El Papa lamenta que en nuestro tiempo “en extensas regiones de la tierra la fe corre
el riesgo de apagarse como una llama que se extingue” y señala la prioridad de hacer
a Dios presente en este mundo
Miércoles, 12 may (RV).- A las diez y media de la noche ha comenzado la bendición
de las antorchas y el rezo del Santo Rosario en la Capilla de las Apariciones. Tras
la bendición de las antorchas Benedicto XVI se ha dirigido a los fieles a quienes
ha dicho que con la vela encendida en la mano asemejaban a un mar de luz en torno
a esta sencilla capilla, “levantada con amor para honrar a la Madre de Dios y Madre
nuestra”.
Y en este luminoso escenario de miles de antorchas ardiendo
el Papa ha subrayado que “sin embargo, ni ella ni nosotros tenemos luz propia: la
recibimos de Jesús. Su presencia en nosotros renueva el misterio y el recuerdo de
la zarza ardiente, que en otro tiempo atrajo a Moisés en el monte Sinaí, y que no
deja de seducir a los que se dan cuenta de una luz especial en nosotros, que arde
sin consumirnos”.
Moisés y la liberación de su pueblo de la esclavitud
de Egipto para guiarlo a la tierra prometida ha sido el tema elegido por el Santo
Padre para hablar de dos conceptos importantes Dios y la libertad. Porque en el caso
de Moisés “no se trataba simplemente de poseer una parcela de terreno o del territorio
nacional al que todo pueblo tiene derecho”. “En la lucha por la liberación de Israel
y en su salida de Egipto, -ha subrayado el Papa- lo que destaca en primer lugar es,
sobre todo, el derecho a la libertad para adorar, a la libertad de un culto propio.
A lo largo de la historia del pueblo elegido, la promesa de la tierra acaba asumiendo
cada vez más este significado: la tierra se da para que haya un lugar de obediencia,
para que haya un espacio abierto a Dios”.
En este contexto el Santo
Padre ha lamentado que por desgracia “en nuestro tiempo, cuando en extensas regiones
de la tierra la fe corre el riesgo de apagarse como una llama que se extingue, la
prioridad más importante de todas es hacer a Dios presente en este mundo y facilitar
a los hombres el acceso a Dios”.
El Papa ha agradecido la devoción
y el afecto de todos los fieles y ha finalizado diciendo : “Traigo conmigo las preocupaciones
y las esperanzas de nuestro tiempo y los sufrimientos de la humanidad herida, los
problemas del mundo, y vengo a ponerlos a los pies de Nuestra Señora de Fátima: Virgen
Madre de Dios y Madre nuestra querida, intercede por nosotros ante tu Hijo, para que
las familias de los pueblos, tanto aquellas que llevan el nombre de cristianas como
las que todavía no conocen a su Salvador, vivan en paz y en concordia hasta que todas
formen un solo Pueblo de Dios
DISCURSO COMPLETO
Queridos
peregrinos
Todos juntos, con la vela encendida en la
mano, semejáis un mar de luz en torno a esta sencilla capilla, levantada con amor
para honrar a la Madre de Dios y Madre nuestra, a la que los pastorcillos vieron volver
de la tierra al cielo como una estela de luz. Sin embargo, ni ella ni nosotros tenemos
luz propia: la recibimos de Jesús. Su presencia en nosotros renueva el misterio y
el recuerdo de la zarza ardiente, que en otro tiempo atrajo a Moisés en el monte Sinaí,
y que no deja de seducir a los que se dan cuenta de una luz especial en nosotros,
que arde sin consumirnos (cf. Ex 3, 2-5). Por nosotros mismos, no somos más que una
mísera zarza, en la que, sin embargo, se ha posado la gloria de Dios. A Él sea la
gloria, y a nosotros la confesión humilde de nuestra nada y la adoración obediente
de los designios divinos, que se cumplirán cuando “Dios lo será todo para todos” (1
Co 15, 28). La Virgen llena de gracia sirvió incomparablemente dichos designios: “He
aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).
Queridos
peregrinos, imitemos a María haciendo resonar en nuestra vida su “hágase en mí”. Dios
había ordenado a Moisés: “Quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas
es terreno sagrado” (Ex 3, 5). Y así lo hizo; luego se puso nuevamente las sandalias
para ir a liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto y guiarlo a la tierra prometida.
No se trataba simplemente de poseer una parcela de terreno o del territorio nacional
al que todo pueblo tiene derecho. En la lucha por la liberación de Israel y en su
salida de Egipto, lo que destaca en primer lugar es, sobre todo, el derecho a la libertad
para adorar, a la libertad de un culto propio. A lo largo de la historia del pueblo
elegido, la promesa de la tierra acaba asumiendo cada vez más este significado: la
tierra se da para que haya un lugar de obediencia, para que haya un espacio abierto
a Dios.
En nuestro tiempo, cuando en extensas regiones de la tierra
la fe corre el riesgo de apagarse como una llama que se extingue, la prioridad más
importante de todas es hacer a Dios presente en este mundo y facilitar a los hombres
el acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que ha hablado en el Sinaí;
al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), en Cristo
crucificado y resucitado. Queridos hermanos y hermanas, adorad en vuestros corazones
a Cristo Señor (cf. 1 P 3, 15). No tengáis miedo de hablar de Dios y de mostrar sin
complejos los signos de la fe, haciendo resplandecer a los ojos de vuestros contemporáneos
la luz de Cristo que, como canta la Iglesia en la noche de la Vigilia Pascual, engendra
a la humanidad como familia de Dios.
Hermanos y hermanas, en este lugar
impresiona ver cómo tres niños se rindieron a la fuerza interior que los había invadido
en las apariciones del Ángel y de la Madre del cielo. Aquí, donde tantas veces se
nos ha pedido que recemos el Rosario, dejémonos atraer por los misterios de Cristo,
los misterios del Rosario de María. El rezo del Rosario nos permite poner nuestros
ojos y nuestro corazón en Jesús, como su Madre, modelo insuperable de contemplación
del Hijo. Al meditar los misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos, recitando
las avemarías, contemplamos todo el misterio de Jesús, desde la Encarnación a la Cruz
y la gloria de la Resurrección; contemplamos la íntima participación de María en este
misterio y nuestra vida en Cristo hoy, que también está tejida de momentos de alegría
y de dolor, de sombras y de luz, de contrariedades y de esperanzas. La gracia inunda
nuestro corazón suscitando el deseo de un cambio de vida radical y evangélico, en
comunión de vida y de destino con Cristo, de manera que podamos decir con San Pablo:
“Para mí la vida es Cristo” (Flp 1, 21).
Siento que me acompañan la
devoción y el afecto de todos los fieles aquí reunidos y del mundo entero. Traigo
conmigo las preocupaciones y las esperanzas de nuestro tiempo y los sufrimientos de
la humanidad herida, los problemas del mundo, y vengo a ponerlos a los pies de Nuestra
Señora de Fátima: Virgen Madre de Dios y Madre nuestra querida, intercede por nosotros
ante tu Hijo, para que las familias de los pueblos, tanto aquellas que llevan el nombre
de cristianas como las que todavía no conocen a su Salvador, vivan en paz y en concordia
hasta que todas formen un solo Pueblo de Dios, a gloria de la santísima e indivisible
Trinidad. Amén.