persona, uniendo vuestra voz a la de los más débiles, a los que sabiamente habéis
motivado a que tengan su propia voz, sin temer nunca levantar vuestra voz en favor
de los oprimidos, los humillados y maltratados.
A la vez que os encomiendo
a Nuestra Señora de Fátima, pidiéndole que os sostenga maternalmente en los retos
que se os presentan, para que seáis promotores de una cultura y una espiritualidad
de caridad y de paz, de esperanza y justicia, de fe y de servicio, os imparto de corazón
la Bendición Apostólica, que se extiende a vuestros familiares y a vuestras comunidades
diocesanas.